Desconocida Buenos Aires . Leandro Vesco
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Название: Desconocida Buenos Aires

Автор: Leandro Vesco

Издательство: Bookwire

Жанр: Путеводители

Серия: Desconocida Buenos Aires

isbn: 9789500210713

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СКАЧАТЬ lo hice pasar a mi cocina y le servimos café; él me preguntó si tenía estudios y le dije que había tenido que dejar por el almacén y me respondió: ‘Y bueno, no todos tienen que estudiar’”. Y agrega: “Era una persona tímida, muy seria. Parecía estar en otro mundo”. Siempre encorvado, cuando entraba a la cabina telefónica, anotaba cosas en un pequeño cuaderno. “Todos decían que no veía, pero acá siempre se manejó solo”, recuerda César; esto ocurrió entre las décadas del sesenta y setenta.

      El pueblo se acostumbró a ver en los veranos a este grupo de amigos que elegían el horizonte pampeano para escribir y disfrutar del pueblo que llegó a tener 3500 habitantes en aquellos años. El contraste entre “Adolfito” y Borges era singular, no solo en su forma de ser, sino hasta en su vestimenta. Silvina Ocampo, que tiene su plaza frente al Museo, frecuentaba el almacén. “Todos los veranos había que tener para ella zapatillas Indiana número ٣٨; también venía siempre a comprar verduras”. César la recuerda con eternos anteojos oscuros y vestidos floreados.

      El almacén está en la calle central del pueblo, una de las dos de asfalto que hay en Pardo. César Lámaro, rodeado de recuerdos, fija su vista en las estanterías, acaso para ayudar a su memoria a revivir las conversaciones con Jorge Luis Borges. Esos diálogos deben atravesar décadas y tantos veranos; en el medio, el cambio tecnológico: “Ahora todos tienen teléfono, ¡pensar que Borges esperaba tres horas por un llamado!”. Uno de los mejores escritores del mundo, ese hombre siempre de traje y corbata, frecuentó estas paredes y su mirada penetró este mundo gaucho. Universal y criollo, así, dicen, fue Borges.

      El soldado que volvió de Malvinas con vida gracias a una carta

      Daniel Verón estaba muerto de frío en una trinchera en las islas Malvinas. La guerra pasaba por su peor momento. La moral de los soldados estaba baja. La gente del continente mandaba cartas a esos valientes que se jugaban la vida por el capricho de un militar de dudosa jerarquía. A Daniel le dieron una carta, la leyó y le cambió la vida. La autora era una estudiante de primaria de Villa Cacique, un pueblo perdido entre los cerros del partido de Benito Juárez. El soldado no sabía dónde quedaba ese pueblo, pero las palabras que leía en la carta le hicieron pensar en la tierra, en un camino, en calles con personas simples y en una vida normal, lejos del infierno de la guerra. La carta de María Gabriela Suárez le devolvió las ganas de vivir y él se aferró a ese papel y a esas palabras para juntar fuerzas y retornar con vida de las islas.

      De regreso al continente volvió a su casa en la ciudad de Buenos Aires. Trabajó y trató de rehacer su vida, pero el peso de aquellas palabras lo hacían mirar el teléfono y buscar en el mapa a un desconocido pueblo del interior profundo bonaerense, Villa Cacique. Eran tiempos de guías telefónicas y buscó hasta que encontró. Llamó al pueblo y habló con los padres de María, y finalmente con ella misma. “Le conté que gracias a su carta yo había vuelto vivo”. La comunicación culminó con una invitación de la familia para que fuera a conocerlos. A los pocos días, con un mapa en la mano, se fue a Villa Cacique; cuando vio los primeros cerros a un costado de la ruta provincial 74 entendió que la vida le marcaba un camino, un nuevo comienzo. La huella que lleva al pueblo lo recibió con una visión impactante: el cerro El Sombrerito y, más allá, el cordón serrano Boca de las Águilas se abrieron hasta dejar ver las primeras casas entre lomadas. Detuvo su marcha y llamó a la puerta de la familia Suárez; la emoción fue inmediata. No solo ellos sino todo el pueblo quería conocer al héroe de Malvinas. Por primera vez Daniel y la joven María se veían los rostros.

      Esas dos almas desconocidas que se conectaron por primera vez en aquel archipiélago neblinoso y fatal, se encontraron finalmente cara a cara en este aislado territorio serrano, isla en un mar de tierra. La familia de María lo invitó a quedarse unos días en este pueblo que desde hace algunos años vive al ritmo de la cementera Loma Negra, y que tiene un halo a Finisterre. A pocos kilómetros está Barker, una planta urbana más consolidada. Se trata de una comunidad de trabajadores que cultivan la tierra y cosechan frutillas y frambuesas.

      Daniel tuvo así la oportunidad de hablar con María y agradecerle aquella carta, que a la distancia significó un pasaporte para dar vuelta una página en su vida y comenzar una existencia más tranquila. Sintió que era la tierra ideal para aprovechar esta nueva oportunidad que tenía el aroma de un renacimiento. Se quedó algunos días. Las caminatas por las ondulantes calles de Villa Cacique le hacían recordar a la geografía insular, pero acá no había ningún enemigo, todo lo contrario, había en el aire una sensación a redención. Se hizo muy amigo de la familia de María, que de alguna manera lo adoptó con ese cariño tibio que crece en las casas del interior. Las primeras dudas no fueron tan pesadas y pronto halló la salida a su vida posterior a la guerra. Si en las Malvinas había conocido el terror, el frío y la desesperación, aquí, gracias a aquellas palabras escritas desde el corazón de una niña que le decía que “Villa Cacique no es tan grande pero es hermoso”, supo que los pasos de sus días debían detenerse acá. Así fue como Daniel Verón se quedó a vivir en Villa Cacique.

      Consiguió trabajo, formó una familia y hoy es uno de los personajes más entrañables del pueblo. Todo lo que la vida le dio, lo devuelve con actividades sociales. Organiza colectas para llevar comida y elementos de primera necesidad a las escuelas rurales del norte del país y creó una “Comisión por mi pueblo”, donde se reúnen vecinos para solucionar problemas comunales. Trabajando, pudo ahorrar y construir dos cabañas que ofrecen hospedaje a los que llegan con ganas de conocer este pequeño punto en el mapa, una se llama La Bonita, y la otra, Mi Destino.

      La niña que le escribió la carta trabaja de cajera en un supermercado. Ya es una mujer y tiene una vida como la que alguna vez acaso soñó, en su querido pueblo. Daniel vive a seis cuadras de ella y se ven casi a diario. La historia de ellos dos es un cuento real que comenzó en un pueblo perdido entre las sierras bonaerenses, una carta que atravesó las heladas aguas del fin del mundo hasta llegar a las manos de un soldado aterido de frío en una isla en guerra y terminó donde se inició. María y Daniel representan una la historia argentina con final feliz.

      Vela, el pueblo que Soriano eligió para escribir

      El pasacalle de un pastor que promete un día de bendición es lo primero que se ve cuando se entra a Vela. Un bulevar empedrado y las esquinas que parecen sacadas de la imaginación de Cordaro hacen del pueblo un sitio especial, con su plaza con árboles añosos y monumentos. Frente a esta, la sucursal de un banco y autos que pasan lentamente por badenes profundos mientras sus conductores hablan entre ellos, vecinos que cruzan las calles y se saludan y muchos comercios con carteles llamativos. María Ignacia se llama el pueblo; al fondo, la estación ferroviaria es conocida por Vela: para simplificar, se unieron nombres y apellido, y así es hoy un pueblo con garbo y sobrados antecedentes de bohemia. Osvaldo Soriano caminó por sus calles y respiró su noche como ninguno: vivía en las horas en que la Luna domina el cielo y muchos lo recuerdan caminando solo, ensimismado, por las animosas y nobles calles adoquinadas. Algunos se acuerdan de él como un hombre raro que se quedaba largas horas escribiendo en el bar mientras tomaba caña.

      Soriano ficcionalizó a Vela en sus libros. No habrá más penas ni olvido sucede aquí, y los lectores de esta novela pueden reconocer algunas calles en sus páginas. La identidad del pueblo, que es la típica de cada pequeña localidad bonaerense, se siente en cada esquina. De alguna manera, es un pueblo de novela por cuyas veredas sobrevuelan las sombras de personajes que se han escapado de páginas inolvidables.

      Don Rivero atiende el bar Tito, frente a la estación, en los suburbios del pueblo, y señala dónde acostumbraba sentarse a escribir Soriano: “Pedía caña, era el último en irse”, recuerda en forma telegráfica este hombre de ochenta años. La visión irradia nostalgia. No debe de existir un mejor lugar para escribir. Don Rivero hace cincuenta años que atiende el bar, pero es crítico ante nuestra visita. Llegamos a las 13.05. “Cierro a las una, mis clientes saben que tienen que venir antes”. Con cierto aire marcial y preocupado СКАЧАТЬ