“Él sabía que los tehuelches tenían los caballos más fuertes y resistentes, y se fue al sur a ver al cacique Liempichún; hizo tres viajes a las tolderías y seleccionó 84 reproductores”, explica Oscar. De ellos salió una estirpe legendaria. En ese mismo tiempo, un aventurero suizo llamado Aimé Félix Tschiffely tenía en mente cruzar toda América a caballo, una idea por la cual serían recordado él, los Solanet y los famosos caballos que lo acompañaron. El suizo se acercó hasta El Cardal y le quiso comprar a Emilio Solanet los dos caballos más fuertes, pero este entendió que, si el suizo tenía suerte en su empresa, iba a destacarse la fortaleza de nuestros caballos, así que finalmente se los obsequió y nació allí una amistad que duraría toda la vida. El Gato y el Mancha fueron los caballos que pasaron a la historia. Este pueblo los vio nacer.
Tschiffely partió con los dos caballos el 24 de abril de 1925 desde la Sociedad Rural, en Buenos Ares. La hazaña que quería hacer era llegar hasta Nueva York. Gato y Mancha dejaron en alto la raza criolla: recorrieron más de 21.000 kilómetros en más de tres años, llegando a la ciudad norteamericana el 20 de septiembre de 1928. El viaje, que se hizo en 504 etapas y atravesando todos los climas y alturas, fue documentado con cartas que el suizo le enviaba a Emilio Solanet y que este recibía en El Cardal.
En la estancia todo remite a esta hazaña. Oscar es el custodio de las cartas y de las reliquias de la amistad de su padre con el aventurero suizo. En la entrada al casco están las cenizas de este hombre que cruzó toda América, junto con la de los caballos que lo acompañaban en un viaje involvidable. Solanet es un pueblo con leyenda incluida.
Cosecha de trufas en Espartillar
Por siglos se pensó que la trufa crecía por generación espontánea, lo que le dio un halo de misterio que ha cruzado la historia hasta nuestros días. En Espartillar, un pequeño pueblo de ochocientos habitantes del partido de Pigüé-Saavedra, en el sudoeste bonaerense, desde hace siete años entre mayo y septiembre –época de la cosecha– se preguntan si los perros han podido olfatear trufas en el campo que Trufas del Nuevo Mundo tiene a unos kilómetros del pueblo. Aquí, custodiado por el cordón serrano de la Ventania, está el mayor campo trufero del país, con 20.117 árboles que esconden en sus raíces un hongo que es considerado “el diamante negro” de la gastronomía mundial, y que algunos sibaritas llegan a pagar hasta 2000 euros el kilo. La trufa es un hongo simbionte que crece adherido a la raíz de robles y encinas. El olfato humano no es capaz de sentirlo, por lo que se usan perros adiestrados que sienten su indescriptible aroma que nace en lo profundo de la tierra. “Acompañar a los perros para buscar trufas es una experiencia intransferible; cuando las encontrás es muy gratificante, te emociona”, cuenta Tomas de Hagen, ingeniero forestal a cargo de la plantación y de la cosecha. En los fríos meses de invierno, la sangre hierve en las venas de los trabajadores del campo trufero.
En 2011 un grupo de cinco soñadores compró un campo cerca de un pueblo, para ellos ignoto, Espartillar. Tenían un sueño: cosechar trufas en Buenos Aires, pero hacerlo de un modo tal que pudieran competir a nivel internacional. También los guio la feliz y pionera idea de educar al paladar argentino y trabajar para que las trufas salgan de los restaurantes exclusivos y se acerquen a las mesas de las casas. “Llegamos a un campo que era pura pampa, donde hacía mucho frío, y pensábamos cómo atraer inversores”, recuerda Alejandra García, presidenta de la empresa. El nacimiento de una idea requiere no solo de imaginación, sino de un gran poder de determinación para trabajar sobre algo que aún no existe. La idea, sin embargo, contagió, y los fondos llegaron. En poco tiempo plantaron robles y encinas inoculadas en sus raíces con el hongo delicioso.
“La trufa negra de invierno se llama T
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