“Hay algo dentro de mí que me hace poner muy mal cuando no vengo. Aunque no tenga nada que hacer, yo abro todos los días la sala sanitaria”. La historia de su presencia en este solar es una señal de aquellas que tejen y destejen los destinos. Necesitaba darle un cambio a su vida, quería ser útil en López Lecube y les dijo a las autoridades municipales: “Yo voy a estudiar enfermería con una sola condición: que me den la sala sanitaria de Lecube”. La miraron con asombro, porque en el pueblo no existía ninguna sala, pero a Andrea no le importó. Estudió, se recibió y llegó a Lecube, donde posó sus ojos sobre una tapera tapada de tamariscos y pastizales. “Me costó sacarle las arañas, pero la limpié toda; también me ayudó mi madre”. En pocas semanas el pueblo ya tenía sala sanitaria.
Como suele pasar con las personas que se rigen con las leyes del corazón, no recibe el reconocimiento que debiera, pero tampoco lo busca. Nadie le paga el combustible que usa para hacer trámites para los pobladores de Lecube ni los autos que ha roto en esos caminos desolados donde pinchar una goma o partir un tren delantero es algo de todos los días. “Me quedé encajada y rompí las correas”, detalla su último percance. Estos caminos se transforman en trampas para los autos que no están preparados para el barro. A pesar de esto, más vale maña que fierros, y con los años se aprende a domar las piedras. “Yo sé dónde están los pozos y las toscas más grandes”, se enorgullece.
Esta enfermera tiene algo de consagración. Su pueblo es como un núcleo al que debe pertenecer y cuidar. La iglesia Nuestra Señora del Carmen, que todo lo mira desde su imponente altura, contiene la soledad de quienes se animan a este Edén silencioso. “No sé si la Virgen hace milagros, pero yo me siento bien estando cerca de la iglesia”, repite Andrea. Sus enemigos son los bichos, algunas arañas y la yarará, hija de mandinga. Hace poco tuvo un vecino con problemas cardíacos, pero logró salvarlo. Para asegurarse una red de ayuda, le pidió gentilmente a la escuela que le diera el teléfono semipúblico que tenían allí y Andrea lo ha puesto en la entrada de la sala. “Ahora todos pueden recibir llamadas y llamar”. Estas pequeñas victorias pueden ayudar a salvar vidas en esta pampa indomable. La escuela tiene como patio toda la pradera y dentro de una vitrina guarda un meteorito, que, según los mayores, cayó cerca hace muchos años.
Hay una energía, como si fuera una mano que acaricia la espalda, que se siente no bien se entra al pueblo por la polvorienta ruta 76, pasando la escuela y la estación de tren, hoy vacía y muda. El caserío se desenvuelve tímido hasta finalizar a los pies del monumento religioso. Andrea tuvo una idea: “Yo sé que todo esto es muy bello, pero quiero que todos puedan ver esta belleza”. Así fue como pasó nuevamente a la acción directa. Al pueblo le faltaba una plaza, así que un día se puso ropa gastada y fue a visitar algunos vecinos. Desmalezaron el lugar, plantaron árboles e instalaron juegos para los niños; sin mucha alharaca, en pocos días el pueblo tuvo plaza. “Ahora estoy por poner un lugar para fogones, para que la gente pueda ver el paisaje mientras hace un asado”.
La gente del pueblo, algún que otro perro y las palomas se turnan para caminar por las calles. El viento trae un latir de historias. La ruta 76 a veces presenta algún que otro auto que llega con visitantes para conocerlas. La solitaria iglesia, Andrea y los treinta habitantes esperan a los peregrinos.
Pedro Meier, el único habitante de Quiñihual
El tiempo se estrella en Quiñihual al verlo a Pedro Meier, el único y último habitante de este pueblo perdido que ha quedado a la deriva entre los pastizales, las cortaderas, los cardos rusos resecos y las vías muertas. Pocos mapas lo señalan: este punto hace décadas que dejó de interesar a la cartografía, pero, mientras el mundo gira a una velocidad incalculable, en Quiñihual la soledad ha creado una burbuja impenetrable. El universo de Pedro es lo único que sobrevive. La belleza del silencio apenas se interrumpe cuando la puerta del almacén se abre. Estamos en un mundo paralelo, y una vez que se entra ya no se quiere volver al mundo actual. Por suerte la ruta queda muy lejos.
Pedro Meier tiene más de sesenta años y vive solo en Quiñihual, no hay nadie más que él, sus vacas, sus chanchos y Moncho, su perro fiel, que, a fuerza de querer ser un hombre, ha aprendido a abrir y cerrar la puerta del almacén. “No soy de hablar solo, pero a veces converso con él”, dice señalando al escudero canino. Las palabras caen suaves de la boca de Pedro, dueño de una mirada franca y ojos acostumbrados a la inmensidad, a ese horizonte que se ve por las ventanas de este almacén que tiene ciento veinte años y que es el exoesqueleto de Pedro; ambos son uno. “Papá lo compró cuando yo tenía siete años; desde ahí para adelante, siempre estuve acá. Pero antes había tanta gente, los bolseros que trabajaban en el tren y las familias que vivían en el campo llenaban el almacén; abríamos al amanecer y hasta la medianoche no se cerraba. Acá se hacían las compras que hoy la gente hace en un supermercado”, traza un análisis de la realidad de este paraje que supo ser pueblo.
“Todos los días siento felicidad de estar en este lugar, aunque cada tanto me gusta salir a ver otras cosas. Una vez por año me hago algunos viajes al norte. Pero uno está arraigado acá. Mi trabajo está acá, mi vida; cuando me levanto ya tengo cosas que hacer: atender a los chanchos, ir a ver las vacas, la aguada, las ovejas. Como hago todo solo, no doy abasto, y se me pasan los días. Trato de terminar antes el trabajo del campo para poder abrir más temprano el almacén”. Este boliche es de los mejores conservados de la provincia, quedan pocos así. Sus estanterías parecen no tener fin. Hay cajones para cada pequeña invención que se ha hecho en la Tierra, el mostrador tiene la suavidad de los buenos recuerdos y la amplitud del salón provoca bienestar, alimenta algo que está muy adentro del corazón: la chispa de la vida.
No hay carteles que indiquen la presencia de este pueblo habitado por un solo hombre. Se llega a Quiñihual por indicaciones de baqueanos y por intuición. Pasando San Eloy por la ruta provincial 76, hay que doblar antes de cruzar las vías y de allí hay que seguir derecho por un camino de tierra donde se ven pequeños paraísos parcelados de pampa y sierras. Al fin de todos los caminos está Quiñihual. “Es un pueblito perdido en el tiempo. En treinta años todo se vino abajo, se privatizaron los trenes, luego empezaron a descarrilar y después ya no pasaron más. Se cortó todo. Hoy, con el adelanto que hay, se precisa menos personal en el campo, y toda la gente, las familias y las casas, desaparecieron”. El vendaval de los tiempos modernos fue duro y de golpe se llevó hasta las casas de los que antes vivían aquí. El almacén resiste, y la estación de trenes es un iceberg que se hunde poco a poco. Entre tanto, Pedro recibe a sus clientes, y con ellos la única posibilidad de charlar con alguien. Las pocas palabras que se dicen germinan el presente.
Los italianos, que tienen el casino en Sierra de la Ventana y los mejores campos de la zona, le quisieron comprar el almacén y algunas de las tantas antigüedades que Pedro conserva en su mundo: “Les he dicho que no, cómo voy a vender si esta es mi vida”. La soledad lo ha hecho así de irredente para el sistema, que acaso la única batalla en el mundo la ha perdido en Quiñihual. “Sin el almacén sentiría una gran ausencia en mi vida. Extrañaría mucho, y más a la gente que viene todos los días. Tengo con ellos un rato de charla, y por eso aguanto”. Cuando las puertas están cerradas, sus clientes dan la vuelta y aplauden en la entrada a su casa; Moncho ladra y avisa, entonces Pedro deja de hacer lo que esté haciendo y abre el boliche. A la tardecita llegan los iniciados, que comparten una cerveza y la charla, mientras el sol acaricia los dorados pastizales y el fresco arrulla las voces.
Pedro es viudo, pero tiene una novia en Pigüé; sus dos hijos lo visitan, él eligió СКАЧАТЬ