Mariápolis, la ciudadela que sueña con un mundo mejor
Cuando parece que el camino se pierde en el horizonte y no hay nada más que pampa, un viejo cartel que está a punto de ser comido por el monte avisa que a los pocos kilómetros está la ciudadela perdida. El camino de tierra atraviesa campos fértiles, donde la presencia humana es nula. De pronto, un bulevar de árboles favorece la visión de un paraíso. En una tranquera vemos a un grupo de jóvenes trabajando la tierra, más allá, un conjunto de casas; en todas partes, silencio y tranquilidad. El olor a tierra mojada sorprende delante de un cartel: Mariápolis, Ciudadela Lía. Aquí sueñan con construir un mundo mejor. La tranquera está abierta; jóvenes con overoles mueven tierra, y detrás de ellos algunos fardos esperan ser trasladados.
No figura en mapas esta Mariápolis. Los que llegan a ella saben de su presencia, un espacio abierto que busca dar testimonio de una forma de vida autogestiva y en comunión con las ideas de la fraternidad humana. Ubicada a pocos kilómetros de O’Higgins, en el partido de Chacabuco, la ciudadela tiene doscientos habitantes de todo el mundo. Concebida por el movimiento de los focolares, se proyecta como un espacio de unión entre hombres de diferentes razas y culturas. “Sabemos que somos todos hermanos, y queremos trabajar para la fraternidad universal. La Mariápolis es como una pequeña ciudad que quiere dar un testimonio de cómo sería la sociedad humana si nos basáramos en el amor al prójimo“, explica Attilio Bailoni, un laico consagrado, focolarino que nació en Trento, Italia, y hace treinta años viaja por el mundo trabajando en las diferentes Mariápolis. “Son muchas más las cosas que nos unen de las que nos separan, acá probamos eso”.
El movimiento focolar nació en 1943, en Trento. Entonces la Segunda Guerra Mundial oscurecía el horizonte del mundo, y allí Chiara Lubich tuvo la visión: en tiempos en que el hombre se había entregado a las fuerzas del mal, era urgente hallar la salida a esta catástrofe humanitaria. Si para entonces todo era desesperanza, entendió que era posible dar nacimiento a un modelo de vida basado en el amor al prójimo, el cuidado de la tierra y la unión entre los hombres. Su idea fue llevar a la práctica el testamento de Jesús: que todos sean uno, la fraternidad universal. Con iniciativas sociales, artísticas, políticas, culturales, económicas y educativas nació la primera Mariápolis. A principios de los sesenta, el movimiento llega a la Argentina de la mano de Lia Brunet y Vittorio Sabbione, y por medio de un acuerdo con la congregación de los capuchinos consiguen este espacio en Buenos Aires, un seminario que data de principios de siglo xx. Pronto llegaron doce focolarinos y desde la nada crearon la ciudadela.
“La palabra focolar significa calor de la familia, del hogar. La Mariápolis se estructura en pequeñas comunidades de laicos consagrados. Tratamos de vivir radicalmente en el amor al prójimo. La fraternidad nos da ánimo, más coraje para seguir amando, y creemos que con el amor podemos cambiar el mundo, no con otros medios”. El movimiento propone un estilo de vida que se basa en modelos cristianos, pero que es abierto a todas las creencias del mundo. “Creemos que en todas las religiones hay semillas de verdad y amor. En la Mariápolis demostramos que podemos unirnos a través de las diferencias”. La dinámica de la Mariápolis se desenvuelve en tres espacios dentro de la ciudadela: Campo Verde, Villa Blanca y Solidaridad; hombres y mujeres viven separados, al igual que los grupos familiares, que tienen sus viviendas en Solidaridad. Los jóvenes focolarinos –el movimiento tiene 4 millones de miembros en 182 países– vienen a vivir un año aquí, y trabajan en las diferentes áreas: taller de carpintería, tambo, huerta y atendiendo el hospedaje de Campo Verde.
“Los jóvenes de cada sexo viven en pequeñas familias en casas en la Villa Blanca. Cada uno tiene su labor: uno cocina, otro lava la ropa, limpia la casa. Luego tenemos actividades de formación humana, y dan su testimonio a la gente que viene”. La ciudadela se autogestiona, y es muy importante para ellos comunicar el mensaje de que otra forma de vida es posible. Una de las premisas del movimiento es difundir cómo se ha logrado vivir acá. “Estamos abiertos los fines de semana y nuestra casa de acogida –hotel– es una manera de tener un espacio para que aquellas personas que deseen pasar días de retiro y tranquilidad lo puedan hacer, a la par de comprobar cómo vivimos”. Attilio hace seis años que está en Buenos Aires, “pero si el movimiento me necesita en China mañana, tengo que irme”. Hay 63 Mariápolis distribuidas en 43 países. En la Argentina hay tres.
La Mariápolis es visitada durante los fines de semana por cientos de fieles y curiosos que disfrutan de los distintos jardines y espacios verdes. Todos son atendidos por los focolarinos. Este pequeño pueblo quiere ser un modelo humanitario al que los hombres de hoy, de todas las naciones y etnias, puedan mirar para soñar y construir un mundo mejor, más unido. “La pluralidad educa. Puedes tener un prejuicio con un país, pero cuando conoces a una persona de ese país, te das cuenta de las similitudes que te unen a ella, que todos esos prejuicios caen. Somos todos seremos humanos. Todos necesitamos afecto, que nos consideren; todo el resto son estructuras“. Attilio ajusta su faja de trabajo y regresa a sus labores. Algunos jóvenes regresan por un camino con carretillas cargada de tierra para llevarla a una huerta, otros fabrican muebles, todos están en actividad en esta escondida y promisoria ciudadela donde crece el germen de un mundo mejor.
Solanet, el pueblo de Gato y Mancha
La ruta provincial 29 es una recta interminable que se supone en algún tramo infinita. Parece que jamás se acabará. A un costado y al otro, la pampa en su completa extensión regala tranqueras aisladas y algún que otro árbol. Las aguadas al costado del camino dejan ver algunas cigüeñas, que despreocupadas picotean el pasto. El mar de pampa surge en un éxtasis que anima la visión, existe una conexión entre nosotros y ese horizonte infinito que nos habla en un mismo idioma de emoción. Solanet está dentro de este marco. El pueblo es una pequeña y bella aldea con algunos árboles que dan sombra, algunos patos que despreocupados cruzan la calle principal y perros que reciben al visitante moviendo alegremente sus colas con ladridos obligados. En esta tierra han nacido los mejores caballos de nuestro país.
María Graciela Cejas tiene un almacén, que antes era un taller. Hay un cartel que anuncia que desde el 1º de noviembre ya no se fía. Tiene un hijo que no se le despega. El almacén es amplio, fresco y cómodo. “Podés vivir, pero el tema son los fiados, aunque no me quejo; Solanet es muy tranquilo y me gusta estar acá”. Como buena representante de su actividad, tiene información precisa, y la da sin problemas. El pueblo tiene cincuenta habitantes, agua potable, una Junta Vecinal y un Club. “También tenemos internet, lenta, pero hay”. El pequeño pueblo, de una docena de casas, invita a caminar, bajo la sombra de los árboles y el silencio; así es Solanet.
El club no es igual a los que uno acostumbra a ver en los pueblos. Este es de chapa y fue hecho en 1931. En su interior, un grupo de mujeres está en plana actividad en la cocina, preparando una comida para esa noche. “Las mujeres lideramos”, advierte Marina, la cocinera, con las manos en la masa. Está haciendo en una inmensa olla el picadillo para varias docenas de empanadas. “Nos juntamos por el placer de juntarnos, seremos setenta, más o menos, es raro que la gente diga que no”. En una habitación del club hay cientos de libros. “Es el proyecto de nuestra biblioteca”, aclara María Graciela. Solanet en su soledad sueña y se organiza. En estos pueblos hay tiempo para todo. Es mediodía, los niños juegan a la pelota, libres en este patio natural pampeano sin fin, donde la infancia se nutre de perseguir sapos, cabalgar, descubrir vizcacheras, intentar agarrar algún cuis o subir a los árboles. Los niños en los pueblos no tienen más que abrir los ojos y hacerse a la vida, despreocupados.
“Es fácil de entender, los hombres trabajan en el campo y acá quedamos las mujeres”, explica Yanina, la dueña del otro boliche del pueblo. “A la tardecita se acercan a tomar la copa”, advierte y recuerda la vez que vino СКАЧАТЬ