Pero tenía una sensación inquietante que no se iba. Fue a finales de abril de 1985 cuando me zambullí en la edición recién llegada de mi adorada revista Swimming World. En la portada había una foto del equipo de Stanford, subidos en lo más alto del podio del campeonato de la primera división de la NCAA de 1985 celebrando la victoria con amplias sonrisas y con el puño en alto. No pude evitar preguntarme cómo sería nadar con esos tipos en la misteriosa California. No pude evitar fantasear y mucho menos podía imaginarme que podría convertirse en una realidad. Vale, yo era un nadador decente, pero estaba lejos de ser genial. Así que me lo quité de la cabeza por considerarlo un sueño imposible, apagué las luces e intenté dormirme. Pero no podía.
Al día siguiente decidí aparcar mis miedos, dudas e inseguridades, cogí el teléfono, llamé a información y pedí el número de la oficina del infame entrenador sargento instructor de Stanford, Skip Kenney. Con el sudor corriéndome por la frente, marqué nervioso. Y entonces, alguien al otro lado respondió.
—Natación de Stanford, el entrenador Knapp al habla.
Ted Knapp era el joven ayudante del entrenador de Stanford, un recién graduado y en su época un buen nadador. Me presenté, le expliqué que estaba interesado en Stanford y que ya me habían aceptado, y le dije cuáles eran mis tiempos en natación.
—No estoy seguro de ser suficientemente rápido. Vosotros tenéis tanto talento. Tanta intensidad. Sólo necesito saber si estoy perdiendo el tiempo.
Me preparé para el inevitable chasco.
—En absoluto, Rich. ¿Cuándo puedes pasarte y hacernos una visita?
No podía creer lo que escuchaban mis oídos.
Jamás olvidaré la primera vez que vi la avenida de palmeras de Stanford, un bulevar absolutamente maravilloso bordeado por palmeras que moría en la arenisca española del patio cuadrangular de Stanford, con su iglesia resplandeciendo bajo el sol que asomaba por detrás de las laderas de Palo Alto. De inmediato supe que no iría a Harvard.
—Son las vacaciones de primavera, así que el campus va a estar bastante tranquilo —me había dicho Knapp por teléfono—. La mayoría de los estudiantes se han ido, pero muchos de los nadadores siguen por aquí. Estoy seguro de que podrás conocer a alguno.
Me valía. Por una vez, el viaje no consistiría en irme de fiesta; consistiría en conectar con un lugar en el que ya me sentía en casa incluso antes de verlo. Los días siguientes los pasé dando vueltas por el campus y pasando el rato con estudiantes en chanclas y camisetas de tirantes jugando al frisbee y paseando en scooters de colores brillantes. Conocí a mis héroes de la piscina y visité las impresionantes instalaciones deportivas, incluida la piscina DeGuerre, el excelente estadio con piscina exterior de Stanford, muy distinta de las sombrías instalaciones de interior en las que había crecido. «¡Podré nadar bajo el sol todos los días!», pensé. Y lo que es más importante, me sentí bien acogido. El mensaje que recibí de los entrenadores y los nadadores fue que, aunque no fuera un campeón mundial ni tuviera una beca de deportista, había un lugar para mí en el equipo. Pero frente a mi experiencia en la Ivy League, lo que más me sorprendió de Stanford fue lo felices y positivos que parecían los estudiantes. Todos los que conocí me contaban con entusiasmo lo mucho que les gustaba Stanford. Mirase donde mirase, encontraba estudiantes felices arremolinados estudiando fuera bajo el sol, haciendo windsurf en Lake Lagunita y paseando en bicicletas de playa.
Me encantaba, era todo lo que no era Landon.
Cuando mis padres me recogieron en el aeropuerto, me lo notaron en la cara.
—Oh, oh —dijo mi madre con miedo de que su único hijo se marchara a California para nunca volver.
Evidentemente, ellos querían que fuera a Harvard. ¿Qué padre no querría? Pero, ante todo, lo que querían era que su hijo fuera feliz. Así que a Stanford. Esa misma semana, con mi carta de aceptación en Harvard en la mano —un documento embriagador parecido a un diploma en pergamino color marfil con mi nombre escrito en caligrafía gruesa—, llamé al entrenador Bernal para decirle que había cambiado de opinión. «¿Quién soy yo para decirle que no a Harvard? ¿Estás loco?», me dije a mí mismo. Pero me mantuve firme y comuniqué la noticia. No estaba contento. De hecho, no volvió a hablarme nunca más. Me sentí mal, pero sabía que había tomado la decisión adecuada. Estaba siguiendo a mi corazón.
Ese otoño, mi padre y yo cargamos la monovolumen Volvo verde y pusimos rumbo al oeste para cruzar el país camino de la universidad. Fue una maravillosa experiencia padre-hijo. Nos tomamos nuestro tiempo, visitamos el país y nos hospedamos en el Yellowstone Lodge, donde mi padre se pasó un verano lavando platos cuando estaba en la universidad. Para familiarizarme con ese entorno extraño, llegamos a la «Granja», un coloquialismo para el campus pastoral de Stanford, un par de días antes de tener que matricularme. Faltaban unas semanas para que empezaran los entrenamientos del equipo de natación, pero estaba decidido a empezar en buena forma. Así que mientras mis futuros compañeros se aclimataban al campus, yo opté por unirme cada día al legendario nadador Dave Bottom en la sala de musculación y en el Stanford Stadium para varias tandas de carrera subiendo las escaleras del estadio a toda máquina.
Llegó el día de matriculación y mi padre me llevó al Wilbur Hall para que me registrara en la residencia de estudiantes.
—Nombre, por favor —me dijo el profesor asistente encargado de inscribir a los nuevos residentes.
—Rich Roll —contesté mientras el personal de la residencia me recibía con sonrisas y risitas.
«Genial —pensé—. ¿Ya se están riendo de mí?». Se me activaron todas las inseguridades que Landon me había instalado con tanta eficacia.
—Por aquí —dijo un profesor asistente con una sonrisa inquietante mientras nos acompañaba a mi padre y a mí al vestíbulo de la primera planta, a una puerta adornada con una etiqueta que anunciaba los nombres de los futuros ocupantes: Rich Roll y Ken Rock.
El personal se arremolinó a nuestro alrededor observando mi reacción. Me llevó unos segundos, pero por fin me di cuenta de la broma. Venga, sí, vale, aquella sería la habitación «Rock and Roll». Aquel infame emparejamiento era una bromita clásica de Stanford, sólo igualada por «los cuatro Johns», a los que se les instalaba a propósito en una gran habitación al otro lado de la calle, en Banner Hall, la residencia de novatos más grande de Stanford. La historia corrió como la pólvora por el campus, lo que me dio una notoriedad instantánea que me perseguiría durante los cuatro años siguientes.
Por fin había dejado Landon atrás y estaba decidido a tener vida social, así que me dispuse a dejar mi impronta. En mi primera noche en Stanford fui a una fiesta en la que conocí a toda la gente que pude, incluidos todos los nadadores nuevos. Y a diferencia de lo que pasaba en Landon, donde el fútbol lo era todo, en Stanford los nadadores ocupaban un lugar especial en el estrato social. Por primera vez tenía la oportunidad de encajar y no pensaba dejarla pasar. Empezaron las clases y también los entrenamientos.
A pesar de no tener el estatus de un becario deportivo, decidí causar impresión en el equipo y en el duro entrenador, Skip Kenney, una figura intimidante que dirigía a su escuadrón de guerreros acuáticos como el general MacArthur comandaba sus tropas en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Así que hice lo que mejor se me daba: ir por el metro extra cada vez que podía. Durante los entrenamientos, compartía la calle de mariposa con el plusmarquista mundial Pablo Morales СКАЧАТЬ