Название: Superar los límites
Автор: Rich Roll
Издательство: Bookwire
Жанр: Сделай Сам
Серия: Deportes
isbn: 9788499106397
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Desde fuera podía parecer que me habían lanzado a los tiburones. Por las calles de la piscina pululaban niños responsables de docenas de récords nacionales de sus respectivos grupos de edad. Entre mis compañeros de equipo había varios clasificados para las pruebas olímpicas e, incluso, unos cuantos campeones nacionales. Si vivías en la zona de Washington D.C. y querías nadar con los mejores, sólo había un lugar al que ir, y era éste. Tenía mucho trabajo por delante para estar al nivel, así que no tardé en ponerme manos a la obra.
Con la determinación de ponerme lo antes posible a la misma altura que mis compañeros de piscina, rara vez falté a un entrenamiento. Y la mejora no tardó en hacerse evidente. Pero pronto me di cuenta de que me faltaba cierto grado de talento innato. Si quería ponerme al día y dar el salto a la categoría nacional, no podía confiar en mis cualidades naturales. Iba a tener que dar el do de pecho. Decidí centrarme principalmente en los 200 metros mariposa, que dado que se considera una de las categorías más difíciles y machacantes, eran pocos los que estaban interesados en nadarla. Eso me dio una ventaja inmediata. Menos interés y menos competidores suponían mayores posibilidades de éxito.
Quería suplir mi déficit de talento con el doble de distancia y mayor intensidad. Rick se dio cuenta y creó sesiones de entrenamiento especiales específicamente diseñadas para ver hasta dónde podía llegar. Pero yo nunca me eché atrás. Acepté de buen grado el sufrimiento que me supusieron rutinas tan inauditas como veinte repeticiones de 200 metros a intervalos descendentes con treinta segundos de descanso tras la primera repetición, reduciéndolos a tan sólo cinco segundos al final. O diez tandas de 400 metros mariposa consecutivas aumentando la velocidad en cada repetición.
Amaba el dolor y el dolor me amaba a mí; de hecho, nunca era suficiente, algo que mucho más tarde me serviría en los entrenamientos de alta resistencia. A nivel consciente, estaba haciendo todo lo posible para destacar. Pero en retrospectiva, sé que bajo mis sesiones diarias de tortura subyacía un intento inconsciente y masoquista de exorcizar el dolor de mi experiencia en Landon. Mi lucha por alcanzar la excelencia me hacía sentir vivo, al contrario que la desconexión y el aturdimiento emocional que definía mi vida en Landon.
En aquellos días, mi vida giraba íntegramente en torno a la piscina. Aparte de ir a la escuela, no hacía más que comer, vivir y respirar deporte. No importaba lo cansado que pudiera estar, nunca me quedaba dormido y solía ser la primera persona en llegar a los entrenamientos, por lo general para saltar del coche a la piscina. Incluso durante los temporales de nieve, cuando se suspendían las clases, me aventuraba en las calles heladas con el Volvo familiar, derrapando y patinando durante todo el camino para poder entrenar. Y como era más fiable que el propio entrenador, me dieron una llave de la piscina para que pudiera usarla aunque Rick llegara tarde o, aún peor, si no se presentaba, algo que pasaba de vez en cuando.
Tenía mis objetivos de tiempo escritos en letras gigantes en mis libretas de clase, en mi taquilla del instituto y pegados en el espejo del baño. Y cada milímetro del tablero de corcho que recubría toda la pared de mi habitación estaba cubierto de fotografías y pósteres de mis héroes, arrancados de las páginas de la revista Swimming World, plusmarquistas y campeones olímpicos como Rowdy Gaines, John Moffet, Jeff Kostoff y Pablo Morales. De todas mis fotos, mi favorita era la del extraordinario patinador velocista Eric Heiden embutido en su traje dorado, una instantánea que fue portada de Sports Illustrated durante los Juegos Olímpicos de Invierno de 1980, en Lake Placid. Heiden, con músculos en las piernas del tamaño de un tronco de árbol, había reescrito los libros de récords en prácticamente todas las categorías de patinaje de velocidad, desde el esprín hasta la larga distancia, haciéndose con cinco medallas de oro durante el proceso. Está claro que no era nadador, pero en mi cabeza era la quinta esencia de la virtud y la excelencia atléticas.
No tendría más de quince años cuando leí en The Washington Post que se llevaría a cabo una carrera ciclista profesional en la «Elipse», un gran tramo oval de calles situado pintorescamente frente a la Casa Blanca, en la Explanada Nacional, la extensión de césped que forma parte del famoso diseño del arquitecto francés Pierre-Charles L’Enfant para la capital de nuestro país. En aquella época, Eric Heiden acababa de hacer una extraña transición de patinador velocista a ciclista profesional y competía con su equipo 7-Eleven, el primer equipo profesional de élite de América. Arrastré a mi padre a la carrera y la viví con intensidad. Creo que papá se aburrió, pero yo nunca había visto tanto boato atlético. Del grupo de corredores agrupados a poca distancia conocidos como «pelotón» que daban vueltas en bucle a velocidades imposibles, me cautivaron tanto la banda sonora parecida al zumbido de una abeja al hacer girar las ruedas como el arco iris difuso que dibujaban los maillots de colores llamativos al pasar. Tras la carrera, me zafé de la seguridad para poder acercarme a la furgoneta del equipo 7-Eleven y pude entrever a Heiden charlando de manera informal con los periodistas. Nunca antes, y jamás después, me había sentido tan deslumbrado. Y, en ese momento, me enamoré del ciclismo. Quería competir en bicicleta, pero no conocía ningún otro niño que corriera. Además, no era el momento adecuado. Si quería destacar como nadador, ya casi no tenía margen de maniobra. Así que durante los siguientes 25 años no pasó de ser un sueño postergado.
Estaba obligado a seguir mi riguroso programa con precisión extrema. Mientras mis compañeros salían hasta tarde, experimentaban con las drogas y el alcohol, y se divertían en fiestas, a las que no me invitaban, con las chicas del instituto femenino hermano del Landon, el Holton Arms, yo seguía un estricto régimen de estudio, sueño, entrenamiento y competición. Aunque me hubieran invitado a esas fiestas, habría tenido que decir que no, más que nada porque estaba agotado. Y así, por defecto, me convertí en un hijo y estudiante modélico. Durante la semana no tenía nada de tiempo libre; sólo me daba para nadar, asistir a clase, estudiar y dormir. Mis objetivos no me permitían meterme en problemas, incluso los fines de semana. Me pasaba la mayoría de los fines de semana deambulando compitiendo por la Costa Este, desde Tuscaloosa a Hackensack pasando por Pittsburgh. Para las competiciones a las que se podía ir en coche, mis padres cargaban obedientemente la camioneta y me llevaban —y a veces también a mi hermana, que se había unido a mí en la piscina y que por derecho propio acabaría convirtiéndose en una nadadora destacada— a encuentros interminables que, como espectador, eran igual de emocionantes que ver crecer la hierba.
Pero pronto el trabajo empezó a dar resultados. Cuando tenía 16 años —algo más de un año después de unirme a Rick Curl—, conseguí mi objetivo de entrar en el ranking nacional, alcanzando el octavo puesto en 200 metros mariposa para mi edad. Me clasifiqué para las competiciones nacionales y empecé a viajar por todo el país para competir. En aquellos encuentros entré en contacto con muchas de las leyendas de la natación que decoraban las paredes de mi habitación. Todavía recuerdo mis primeros campeonatos nacionales júnior en Grainesville (Florida), en 1983. El segundo día de la competición, vi a Craig Beardsley y luego a un estudiante de la Universidad de Florida que andaba tranquilamente por el borde de la piscina. Craig, miembro del malogrado equipo olímpico de 1980 que perdió la oportunidad de competir por culpa del boicot del presidente Carter a los Juegos de Moscú, era en aquel momento el campeón mundial de mi especialidad: los 200 metros mariposa. Invicto desde 1979, mantuvo el récord mundial durante más de tres años consecutivos. Decir que era mi héroe es quedarse corto. Con asombro, le СКАЧАТЬ