Название: Superar los límites
Автор: Rich Roll
Издательство: Bookwire
Жанр: Сделай Сам
Серия: Deportes
isbn: 9788499106397
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En retrospectiva, no puedo culpar a los otros niños por reírse de mí. Se lo puse demasiado fácil. No pasaba desapercibido: tenía una debilidad que había que erradicar, que había que exponer y explotar como parte del orden natural de las cosas. Los niños siempre serán niños. Pero el hecho de que fuera inevitable, no suavizaba mi intenso dolor. En la parada del autobús al final de mi calle, Tommy Birnbach, Mark Johnson y una pandilla de niños mayores me daban empujones, seguros de que yo no les devolvería el golpe. Y tanto en el autobús como en la cafetería, solía sentarme solo. Durante los meses de invierno, los niños jugaban a robarme el gorro de lana que llevaba. En infinitas ocasiones, volvía a casa después de clase derrotado y sin gorro, con la cabeza gacha, y lloraba en los cálidos brazos de mi madre.
Y mientras yo seguía replegándome, los cursos transcurrían igual. Me daba lo mismo lo que pasaba en la clase. El tren académico estaba saliendo de la estación. Sólo estaba en tercero, pero ya me estaba quedando bastante atrás.
Mi consuelo llegaba en los meses de verano, cuando nos íbamos de vacaciones a las pintorescas cabañas del lago Míchigan con mis queridos primos, o al lago Deep Creek, en la Maryland rural. Y durante los días de descanso en Washington, se me podía encontrar en Edgemoor, la piscina y club de tenis local de nuestro barrio. Por aquella época, todo era diferente: por la mañana, mi madre simplemente nos llevaba a mi hermana y a mí a Edgemoor y nos dejaba allí todo el día bajo la supervisión de los socorristas hasta que se hacía de noche. De manera oficial entré en mi primer equipo de natación cuando tenía seis años, cuando cruzaba a estilo perrito la piscina y conseguía unos modestos resultados en los encuentros de la liga de verano. Pero los resultados no importaban. Desde el momento en que mi madre me sumergió siendo bebé, me gustó todo lo relacionado con el agua. Desde el olor del cloro hasta los silbatos de los socorristas, todo me gustaba. Y, sobre todo, lo que más me gustaba era el silencio de la sumersión, esa especie de sentimiento de protección uterina que me envolvía bajo el agua. ¿Qué puedo decir? Era una sensación de plenitud, de estar en casa. Y así, librado a mis propios recursos, aprendí a nadar.
Y aprendí a nadar deprisa.
Cuando cumplí los ocho años, ya ganaba con regularidad las carreras del equipo de natación de la liga de verano local. Por fin había encontrado algo que se me daba bien. Me gustaba formar parte del equipo y, más importante aún, me gustaba la autodeterminación de todo esto. Para mí fue toda una revelación la idea de que el trabajo duro y la disciplina me hacían único responsable del resultado, ya sea que ganase o perdiese.
Los encuentros de los equipos de natación de la liga de verano fueron el momento culminante de mi juventud. Me sentía parte de algo significativo y, aún más importante, con lo que me lo pasaba bien. El equipo de Edgemoor estaba formado por niños de todas las edades, de los seis a los dieciocho años. Yo admiraba a los niños mayores, incluso los idolatraba un poco, sobre todo a Tom Verdin, un adonis futuro alumno de Harvard que parecía tener todos los récords del mundo y que ganaba todas las carreras en las que participaba. Era un gran nadador y muy inteligente. Pensaba: «Algún día seré un gran nadador, como Tom». Así que le seguía a todas partes como un perrito, dándole la lata incansablemente hasta que me tomó bajo su protección. ¿Cómo has conseguido ser tan rápido? ¿Cuánto tiempo puedes aguantar la respiración? ¡Yo también voy a ir a Harvard! Y así todo el rato. Pero dicho sea a su favor, Tom me aconsejaba con paciencia. Me hizo sentir especial, que podía llegar a ser como él. Antes de irse a Harvard, incluso me dio su bañador, el que había llevado en muchas de sus victorias. Era una forma de cederme el testigo, y para mí eso fue lo más. Nunca lo olvidaré. «Que le den a todos esos niños del autobús», pensé. En ese mundo, podía ser yo mismo. Podía mirar a la gente a los ojos y sonreír. Incluso podía destacar.
Con diez años me fijé el primer auténtico objetivo deportivo: ganar el título de la liga de verano local para niños de diez años o menos en la categoría de 25 metros mariposa. Incluso sacrifiqué mis adoradas vacaciones de verano en el lago Míchigan y me quedé en casa con mi padre para ir a los entrenamientos, mientras mi madre y mi hermana se iban al norte para pasar el mes de julio. Por desgracia, no gané la carrera y por un pelo quedé en segundo puesto detrás de mi archienemigo, Harry Cain. Pero mi tiempo de 16,9 segundos era el récord del equipo, un récord establecido en 1977 y que nadie batió en casi treinta años. Y haber perdido por tan poco me creó la sensación de asunto pendiente, de trabajo que quedaba por hacer. Desde ese momento, invertí el ciento por ciento de todo lo que tenía. Era nadador.
En un intento de salvar mi vida académica y social en rápida desintegración, mis padres tomaron la sabia decisión de sacarme de la escuela pública. Y así, en quinto, entré en la escuela episcopal de St. Patrick, una escuela parroquial en la periferia de Georgetown, un cambio que me salvó la vida, literalmente. El personal de St. Patrick creó un entorno pedagógico y de apoyo basado en clases con pocos alumnos para atender al individuo. Por primera vez, sentí que encajaba. Mis notas mejoraron con rapidez e hice amigos. Mi profesor de quinto, Eric Sivertsen, incluso fue a mis competiciones de natación durante el verano para animarme. Había sido un largo camino desde que me miraba los pies en la parada del autobús.
Y mientras tanto, había mejorado mucho como nadador. Incluso había empezado a entrenar todo el año con un equipo formado por amistosos niños de la YMCA local.
Pero las cosas no tardaron en empeorar. Tras terminar la educación primaria en St. Patrick, tenía que volver a intentar encajar en una nueva escuela. En 1980 entré en la escuela para niños Landon, un centro de secundaria a lo Shangri-la que alardeaba de campos de entrenamiento de césped perfecto, mampostería de piedra y caminos rurales bordeados de grandes rocas pintadas de un blanco cegador. La Landon, considerada uno de los centros de secundaria más prestigiosos sólo para niños, era —y en cierta medida sigue siendo— un paraíso del machismo. Era un centro conocido tanto por su maestría en fútbol americano y lacrosse como por el precio de su matrícula de universidad de la Ivy League.
Por desgracia, yo no jugaba ni al lacrosse ni al fútbol. Y a pesar de mi dominio en desarrollo de las corrientes de cloro, seguía siendo el friki raro con gafas de culo de vaso que llevaba en silencio una manoseada copia de El guardián entre el centeno mientras mis compañeros de chaqueta de tweed y corbata con estampado madrás practicaban lacrosse en campos abiertos. No obstante, estaba orgulloso de que me hubieran aceptado en esta institución académica sin parangón... y mis padres también. Por aquella época, mi padre se había pasado al sector privado y trabaja en el bufete Steptoe & Johnson. Y mi madre, que acababa de obtener su licenciatura en educación especial en la Universidad Americana tras años de clases nocturnas, enseñaba a niños con dificultades de aprendizaje en la Escuela Lab de Washington. Pero incluso con ese aumento en los ingresos, mis padres tuvieron que hacer malabarismos con sus ahorros para poder pagar la exorbitante matrícula de la Landon. La educación que recibían esos estudiantes era un billete directo a un futuro brillante, y nunca olvidaré la determinación de mis padres por sacrificarse para garantizarme unos grandes ingresos. ¿Cuál era el problema? Que yo no encajaba. Era como agua en un mar de aceite.
Y no es que no lo intentara. Fue durante los meses de invierno de mi séptimo curso, lo que Landon todavía llama «Clase I», cuando decidí intentarlo en el equipo de baloncesto de secundaria. Si me vieras en aquella época, en mi poco elegante y torpe gloria, lo considerarías una maniobra arriesgada. Pero por algún extraño giro del destino, conseguí sobrevivir a los cortes y fui la última persona elegida para el equipo. El problema era que entre ellos no había sitio para mí; muchos llevaban jugando juntos СКАЧАТЬ