Название: Superar los límites
Автор: Rich Roll
Издательство: Bookwire
Жанр: Сделай Сам
Серия: Deportes
isbn: 9788499106397
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Subí una pequeña colina y vi a otro corredor que venía en mi dirección, la primera persona que veía en toda la mañana. Cuando pasó junto a mí, me dedicó un rápido saludo con la cabeza y levantó los pulgares. En ese pequeño gesto había algo que resultaba profundo. Era casi imperceptible, pero lo era todo, algún tipo de mensaje —quizá desde las alturas— que me llegó al alma. No sólo me decía que estaba bien, sino que iba por el buen camino, que de hecho no se trataba sólo de correr. Era el inicio de una nueva vida.
Finalmente, aunque no quería, me di la vuelta. No lo hice porque estuviera cansado, deshidratado o asustado, sino porque me di cuenta de que tenía programada una conferencia telefónica importante de la que no podía escaparme. Mientras bajaba una colina especialmente escarpada en el camino de vuelta, la razón me dijo que debía reducir la marcha, al menos. O mejor aún, ¿por qué no me paraba y descansaba? Pero en vez de eso, aceleré, utilizando una potencia que desconocía que tenían mis piernas y mis pulmones, intentando cazar un conejo que había salido de un arbusto. Estaba en la cima del mundo, tanto energética como literalmente, mirando al valle en la lejanía mientras bajaba por una cresta de arenisca y subía con fluidez otra escarpada pendiente, soportando lo que ahora era el sol del mediodía del desierto sin notarlo ni preocuparme. Y no sólo llegué de una sola pieza a la camioneta, sino que me sentí genial hasta el final, incluso al acelerar al máximo el ritmo durante los últimos ocho kilómetros, cuesta abajo, levantando la gravilla con las zapatillas cubiertas de polvo en el camino de vuelta. Volaba.
Cuando llegué al punto del que había salido cuatro horas antes, estaba abrumado por la absoluta certeza de que podría haber seguido todo el día. Tras revisar los mapas de la ruta, descubrí que había corrido más de 38 kilómetros sin ingerir agua ni comida alguna, lo máximo, por mucho, que había corrido en toda mi vida. Para un tipo que no había corrido más de unos kilómetros en muchos años, era algo increíble.
No fue hasta mucho después cuando me di cuenta del alcance y el impacto de esa mañana. Pero mientras aquella tarde me quitaba la mugre y la gravilla de las arañadas piernas, el cuerpo bullía ante la emoción y la posibilidad. Y de forma inconsciente, en mi cara se dibujó una sonrisa. En ese momento supe con certeza algo: no tardaría mucho en buscarme un reto, uno grande. Este tipo de mediana edad, que acababa de correr una gran distancia, que había despertado algo dentro de él, algo feroz y firme, y que quería ganar, pronto volvería al atletismo. Y no sería por simple diversión, sino para ser competitivo. De hecho, para competir.
CAPÍTULO DOS
SUEÑOS DE CLORO
Mucho antes de que conociera a Julie y de que escuchara la palabra vegano o pensara en subir corriendo una colina, incluso antes de que corriera un solo paso, por no decir antes de andar, yo nadaba. Todavía no había cumplido ni un año cuando mi madre levantó del suelo de cemento de la piscina del vecindario mi cuerpo flacucho y con pañal y me lanzó al agua, dejándome patalear y bracear. Esperó a que estuviera a punto de ahogarme para venir a rescatarme, cogiéndome mientras intentaba respirar. Pero no lloré. De hecho, según me dijo ella, sonreí y la miré de una forma que, según su interpretación, sólo podía significar una cosa: ¿cuándo puedo volver a hacerlo?
No puedo decir que me acuerde de ese momento, pero me habría gustado mucho. Lo que hizo podría parecer duro, pero sus intenciones eran buenas: quería que amara el agua. Era el mismo tipo de amor que definió su padre y mi tocayo, un hombre que murió mucho antes de que yo naciera y al que luego entendería, y que encarnaba bastante aquello en lo que luego me convertiría.
Así empezó mi larga historia de amor con el agua, una pasión que me llevaría lejos, aunque nada que ver con mi fascinación por las drogas. Fue una devoción que redescubriría en mi sobria mediana edad y que, una vez más, daría sentido y un objetivo a mi vida.
Mucho antes de ese día, Nancy Spindle era una animadora de intenso bronceado, brillantes ojos marrones y melena corta oscura que agitaba pompones por su amor del instituto, Dave Roll, que jugaba como central para el equipo de fútbol americano del Grosse Pointe High. Era 1957, cuando la vida parecía una serie de escenas extraídas de American Graffiti. Mi padre, conocido como «Muffin», era un aplicado estudiante de último curso con grandes sueños, un líder estudiantil popular y la pareja perfecta para una chica mona de sonrisa amable llamada «Spinner», unos años menor que él.
A pesar de la diferencia de edad y los kilómetros de distancia que les separaban cuando en 1958 mi padre fichó por el Amherst College, consiguieron que funcionara y volvieron a juntarse cuando mi padre volvió para asistir a la Facultad de Derecho de la Universidad de Míchigan, donde mi madre ya estaba estudiando y en la que era miembro de la hermandad Kappa Kappa Gamma.
Mi padre, estudiando diligentemente durante los meses de verano, consiguió terminar antes sus estudios de derecho, se casó con Spinner y fundó un bufete de abogados en Grosse Pointe, con una modesta casa en las afueras y un Dodge Dart blanco en la entrada. Y poco después yo llegué al mundo, el 20 de octubre de 1966. Nada en mi nacimiento indicaba que tendría futuro en el deporte. De hecho, más bien indicaba todo lo contrario. Fui un bebé débil, escuálido y con frecuencia enfermo, con tendencia a la otalgia y los ataques de alergia; un bizco debilucho habitual de la consulta del pediatra local.
Lo primero que recuerdo es el cumpleaños de mi hermana, Mary Elizabeth, dos años menor que yo. Para que no me sintiera «excluido», mis padres me compraron un taller mecánico de juguete. Para ser sincero, no recuerdo haber sentido ni el más mínimo indicio de abandono. De hecho, disfrutaba del tiempo que pasaba solo con mis juguetes, de la oportunidad de sumergirme en algo. Era una actitud que ya hacía sospechar que acabaría convirtiéndome en un solitario. Molly, a diferencia de mí, resultó ser un bebé robusto, fuerte y lleno de vigor. Por aquella época, la afectuosamente llamada «Butter Ball» [bola de mantequilla], un apodo que mi ahora preciosa hermana preferiría olvidar, era la apuesta segura para convertirse un día en la heredera Roll y ser una gloria deportiva, no yo.
En 1972, cuando tenía seis años, a mi padre le ofrecieron un puesto en la División Antimonopolio de la Comisión Federal de Comercio y nos mudamos a la zona suburbana de clase media conocida como Greenwich Forest, en Bethesda (Maryland), a las afueras de Washington D.C. Era un barrio seguro, lleno de familias jóvenes y del que recuerdo con claridad los cerezos en flor que cubrían las calles de rosa y blanco durante la primavera. Empecé primero en el colegio público local, Bethesda Elementary. Y los tres años siguientes marcaron mi caída por el tobogán académico del sistema público directo al abismo del exilio social preadolescente. Como niño nuevo en la ciudad, abrumado por los más de cuarenta niños por clase, me convertí en alguien realmente tímido. Para mí era fácil sumergirme en un mundo de fantasía, así que lo hice.
Y para empeorarlo todo, tenía un aspecto externo que no acompañaba. En un intento por fortalecer mi débil ojo izquierdo causante de mi estrabismo de nacimiento, bajo mis grandes gafas de carey llevaba un parche en el ojo derecho. Y por si eso no fuera suficiente, tenía que llevar una ortodoncia de arcos extraorales, un aparato de tortura de los años setenta en el que un alambre metálico emanaba de la boca y cruzaba las mejillas, donde se tensaba con ayuda de una banda elástica. Y luego estaba el parque infantil, ese horrendo coliseo del dolor. Incluso con gafas correctoras, siempre carecí del más mínimo indicio de coordinación mano-ojo. De hecho, hoy por hoy, sigo sin poder lanzar ni atrapar una pelota aunque me fuera la vida en ello. Huelga decir que siempre era el último al que escogían para los juegos, ya fuese sóftbol, fútbol americano de toque o СКАЧАТЬ