Название: Oscar Wilde y yo
Автор: Oscar Wilde
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9789506419943
isbn:
En una exposición de cuadros de Whistler celebrada en Londres, un crítico de arte manifestaba que una obra le parecía buena, otra mala, y así.
–Amigo –lo interrumpió Whistler– jamás diga que este cuadro es bueno y aquel malo. Diga “Este me gusta”, “Aquel no me gusta” y estará en su derecho. Ahora venga a tomar una copa, que seguro le gustará.
–Me gustaría haber dicho eso –exclamó Wilde con un gesto de aprobación.
–Ya lo dirás, Oscar. Ya lo dirás –respondió socarronamente Whistler.
34. Pajarito de cabeza negra, pardo, manchado de negro en el lomo y con el vientre rojizo.
35. Shall y will sirven para formar el futuro de los verbos. El primero significa que algo se hará u ocurrirá; el segundo, la firme intención de hacerlo, siendo, en consecuencia, el primero de índole objetiva, y el segundo, subjetiva.
Capítulo V
Nuestros amigos comunes
Según el libro de Ransome —cuyos pormenores biográficos, como él mismo confiesa, fueron precisados por míster Robert Ross—, Oscar Wilde era hijo de William Wilde, “hecho Knight en 1864, oculista célebre, hombre de gran actividad intelectual, de carácter voluble, mujeriego, dado a la buena vida, enamorado de las estrellas errantes y de las tormentas”.
He aquí ciertamente una manera ingeniosa de presentar a la credulidad popular un carácter francamente antipático. Al padre de Wilde lo hicieron Knight, es verdad, pero solo Dios sabe quién fue su abuelo. Conviene también advertir que, aun dando por sentado que sir William Wilde fue un distinguido oculista, lo cierto es que empezó siendo boticario y durante muchos años regenteó una farmacia en un modesto barrio de Dublín. Los señores Ransome y Ross hacen bien en confesar que era mujeriego, y yo les agradezco el dato si consideramos que William Wilde se vio envuelto en un proceso por haber abusado de una de sus pacientes, sin contar con que todo el mundo ha oído hablar de su reyerta con cierto maligno veterinario que le arrojó a la cara uno de los mejores sarcasmos que jamás hayan salido de la boca de un hombre de chispa.
Quizá no esté de más recordar que jamás he concedido gran importancia a las ventajas de una buena cuna. Cuando tropiezo con alguien simpático, como dé muestras de bien educado no me pongo a averiguar si su padre fue cochero o estuvo en la cárcel por haber robado cucharitas. Pero al mismo tiempo siempre me han inspirado desprecio esos individuos que, no teniendo árbol genealógico, se jactan de descender de una gran familia e inventan toda suerte de leyendas en socorro de sus pretensiones.
Sin embargo debo reconocer, ya que de ello hablamos, que Wilde tuvo siempre buen cuidado de no mencionar, delante de mí, su parentela y jerarquía. Confesaba proceder de la buena burguesía irlandesa y se jactaba de haberse elevado hasta los honores académicos, no gracias al dinero sino únicamente a su talento. Por lo menos así lo hacía al principio de conocernos. Más tarde, después de haber renunciado a la bohemia y a la conquista del gran mundo, comenzó a considerarse como una inmensa figura social, haciéndosele más fácil imaginar que había nacido en cuna aristocrática y que todos los suyos pertenecían a lo que Burke, si no me equivoco, llamó “las grandes clases oficiales”. Yo solía reírme de sus humos y él se plegaba de buena gana, reconociendo, por lo general, que eran estúpidos. Pero lo cierto es que hasta el fin de su vida sostuvo el mito de su origen y de su nobleza, poniendo siempre empeño en afectar aires aristocráticos.
Sus biógrafos, a su vez, han recogido y propalado esa brillante impostura, haciéndole creer a la caterva de papanatas y fervientes admiradores de Oscar Wilde que su ídolo fue lo que aquella señorita del cuento llamaba “un gentleman por derecho propio”.
“Los Wilde”, dice el celoso míster Ransome, “gozaban de la consideración de toda la ciudad de Dublín” y “los compañeros de colegio del niño sabían quién era su padre”. Sí, puede que así fuera, pero por razones muy distintas de las que míster Ransome quiere dar a entender.
Antes de conocerme, Wilde no había sido admitido en la alta sociedad, y aunque durante todo el tiempo de nuestra amistad hiciera esfuerzos desesperados por lograrlo, no lo consiguió sino a medias. Resultaba demasiado snob para que pudiese ser apreciado por aquellos cuyo trato buscaba con ahínco. No he podido comprender jamás cómo un hombre de su talento y de su valor intelectual podía ansiar tan locamente intimar con ciertas personas, de lo más romo y apagado que puede haber en el mundo. Pero lo cierto es que para Wilde no había nada como un lord, y era capaz de apechugar toda suerte de contrariedad con tal de cambiar una o dos palabras con una duquesa. A los comienzos de nuestra amistad no conocía a nadie, y por más que su nombre rodara por las columnas de los periódicos y el Punch reprodujera de cuando en cuando su retrato, jamás se lo veía por aquellos sitios donde en secreto anhelaba ser admitido, aunque para lograrlo tuviera que vender el alma al diablo. Me contaba que en Magdalen había logrado trabar amistad con un duquesito soltero; pero que antes que ese tenue rayo solar hubiera podido iluminar su existencia por espacio de uno o dos años, el duque se casó y la duquesa puso de inmediato fin a aquella intimidad.
La pandilla de amigos personales y de conocidos de Oscar Wilde hubo de chocarme, pues me parecían bastante raros, solo que él me aseguró que eran superiores y muy simpáticos, todos más o menos abocados a la gloria. Con la inexperiencia de la juventud, tomé esto al pie de la letra, atribuyendo mi incapacidad para apreciarlos a mi falta de perspicacia.
En aquel firmamento de personalidades y de genios en que Wilde me introdujo, destacaban, como astros regentes, míster Robert Ross y míster Reggie Turner36. Si se ha de otorgar crédito a las acusaciones emitidas contra mí en el proceso Ransome, cuando Wilde convidaba a esos señores a cenar, lo hacía en Soho, alrededor de una botella de Médoc de un chelín; mientras que cuando yo, lord Alfred Douglas, era su huésped, siempre cenábamos en Casa Willis, en un reservado, con acompañamiento de pasteles importados de Estrasburgo y de un champán de precio exorbitante. Pero la verdad es que los cuatro juntos nos hemos bebido muchos modestos whiskies and soda en el café Royal, donde también almorzábamos sin grandes derroches pecuniarios. Wilde era un glotón insaciable; creo que hubiera podido vaciar en un día las bodegas de un cosechero, y su capacidad digestiva respecto del whisky con soda no tenía límites. Lo más asombroso es que nunca llegaba a emborracharse, aunque desde las cuatro de la tarde hasta las tres de la madrugada no estuviese nunca sereno. Cuanto más bebía, más hablaba, y sin whisky no acertaba a hablar ni a escribir.
Después de los señores Ross y Turner, Wilde me presentó al difunto Ernest Dowson37, que, por la razón que fuera, tenía siempre aspecto de hombre asustado; a míster Max Beerbohm, que se burlaba muy donosamente de cuanto decíamos, y a míster Frank Harris, que por aquel tiempo, lo mismo que hoy, llevaba unos suntuosos tapados de piel y hablaba con ese tono mimoso que tanto divertía a sus amigos. Todos ellos formaban una alegre peña, aunque, por desgracia, muy despreocupada.
Hablaban de poesía, de arte, de política, y ninguno de ellos parecía tener nada que hacer, aunque algunos, según creo, tuviesen sus obligaciones. En una palabra, resultaban muy divertidos.
Con el tiempo, mi amistad con Wilde fue haciéndose más sólida hasta que nos convertimos en íntimos. Yo lo СКАЧАТЬ