Название: El Doctor Centeno (novela completa)
Автор: Benito Perez Galdos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664189493
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Y más adelante, dominado siempre por inexplicable vergüenza y terror, decía Centeno:
—¡Me ha visto, me ha visto!
Cuando llegó á la casa, ya don Pedro había entrado. Felipe pensaba de este modo: «Ahora, por lo que he visto y por lo que he tardado, me desuella vivo.» Pero no fué así. Doña Claudia dormía ya, y Marcelina, que no quería alborotar á deshora la casa, tan sólo le dijo:
—Mañana, mañana te ajustará mamá las cuentas...
¡Siniestra y misteriosa figura! Don Pedro se paseaba en el comedor, meditabundo. Felipe deseaba que le tragase la tierra, ó que el señor se quedase ciego para que no le pudiese mirar. Fingiendo hacer alguna cosa, evitaba los ojos de su amo; pero al fin, en una vuelta que dió, encontrólos inesperadamente... ¿Qué expresión era aquélla? ¿Qué decían aquellos ojos?
Turbóse más Felipe observando que los ojos del capellán, al mirarle, no echaban llamas de ira. Expresaban algo que él no entendía, una perplejidad terrorífica, el estupor del calenturiento. ¡Ah! Felipín era muy chico y no sabía leer en las fisonomías; apenas deletreaba. No podía entender bien la zozobra del grande ante el pequeño, el despecho formidable del vendido por el acaso, el temblor del león delante de la hormiga, la humillación trágica del poder ante la debilidad.
Don Pedro no dijo nada, y se metió en su cuarto.
XIII
En la clase, al día siguiente, Felipe temblaba más que de ordinario. Pero contra su creencia, Polo no le tomó lección ni le aplicó ningún castigo. Podría creerse que se proponía no mirarle y como figurarse que no existía. Estaba el señor triste, fosco, entenebrecido y como avergonzado. Lo poco que tenía que decir decíalo en voz baja, y desparramaba miradas sombrías y recelosas por toda el aula. De rato en rato veíasele apretar los dientes y juntar uno contra otro los labios, cual si quisiera hacer de los dos uno solo. Aun de lejos podían observarse en la piel de su cara movimientos y latidos enérgicos, ocasionados por la contracción de los músculos maxilares. Pensaría cualquiera que el buen capellán se mascaba á sí mismo.
Por último, llegó Felipe á sentirse lastimado del poco caso que su amo y maestro hacía de él. Aunque le tirase de las orejas y le diera alguna bofetada, habría preferido que don Pedro le tomase lección, y que le mirara y atendiera. Tan marcado desdén era quizás una forma extraña y traicionera de la ira. Felipe tenía presentimientos y sentía en su alma un desasosiego inexplicable. Pero aún le quedaba mucho que ver. Ocurrirían casos con los cuales había de llegar al último grado su sorpresa. Por la noche, doña Claudia, mientras se comía su salpicón, reprendíale por haber dejado de hacer no sé qué. Él, callado, oía la terrible plática sin contradecirla. Considerad su asombro cuando vió que don Pedro á su defensa salía. ¡Cosa fenomenal, inaudita y tan peregrina como la alteración de las órbitas celestiales!... Don Pedro, ya dispuesto para salir, bastón en mano, paróse ante su madre, y dijo estas benévolas y santas palabras:
—¡Qué diantre! si no lo ha hecho será porque no habrá tenido lugar.
Después le miró. ¿Era indulgencia, era temor lo que en el rayo de su mirada resplandecía? ¿Era el más terrible de los odios, ó traición, debilidad, cobardía, el agacharse de la fiera herida? Fuese lo que quiera, Felipe, inocente, lo interpretó como señal de amistad. Púsose muy contento, y diéronle ganas de contestar de mala manera á doña Claudia, mandándola á paseo.
También aquella noche salió á la calle á traer de la botica aceite de beleño que la señora usaba para combatir el ruido de oídos. Dice Clío que por las noches le zumbaban á doña Claudia en el órgano auditivo los números de la lotería, y que para aliviarse de esta molestia se ponía algodones mojados en cualquier droga narcótica. Cuando Felipe salió, dijo la Cortés á su hija:
—Parece chanza; pero lo podría jurar. En los oídos me suena el 222... créelo que me suena.
Felipe no pudo ver sino breves instantes á Juanito; pero éste tuvo tiempo para hablarle del encuentro de la noche anterior, y añadió esta observación maligna:
—Á mamá le conté lo que vimos. ¿Hijí... sabes lo que dice mamá? Que tu amo es un buen peje, y las chicas esas unas cursis.
Indignadísimo y avergonzado Felipe, sólo contestó á su amigo dándole un empujón hasta ponerle en medio del arroyo. Que no se pegaran aquella noche, fué prueba evidente de su cordial y sólida amistad. Felipe no podía pensar nada malo de su maestro, á quien tenía por el mejor y más completo de los hombres, sin que alteraran esta opinión la crueldad y saña de que eran víctimas los alumnos. Y tan gratamente impresionado estaba el ánimo del buen Doctor con las palabras que en su defensa había dicho don Pedro aquella noche, que subió al desván pensando en él y representándose una escena, un lance en que los dos, maestro y discípulo, eran muy amigos y se contaban cariñosamente sus respectivas cuitas y aventuras.
Antes de acostarse, se puso la cabeza del toro y jugó larguísimo rato. Algunas figuras quedaron en disposición de ir á la enfermería... «¡Oh!—pensaba él.—Si me atreviera... si me vieran entrar con mi cabeza de animal... ¡María Santísima!... ¡Pues sí me atreveré! Don Pedro no me dirá nada. Es mi amigo y me quiere mucho... Si sabe que llevo allá mi cabeza, se reirá, y... Claro, hoy por tí y mañana por mí... Todos pecamos.»
Al día siguiente, doña Claudia dió un grito, ¡ay! y con tanto énfasis señaló un punto de la Lista grande, que hizo en ella un agujero pasando su dedo á la otra parte. El 222 había tenido un premio pequeño, tan pequeño que no valía la pena de celebrarlo con grande algazara. No obstante, el feliz suceso era tan raro, que la señora alborotó la casa.
—Anda, corre, vuela—dijo á Felipe después de comer.—Lleva la lista á doña Enriqueta (la fotógrafa) y á Amparo. Pobre Amparo, ¡cuánto me alegro! le han tocado seis pesetas. Diles que mañana se cobrará y que vengan á recoger su parte.
La mañana en que debía cobrarse el capital ganado (obra de ciento sesenta reales), llegó con la puntualidad de todos los mañanas que se convierten en hoy, haya ó no en ellas cantidades que ganar ó perder. Era jueves, día de medio asueto en la temporada de verano. Por la tarde los chicos se iban de paseo, y don José Ido descansaba de sus hercúleas tareas... Era jueves, y Andrés Pasarón, el hijo del tendero de ultramarinos, había pegado en una tabla del solar el cartel risueño de azul y oro que decía: «Corría extralinaria á munificio de la Munificencia,» con toda la relación de los toros, diestros, ganadería, divisas, suertes y demás pormenores cornúpetos... Era jueves, y toda la clase se había dado cita en el solar. El día era espléndido, risueño como el cartel, y también de azul y oro. El alma de Felipe despedía centelleos de esperanza, de temor, de miedo, de alegría. Andaba por la casa afanadísimo, desplegando una actividad febril para desempeñar en poco tiempo todos los servicios que le correspondían aquella tarde.
Había formado propósito de escaparse si no le dejaban salir. Estaba frenético. Su anhelo era más fuerte que su conciencia. ¡Ay! tarde de aquel día, ¡qué hermosa eras! Eras un pedazo de día, rosado y nuevecito, lo más bello que se había visto hasta entonces salir de las manos laboriosas del tiempo... Creyó Felipe que el Cielo se le abría de par en par cuando don Pedro llegó á él y le dijo, sin mirarle de frente:
—Felipe, ya has trabajado bastante. Toma dos cuartos y vete á dar un paseo.
¡Estupor!... Felipe creyó que el Ángel СКАЧАТЬ