El desafío de la cultura moderna: Música, educación y escena en la Valencia republicana 1931-1939. AAVV
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      Los intelectuales jóvenes de izquierda, en cambio, expresaron con fuerza el valor. Tenían el entusiasmo de construir un país con una democracia popular, regenerado y más justo. No combatían solo para derrotar a los rebeldes y defender la legitimidad republicana, sino además por sacar adelante la revolución (que no se ponen de acuerdo en definir y polemizan sobre sus contenidos). Sentían el afán de ser fieles y servir a la que consideraban la auténtica «masa espiritual española» (Sender, 1932), en cuyas «fuerzas anárquicas» buscan el sentido de la cultura, dirá Rosa Chacel (Hora de España, 1). Se proponían persuadir a sus conciudadanos (y también a los intelectuales del mundo entero) de estar al lado de la justicia y defender a un «pueblo atropellado» por «los bárbaros del crimen» (Hernández, 2017: 67). Para ellos, la lealtad a la República –además de una obligación de defenderse de la zarpa fascista– era fundamento de la misma condición humana. Era «la razón del mundo», dirá María Zambrano, para quien la lucha de los españoles es «afrontar un horizonte más allá de todos los que hemos contemplado» (2011: 141). Y así pues, se afanaban en sus tareas: el fusil, la escuela, la prensa, el artículo, el cursillo, la conferencia, el cartel, el teatro, la salvaguarda del patrimonio, el cancionero popular... «Un viento de deberes los sobrecogía a todos… Nadie dormía. Se vivía más y por adelantado», escribió Max Aub (1978: 41). Un ejemplo de esta hiperactividad nos lo ofrece el profesor de Ciencias de Valencia José Morera Arrix, que, además de participar en la docencia de su facultad y ser voluntario a disposición del mando, colaboró como químico de la Consejería Provincial de Sanidad, organizó y dirigió una unidad de instrucción y defensa contra gases, elaboró proyectos y sistemas de defensa antigás y trabajó en el laboratorio de su facultad adscrito al Servicio de Defensa (Archivo de la Universitat de València, AUV, Ciències, c. 756). Como él hubo otros muchos, en particular los médicos.

      El grupo valenciano de la generación de los 30 antes citado pertenecía a la categoría de los intelectuales jóvenes. Colaboraron en la construcción y defensa de una cultura moderna para la cultura valenciana, se integraron en la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura (donde convivían sensibilidades diversas de izquierda) y publicaron en Nueva Cultura. En el II Congreso de Intelectuales, Carles Salvador, en nombre del grupo, presentó una «Ponencia» que los define:

      És aquesta, indubtablement, la lluita final i decisiva dels valors absoluts del món. Juguen avui, sobre el tapís espanyol, dos valors absoluts, totals i definitius: l’ésser i el no-ésser. Amb poques paraules: l’afirmació i la negació de l’home i, per consegüent, el pervindre del món, el pervindre de la cultura (AA. VV., 1937: 177).

      A medida que la guerra avanzaba, las bombas fascistas minaban la vida y la moral y la República perdía, aquellos jóvenes intelectuales radicalizaban su voz. Si los veteranos se parapetaban y elogiaban a los soldados que los defendían (Machado, 1999), los jóvenes, con frecuencia en la trinchera, llegaban más lejos. Ramón Gaya escribía en 1936: «No disparáis contra los cuerpos de unos hombres, sino contra los cuerpos de unas ideas que envenenaban la atmósfera y el aire» (2010: 717). Muñoz Suay decía en un congreso de estudiantes en febrero de 1938: «Cortemos de cuajo al enemigo. Aplastémosle contra las piedras de nuestro suelo nacional. Clavémosle en su corazón nuestra bandera de independencia. Ni un solo gesto de piedad» (Riambau, 2007: 83). Era la guerra.

      Sin embargo, no debe ocultarse que este entusiasmo en el que participaban los jóvenes (intelectuales o no), animados por la propaganda, tenía su contrapunto y su pavor. Entre los intelectuales mayores hubo escepticismo y pesimismo por la guerra, como nos muestra el propio Manuel Azaña. Pero también hubo jóvenes que no quisieron hacerla. Muchos que sentían horror a la guerra, «psicosis de trinchera», «neurosis de guerra por miedo insuperable», como diagnosticaban a veces los médicos de campaña o como expusieron en ocasiones los comisarios. Y se produjeron huidas, deserciones, automutilaciones y un endurecimiento de la legislación en la zona republicana, especialmente a medida que avanzaba (y se perdía) la guerra (Núñez-Balart, 2012; Romeru y Rahona, 2017).

      LA EDUCACIÓN EN GUERRA. VALENCIA EN EL NUEVO MAPA UNIVERSITARIO

      Tras las elecciones de febrero del 36 y la victoria del Frente Popular, la política educativa republicana volvió a sus orígenes. Marcelino Domingo ocupó el Ministerio de Instrucción y se inició la revisión legislativa de los gobiernos de derecha. Cataluña recuperó la autonomía y su Universidad el patronato y al rector Bosch Gimpera. La prioridad de la escuela primaria volvió a relanzarse con un nuevo plan de creación de escuelas, así como el proyecto de desarrollar la enseñanza laica, creándose nuevos institutos y convocándose plazas de profesorado. Pero la guerra alteró las circunstancias y la educación en la zona republicana inició una nueva etapa muy distinta. El peso político de las organizaciones obreras y sindicales, la diversidad de poderes, las iniciativas educativas de las organizaciones sindicales y obreras, la lucha contra el analfabetismo, las milicias de la cultura, las Brigadas Volantes, los clubs de educación del ejército, las escuelas de militantes y, en fin, la difusión cultural de los medios de comunicación y propaganda nos sitúan ante una experiencia tan singular como excepcional (Fernández, 1984; Mayordomo y Fernández, 1993).

      La educación, especialmente la primaria y la alfabetización de adultos, fue considerada como factor de articulación ideológica. De la escuela «neutral», con maestros liberales y respetuosos con la conciencia de los niños, se pasó a la escuela «antifascista», que se planteaba comprometerlos políticamente con la causa. Aunque no faltaron pedagogos anarquistas, como Joan Puig Elías, que no querían que «se envenenase» la conciencia del niño, la escuela que predominó estuvo politizada. Se incidió en la escolarización masiva y la alfabetización de adultos. Pese a la guerra, se crearon unas 7.000 escuelas, aprovechando confiscaciones de edificios religiosos, particulares y colegios confesionales, con lo que se consumaba de un plumazo la Ley de Congregaciones. Otra cuestión fue el problema de los maestros: muchos estaban movilizados y algunos habían sido depurados, por lo que hubo que improvisar personal para atender las necesidades mediante cursillos breves y certificados de aptitud, contratándose a personas procedentes de escuelas laicas o ligadas a las organizaciones de izquierda. Estas circunstancias repercutieron en la calidad, pero no empañan el esfuerzo por la escolarización de la población infantil y la alfabetización de adultos y soldados. La enseñanza secundaria también conoció experiencias similares de concepciones y planteamientos comprometidos con el antifascismo e iniciativas revolucionarias, como el intento de abrir este nivel educativo a trabajadores, preparándose bachilleratos abreviados e institutos para obreros (Ibáñez, 2018).

      En la Universidad, la historia fue diferente. La juventud, en Europa, conoció el empuje de un protagonismo social inédito desde la posguerra de 1914-18. En España también: se politizó combatiendo el Plan Callejo. Nació entonces la Federación Universitaria Escolar (FUE), expresión de la politización izquierdista de muchos estudiantes, mientras otros reforzaron la obediencia católica intransigente u otros más se vieron, desde 1933, atraídos por el SEU, el fascio universitario español.

      Pero, para la Universidad republicana en guerra, nos interesan los jóvenes de izquierda. «El artista joven –escribirá Ramón J. Sender en 1932 en Orto– espera la revolución a la que se entrega en cuerpo y alma». Miguel Hernández lo versificó con la fuerza de su palabra, ya en marcha la guerra (Viento del Pueblo, 1937):

      Los quince y los dieciocho,

      los dieciocho y los veinte…

      Me voy a cumplir los años

      al fuego que me requiere,

      y si resuena mi hora

      antes de los doce meses,

      los cumpliré bajo tierra.

      Yo trato que de mí queden

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