3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ pareció resplandeciente de verdad, lo mismo que me parece resplandeciente de luz el sol del mediodía, me puso de un admirable buen humor. Y como afortunadamente, por el teléfono, yo no podía percibir el perfume turbador que usa Mercedes, ni la fastuosa palidez de sus perlas, ni el suave brillo de su vestido de terciopelo, ni aquella encantadora sonrisa que es un escándalo de labios rojos y de dientes blancos; como por el teléfono, repito, no me era dado el percibir esta serie de circunstancias, las cuales a más de la persona, contribuyeron a despertar en mí el día de su visita aquel importuno sentimiento de timidez, libre por completo de dicho sentimiento, me fue dado el contestar con mucha elegancia a su amabilidad diciendo: que si tal opinaba ella, yo entonces, me vería obligada a creer que su casa era como los severos y desnudos claustros de los conventos en donde los monjes acaban por olvidarse de sí mismos a fuerza de no mirarse nunca en los espejos.

      Esto dije a Mercedes, lo cual era decir en pocas palabras que su belleza es superior a la mía, cosa que puede pasar como finura, pero cuya falsedad salta inmediatamente a la vista. Mercedes es muy linda, sí, Mercedes es preciosísima, pero yo soy todavía mucho más bonita que ella. No cabe duda; soy más alta; más blanca; tengo más sedoso el pelo; tengo mejor boca y muchísima mejor forma de uñas. La gran ventaja de Mercedes sobre mí es aquel refinamiento suyo, sí; aquel chic incomparable… ¡claro! si todo lo encarga siempre a París… ¡Ah, si yo tuviera dinero!… ¡Ah, si tío Eduardo no me hubiera quitado las tres cuartas partes que me correspondían en San Nicolás!

      Pero volviendo al teléfono:

      Después de aquellas mutuas y galantes réplicas, y después de muy cariñosas despedidas, se dio por terminada nuestra conversación. Yo entonces, me vine aquí, a mi cuarto, le eché dos vueltas de llave a la puerta, con el objeto de que tía Clara no entrase de sopetón, a cortar por segunda vez el hilo de mis pensamientos, y así, tomada esta precaución, comencé a deliberar. Lo primero que hice, fue abrir la hoja de mi armario de luna e instalarme de pie frente a él, es decir, hacia el lado derecho del armario, que es donde se alinean en fila todos mis vestidos. Una vez allí, con los dos brazos en jarras sobre la cintura, actitud esta que diga lo que diga Abuelita es sumamente propicia en los momentos de gran indecisión, poco a poco, fui pasando revista. Y así mientras mis ojos iban de un vestido a otro vestido, mis labios murmuraban por lo bajo a modo de letanía:

      —¿Cuál me pondré? ¿Cuál me pondré? ¿Cual me pondré?

      Y por fin resolví ponerme mi vestido de tafetán.

      Ya resuelto este primer problema, arrastré mi silloncito hasta colocarlo junto a la ventana, me senté en él adoptando una posición muy cómoda, y comencé a pensar así:

      —Seguramente que esta noche irá también a la comida el tan anunciado y tan cacareado Gabriel Olmedo. Sí; no hay duda que irá y que me lo presentarán hoy mismo. Bien. Hay que tener en cuenta las leyes draconianas que Abuelita y tía Clara suelen aplicar a la cuestión del luto: un invitado extraño puede dar a una comida cierto aspecto de fiesta, y si ellas, por desgracia, se dan cuenta del aspecto: ¡patratrás! o me llaman «hija sin corazón» lo cual es muy desagradable, o me dejan sin ir a la comida lo cual es mucho más desagradable todavía. ¿Qué hacer?

      Y como en el almacén de mi cabeza, nunca faltan recursos para allanar el conflicto, a guisa de precaución, decidí elaborar la siguiente mentira: Diría que Mercedes se encontraba sola, solísima, completamente sola, que su marido estaba ausente y que por esta razón me invitaba ella para que fuese a acompañarla.

      Y es claro, luego de haber resuelto este segundo interesantísimo problema de la eliminación de comensales, me quedé tan satisfecha como debe quedarse un general después que ha trazado su plan de batalla.

      Pero ahora, en forma de comentarios digo, que es verdaderamente prodigiosa, la rapidez y la profundidad con que ha echado raíces en mí, esta costumbre de mentir. Desde que vivo con Abuelita miento a cada paso, lo cual ha servido de gimnasia a mi imaginación, que se ha desarrollado muchísimo, adquiriendo a la vez agilidades asombrosas. Hace algún tiempo yo no mentía. Despreciaba la mentira como se desprecian todas aquellas cosas cuya utilidad nos es desconocida. Ahora, no diremos que la respeto muchísimo, ni que la haya proclamado diosa y me la figure ya, esculpida en mármol con una larga túnica plegada y un objeto alegórico en la mano, al igual de la Fe, la Ciencia o la Razón, no, no tanto, pero sí la aprecio porque considero que desempeña en la vida un papel bastante flexible y conciliador que es muy digno de tomarse en consideración. En cambio, la Verdad, esa victoriosa y resplandeciente antípoda de la mentira, a pesar de su gran esplendor, y a pesar de su gran belleza, como toda luz muy fuerte, es a veces algo indiscreta y suele caer sobre quien la enuncia como una bomba de dinamita. No cabe duda de que es además un tanto aguafiestas y la considero también en ocasiones como Madre del pesimismo y de la inacción. Mientras que la mentira, la humilde y denigrada mentira, no obstante su universal y malísima reputación, suele, por el contrario, dar alas al espíritu y es el brazo derecho del idealismo, ella levanta al alma sobre las arideces de la realidad, como el globo vacío levanta los cuerpos sobre las arideces de un desierto, y cuando se vive bajo la opresión nos sonríe entonces dulcemente, presentándonos en su regazo algunos luminosos destellos de independencia. Sí; la mentira tiende un ala protectora sobre los oprimidos, concilia discretamente el despotismo con la libertad, y si yo fuera artista, la habría simbolizado ya, como a su dulce hermana la Paz, en la figura de una nivea paloma, tendido el vuelo en señal de independencia y ostentando una rama de olivo en el pico.

      Sé perfectamente bien que estas ideas son para escritas y no para dichas. Si acertara a enunciarlas delante de Abuelita, por ejemplo, ella se pondría inmediatamente las dos manos abiertas sobre los oídos y me cortaría la palabra diciendo:

      —¡Jesús! ¡Qué de necedades! ¡Qué de disparates! ¡Qué ideas tan inmorales!

      Y es que Abuelita, al igual que la mayoría de las personas, tiene a la pobre moral amarrada entre cadenas, y condenada a una especie de demodé espantoso. Yo no. Yo creo que la moral podría cambiar de vez en cuando lo mismo que cambian las mangas, los sombreros y el largo de los vestidos. ¿Pero siempre, siempre, una misma cosa? ¡Oh! no, no, eso es horriblemente monótono, y es una prueba palpable de lo que yo he dicho siempre: «¡La humanidad carece de imaginación!».

      Sin embargo, debo hacer constar que a pesar de mis teorías, sobre esta tesis de la mentira, en la práctica, mi rutinario sentido moral no se encuentra todavía completamente de acuerdo con ellas. Lo sentí ayer en el punzante aguijón del remordimiento, que es, a mi ver, el alerta centinela que vigila las puertas de dicho sentido moral y acostumbra a anunciarnos sus conquistas o decadencias.

      Y fue que anoche, cuando ya vestida con mi traje de tafetán me iba a la comida, comparecí primero ante la presencia de Abuelita. Ella me vio y sonrió, con esa sonrisa suya que como la sonrisa de Gioconda, encierra un misterio en su expresión que conozco muy bien… ¡sí… ese misterio es el de una inmensa vanidad maternal que me halaga y me satisface muchísimo, porque es tan muda y tan elocuente como el elogio de los espejos… Pues bien, al verme venir Abuelita, acercó inmediatamente a sus ojos los impertinentes de carey y dijo acentuando más que nunca dicha misteriosa sonrisa:

      —¡Tanto vestirte, y tanto componerte para ir a comer sola con Mercedes! ¡Qué presunciones, Señor!

      Y yo mientras, pensaba: «Abuelita me encuentra preciosa, pero no me lo dice para no envanecerme más de lo que estoy»; sentí a un mismo tiempo en vista de su credulidad y candidez, el agudísimo y punzante aguijón del remordimiento. Tan grande fue, que tuve verdaderas tentaciones de exclamar rebosante de contrición:

      —¡No creas lo que te dije, Abuelita linda! Aunque me llames «hija sin corazón» sabe que voy a comer con Mercedes, acompañada de un ejército de personas si es que ella ha tenido a bien el invitarlas.

      Pero СКАЧАТЬ