3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ oídos, solemne y lleno de grandiosidad, como debe sonar en los oídos de toda persona bien nacida esta clase de epítetos familiares.

      Pero no obstante mi admirable intención, los comentarios terminaron en un pequeño incidente.

      Y fue que yo, viendo que la conversación, al girar siempre y siempre alrededor del «canalla de Galindo» se hacía ya de una monotonía aburrida y de una exaltación muy peligrosa, resolví de repente darle un nuevo sesgo. A juzgar por los resultados, creo que el sesgo tuvo poco acierto, la verdad.

      Ocurre que, a mí en general, me gusta muchísimo el hacer frases ingeniosas, pero como desgraciadamente hasta ahora, no tengo bastante gracia para elaborarlas de mi propia cosecha, me limito a repetir, adaptando naturalmente a las circunstancias, las frases ingeniosas que solía hacer papá, es decir, aquellas que por parecerme más originales o agudas han permanecido archivadas en mi memoria. Dada esta afición mía, en una de las ocasiones en que Abuelita repetía ya por vigésima vez «el canalla de Galindo», yo, creyendo que podía mitigar su rencor, afirmando a la vez dos cosas: por un lado, el mal proceder del que fue enemigo de mi Abuelo, y por otro mi admiración hacía los encantos de Mercedes, dije de pronto:

      —¡Convengo en que el señor Galindo hizo muy mal al hacer mal a Abuelito, pero reconozco en cambio, que hizo muy bien al hacer tan bien a Mercedes!

      Me figuraba que esta demostración en la que se unían la agudeza y el espíritu de armonía iba a tener muy buena acogida, pero no fue así. Con gran asombro de mi parte, Abuelita al oírme, en lugar de reírse, volvió bruscamente la cabeza hacia donde yo estaba, y dijo con una severidad inmensa como hasta el presente nunca había usado al hablarme:

      —Ese lenguaje no es propio de una señorita, María Eugenia: ¡has dicho una vulgaridad!

      —¿Cuál? ¿Decir «hizo muy bien a Mercedes» es decir una vulgaridad? Pues no me parece, al revés…

      —Sí; muy grande, ya te lo he dicho, ¡y no lo repitas más!

      —¡Pero si eso mismo dijo una vez papá, allá en París, hablando del padre de una actriz lindísima que trabaja en la Comedia Francesa y a nadie le pareció vulgaridad! Al contrario, se rieron mucho.

      —¡Ah! ¡si vas a coger la costumbre de repetir cuanto decía Antonio, y cuanto dice Pancho, sin saber lo que significa, harás muy bonito papel delante de la gente!

      Yo entonces, con la altivez propia de la dignidad herida contesté arrogantemente:

      —¡Acostumbro conocer el significado exacto de las palabras que emito; porque afortunadamente no soy un loro ni soy un fonógrafo!

      No obstante, me quedé un rato pensativa. Me pareció de pronto, que la frase en cuestión estaba cargada de sentidos misteriosos y por un instante contemplé en silencio la nevada cabeza de Abuelita, que como el arca de la alianza encerraba las claves de muchísimos misterios, hasta que al fin, en pleno silencio tempestuoso, salí de mi abstracción pensando:

      —¡Bah, lo que ocurre, es que Abuelita, aunque salte a la vista, no quiere confesar que «el canalla de Galindo», hizo en su vida algo que estuviera bien hecho; eso es todo!

      II

      En donde María Eugenia Alonso describe los ratos de suave contemplación pasados en el corral de su casa y en donde a su vez aparece también Gabriel Olmedo.

      NUESTROS ANTEPASADOS, los fundadores de la ciudad de Caracas, aun cuando no parezca a primera vista, tuvieron mucho talento. Encontraron la manera de vivir en ciudadana comunidad sin renunciar a los encantos agrestes y bucólicos de la vida campesina. Es cierto que tendieron unas calles demasiado angostas; que las empedraron con guijarros agresivos; que las agobiaron con aleros, y las recargaron de rejas, pero tuvieron en cambio la inteligencia y la inmensa previsión de guardar un buen pedazo de campo dentro de cada casa. ¡Ah! ¡eran delicados y eran previsivos nuestros antepasados los fundadores de la ciudad de Caracas! Gracias a su delicadeza y previsiones es sin duda por lo que yo, una de sus muchas descendientes, tengo el alma soñadora, algo indolente y muy dada a las dulzuras de la contemplación…

      Así pensaba ayer, mirando los distintos verdes en las matas del corral, mientras yacía acostada cuan larga soy, sobre un enorme baúl lleno de viejas etiquetas de todas formas y colores, el cual perteneció a mi difunto tío Enrique, y el cual en la actualidad se halla situado bajo el amplio tinglado del corral frente a las gallinas meditabundas y entre la tabla de planchar y la cesta de la ropa limpia. Allí, baldado, triste y decaído, con el llanto de todas sus desgarradas etiquetas, llora, y llora de nostalgia el pobre viejo, mientras recuerda como yo los pasados viajes y las pasadas aventuras por tierras lejanas.

      Es el caso que este pedazo de campo encerrado entre cuatro tapias que acostumbran a llamar corral es para mí una delicia y es también el origen de todos mis ensueños y meditaciones. Tía Clara no lo comprende así y dice casi todos los días:

      —El puesto de una señorita no es el corral, ni su sociedad la de los sirvientes.

      Podrá tener razón, pero de todos modos me tienen sin cuidado los sermones de tía Clara sobre este particular. A mí me encantan las gallinas; me encantan las copas de los árboles que como cabezas curiosas se asoman por las tapias desde los corrales vecinos; me encantan las hojas tan verdes y tan rizaditas de la mata de acacia; me encantan las cayenas chillonas; me encantan las grandes piedras manchadas de blanco donde se extiende al sol la ropa enjabonada; me encanta el pedazo del Ávila que se mira a lo lejos por encima de las matas y de los tejados; me encanta el nostálgico baúl de tío Enrique; y me encanta, sobre todo, Gregoria, cuando en pleno elemento conversa restregando con sus negros puños los islotes de ropa que emergen aquí y allá, en su inmensa batea, como en un mar blanquísimo de espuma de jabón.

      Gregoria conoce mis tendencias contemplativas y en lugar de contrariarlas como hace tía Clara, no, Gregoria las alimenta. Cuando yo entro en el corral y me extiendo sobre el baúl que hace las veces de chaise longue, ella, conociendo ya mis gustos y caprichos prodiga sobre mi persona toda clase de cuidados: me cubre los pies para que no me piquen los mosquitos; cierra la puerta con el objeto de evitar toda corriente de aire; tiende en el alambre una sábana ancha a fin de atenuar a mis ojos la luz directa del sol, y suele además prestarme como almohada algún mullido paquete de ropa limpia y sin planchar.

      Tía Clara detesta todas estas familiaridades con Gregoria, y detesta todavía más las familiaridades de mi cabeza con la ropa limpia. Pero también me tienen absolutamente sin cuidado estos otros sentimientos anti-democráticos de tía Clara.

      Y es que en el sencillo ambiente del corral, lo digo y lo repetiré mil veces, es donde únicamente paso ratos de suave contemplación y de sabrosa plática. A veces estamos en silencio, y entonces, mientras Gregoria lava, yo miro los caprichosos arabescos que tejieron las ramas entre sí; miro los disparates que van haciendo las nubes al pasar por el cielo; miro allá, a lo lejos, más arriba de matas y tejados el misterio indefinido del Ávila, y poco a poco me voy perdiendo en el dulce laberinto de los ensueños… ¡Sí; sobre las durezas del baúl de tío Enrique, he aprendido a soñar, como soñó Jacob sobre las durezas de su piedra!

      Otras veces conversamos.

      ¡Ah!, si yo fuera poeta, habría escrito ya, sin duda ninguna, el elogio del jabón, multiplicándose en espuma y en luminosas burbujas por obra y gracia de los activos nudillos de Gregoria. Y es que para mi gusto no hay ningún poema comparable a ese blanquísimo poema de la batea, que tan bien interpretan las viejas manos ya algo rígidas y temblorosas. Sí; ¡cómo brillan las aladas y negras manos sobre СКАЧАТЬ