3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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      —Tengo en mucho la opinión de Mercedes, Abuelita. Para mí una sola persona de buen gusto equivale a una muchedumbre de gente que no se sepa vestir.

      En realidad no hubo ejércitos ni muchedumbres en la comida de anoche. Había sido dispuesta en honor mío, y en consideraciones a mi duelo, a más de tío Pancho, Mercedes y su marido, sólo se encontraba en ella, como lo había previsto ya, el tan anunciado Gabriel Olmedo. A decir verdad creo que tío Pancho exageró muchísimo cuando le describió, tanto, que anoche, al verle entrar en el salón de Mercedes, tuve una verdadera decepción, si es que la palabra «decepción» puede usarse al hablar de aquellas personas hacia quienes sentimos desbordarse nuestra indiferencia. En primer lugar tiene los ojos y el pelo negros como carbón, cosa esta que me produce un efecto detestable; además sus piernas son demasiado largas para el busto, usa unos zapatos de forma muy corta, y, según recuerdo ahora, tiene los tobillos más bien gruesos que delgados. Sin embargo, viéndolo despacio no resulta mal para aquellas personas que encuentran agradable el color trigueño, pero como a mí no me gusta ver el pelo negro azabache, sino en el lomo de los gatos, y que en las personas me crispa y me desagrada muchísimo, Gabriel Olmedo, con su lisa y perfumada cabeza color «ala de cuervo» me impresionó anoche bastante mal. Moralmente lo hallé muy pretencioso. Creo que Mercedes debe haberle comunicado ya «aquel proyecto», porque él, aunque amable y correcto en apariencia, tomaba a ratos actitudes de rey coronado y adherido a la soltería, a quien su gobierno anda buscándole novia.

      Afortunadamente que yo, por mi parte, tengo la conciencia y la inmensa satisfacción de haberme dado cien veces más tono que él. ¿Fue debido a las amabilidades, y al exquisito tacto de Mercedes? ¿Fue debido al perfumado cocktail seguido de varias copas de champagne?… ¿Fue debido más bien a la multitud de espejos, que reflejaban continuamente la armonía de mi figura?… No sé; pero es el caso que anoche, lejos de experimentar timidez alguna, tuve constantemente el delicioso sentimiento de mi propia importancia, cosa que me hacía estar muy a gusto con los demás y conmigo misma. Hoy cuando pienso en ello, noto que desde anoche ha bajado en mi conciencia dicho sentimiento de importancia. Esto me hace creer, que decididamente debió ser el cocktail y el champagne quienes, al subirse un poco hacia mi cabeza, hicieron subir junto con ellos y en varios grados el termómetro de mi vanidad, termómetro que, dicho sea de paso, según he observado últimamente, es muy sensible, y mucho más dado a subir que a bajar. Pero de todos modos; ¡bendito sea! puesto que me ayudó a demostrar ayer ante los negrísimos ojos de Gabriel Olmedo el inmenso caudal de indiferencia y desdén que atesora mi alma para enterrar en ella a los hombres pretenciosos.

      La casa de Mercedes, es muy elegante, y su mesa, tan suntuosa y rica como la de un palacio. Los más finos objetos de plata, alternan por todos lados con porcelanas de Sajonia y de Sévres; tiene en las paredes espejos, tapices, y cuadros de muchísimo gusto, y las plantas surgen alegremente por toda la casa, en legítimos jarrones de la China. Pero tiene sobre todo un boudoir oriental que es un encanto… ¡Ah, la maravilla de aquel diván bajito, cuadrado e inmenso, poblado de cojines oscuros de todas formas y matices; suaves, mullidos y tibios como un beso! ¡Cuánto no daría yo por tener uno igual, a fin de hundirme y desaparecer en él durante días enteros, leyendo torres, montañas, y cordilleras de libros, entre un pebetero turco, una piel de leopardo, y un arca de marfil tallada en el Japón!

      —¡Todo esto son los restos del naufragio!

      Dijo Mercedes al enseñarme la casa, iluminando «el naufragio» con una sonrisa y aludiendo a los tiempos en que vivía en París, en un precioso hotel propio, rica y bien relacionada como una princesa. Y es que, debido a los despilfarros y desaciertos de su marido, han perdido, los dos, casi toda su fortuna, y a eso llaman ellos: el naufragio.

      Alberto Palacios, marido de Mercedes, es muy simpático y, como ella, tiene mucho mundo y mucho don de gentes. Noté, sin embargo, que no obstante su galantería y amabilidad exterior, le habló varias veces a ella en un tono que tenía cierto matiz de brusquedad, lo cual me hizo pensar: «Abuelita y tía Clara, deben tener razón al decir que la trata muy mal, y ¿cómo puede tratarse mal a una criatura tan llena de todos los encantos y de todos los atractivos?».

      Resumiendo mi impresión debo decir que anoche pasé un rato verdaderamente encantador. Desgraciadamente, no sé cuándo volverá a repetirse. Por mi parte, yo lo repetiría todas las noches. Sí… ¡qué ambiente delicioso se respira allá en la casa de Alberto y de Mercedes! No parece sino que con los cuadros, los tapices, y las porcelanas de Sévres se hubiesen traído también, para llenar su casa, aquel divino ambiente que sólo me fue dado respirar algunos días, durante mi última y cortísima permanencia en París.

      ¡Ah!, me olvidaba de un detalle curiosísimo. Y fue, que ya al momento de marcharnos, mientras Mercedes había ido a buscarme la ofrecida miniatura, tío Pancho se acercó a Gabriel Olmedo, que se hallaba junto a la puerta de salida algo alejado de mí y le preguntó a media voz:

      —Bueno, ¿y qué te ha parecido mi sobrina, Gabriel?

      —Tu sobrina, Pancho —contestó él, más o menos en el mismo diapasón—, es la tentación bíblica del Paraíso, encerrada en el más divino cuerpo de Grecia. Espero, sin embargo, que yo sabré resistir al embate de la tentación, y que no caeré en el pecado de enamorarme de ella. Mi libertad, Pancho, no la sacrifico yo ni aun a los preciosos pies de esa muñeca sobrina tuya. Pero llévatela, sin embargo, sí, llévatela pronto, hazme el favor, y escóndela donde yo no la vea más, que es propio de sabios y de prudentes el evitar las tentaciones.

      Este diálogo llegó perfectamente a mis oídos a pesar de que yo, en aquel instante, parecía estar profundamente abstraída, contemplando un óleo copia de Greuze que representa una muchacha abrazada a un perrito. Las anteriores palabras, sorprendidas a distancia, son una de las razones por las cuales opino que el tal Gabriel Olmedo, a más de trigueño y corto de talle, es un ser pretencioso, imbuido de sí mismo, que habla de la importancia de «su libertad» como si fuese algún pueblo o nación. En el fondo no parece poseer más cualidad que la de no tener mal gusto, y la de ser acertado en sus apreciaciones.

      Anoche, cuando, ya de regreso, tío Pancho se despidió de mí, yo, sola, en la quietud de la casa donde todo dormía, me quité el abrigo que me había puesto para atravesar la calle, y bajo el fresco de la noche, en pleno patio de entrada, junto a palmas y rosales, apoyada en uno de los pilares, me di a mirar y a sentir la infinita serenidad del cielo. Y así, mirando la Luna y mirando las estrellas, tuve grandes deseos de echar a volar en el divino espacio para irme lejos, no sé dónde, lo mismo que se van las palomas mensajeras. Y con los ojos siempre fijos hacia arriba, pensé en el volar glorioso de los que tienen alas, pensé en la frase que había dicho Gabriel Olmedo sobre su libertad, y pensando en las alas, y pensando en la adorable libertad, y pensando en la frase de Gabriel Olmedo, sin saber bien lo que decía, me puse a decir así entre irritada y ansiosa:

      —¡Su libertad!… ¡Su libertad!… ¡Ah!; si creerá él que yo no aprecio la mía… La aprecio, sí; la aprecio muchísimo… la aprecio tanto, pero tanto, que la próxima vez que venga a verme tío Panchito, yo también le diré: «¡Mi libertad, tío Pancho, no la sacrificaré yo jamás a los pies de un hombre que tenga los tobillos gruesos! Porque has de saber, tío, que yo odio los tobillos gruesos y me repugna muchísimo el pelo negro azabache, sí; me repugna tanto como me gusta mi libertad».

      Y una vez tomada esta firme resolución, frente a los rosales del patio, y bajo la inmensidad de lo infinito, resolví por fin venirme a acostar porque la noche de ayer era muy fresca, y mi vestido de tafetán de Persia es demasiado escotado, para estar al sereno sin abrigo.

      Pero hoy en la mañana, me he puesto a reflexionar… Ahora pienso: Si la próxima vez que venga tío Pancho, yo le hiciera la anterior declaración acerca de mi libertad, es segurísimo, que al oírme él, se reirá a carcajadas y me contestará en medio de su risa:

      —¡Pobre СКАЧАТЬ