Biografía de Azucena Villaflor. Enrique Arrosagaray
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СКАЧАТЬ a adultos, surgieron quince descendientes directos, primos de sangre entre sí.

      Para el primer nacimiento, el de Magdalena, la pareja ya estaba instalada en los suburbios sureños de la Capital Federal.

      Bernardino Villaflor fue, desde muchacho, hombre de a caballo. Recuerdos muy claros lo describen, para cuando andaba por los treinta, siendo un paisano con ropas de gaucho, espuelas y una silla de montar siempre cerca. Ocurre que con su hermano mayor, llamado Francisco pero conocido por todos con el apodo de Pancho, y con su hermanastro Mariano Mayol —hijo de la misma madre— hacían la tarea de cuarteadores en los suburbios de la ciudad; a unos quinientos metros de donde ellos vivían.

      Para entender esto de tareas de gaucho en la ciudad, es bueno hacer un breve relato. La ciudad de Buenos Aires se fundó y comenzó a desarrollarse sobre un sector apenas más alto que el resto circundante. Especialmente hacia el sur, había una pendiente muy marcada —aún existente aunque suavizada— que dificultaba el acceso de los carros cargados de mercadería desde el sur a la ciudad. Cuando aparecieron los tranvías a caballo, éstos también tenían esa misma dificultad. Entonces, en puntos estratégicos se ubicaban grupos de hombres a caballo —los cuarteadores— quienes enlazaban con una cuarta el transporte en dificultades y lo ayudaban, a cambio de una pequeña paga, a escalar la subida y penetrar la ciudad. El grupo en el que estaba Bernardino, según recuerdos precarios, cuarteaba en la barranca de la Convalecencia —llamada así porque allí había un lugar para la convalecencia de enfermos mentales— hoy Plaza España, cerca, muy cerca de la calle Caseros, también muy cerca de la antigua calle Armonía —ahora Pedro Echagüe— y a pocos pasos de la calle Santa Magdalena.

      En estas tres calles citadas nacerán todos sus hijos. No es casual que en la esquina del antiguo conventillo de la calle Santa Magdalena —conventillo que aún resiste en ruinas su despedida de la historia—, en el que nacieran el cuarto y el quinto hijo de este matrimonio, existe en la actualidad una fonda que se llama “Los Cuarteadores”, aunque su actual dueño no sabe por qué se llama así.

      Pero un día, vaya a saber por qué, Bernardino contrajo una enfermedad que le produjo odiosas llagas en la cara, que no cerraban, que persistían pestilentes a la vista de todos. Y el hombre se fue acobardando y encerrando, vergüenza tal vez, por el origen de aquella enfermedad.

      Desde sus cuarenta y pico de años hasta su muerte hizo todos los esfuerzos por aislarse. No trabajó más. Y su carácter fue cada día más hosco, oscuro y detestable. Algunos familiares se lo perdonaban pero otros no. Sus hijos no. Recuerdos dolorosos apenas asomaron, aún con franco rencor, de la boca de su último hijo en morir, casi no podía hablar de su padre, y sólo lo hizo con tristeza para marcar a fuego que no trabajaba, que le delegaba todo a su esposa y que no hacía más que rezongar y maldecir. Dicen que era un hombre malo.

      Esta pareja vivió junta, entre las mismas paredes, hasta el casamiento de su hija mayor, en 1925, unos veintisiete años. A partir de allí, Bernardino vivió con su hijo Aníbal y Clotilde con su hija Magdalena.

      Una tal Valentina Rodríguez, treintañera, se acercó el 30 de junio de 1899 a la sede del Registro Civil capitalino para informar que cuando daban la una y media de la madrugada del 26 de junio, en una casa pobre de la calle Armonía 1831, había nacido una chiquita desde las entrañas de la señora Clotilde Ojeda, que la flamante madre tenía 28 años y que era argentina y casada.

      Declaraba además que el papá de la criatura se llamaba Bernardino Villaflor. Pero cuando hace referencia al nombre que le ponían a la pequeña, quedó registrado el de Juana Amalia.

      Aunque parezca un chiste, esta mujer nació con un nombre legal, vivió con otro ya que familiarmente siempre fue conocida como Ana Magdalena, y falleció con otro, porque su partida de defunción dice Magdalena, a secas.

      Tal vez sirva como explicación que esta mujer fue artista. Ni las propias hijas supieron de estos avatares con su nombre, hasta nuestra investigación.

      La mencionada Valentina Rodríguez, que no sabía escribir ni firmar, acudió con un poder otorgado por la parturienta Clotilde para hacer el trámite. Un tal Alejandro Guiditta le hizo el favor de rubricar por ella el acta de nacimiento, además de los testigos Luis Modenessi y José Gatto.

      Creció inhalando el perfume de los conventillos, mezcla de malvones, ropa limpia, perros, orines, guisos, polenta y sudor. Ayudó desde pequeña a conseguir algún dinero para que en la mesa haya comida, sumando su esfuerzo al de sus hermanos y madre, realizando tareas en su casa que las fábricas solían dar a domicilio. Pero la embargó desde siempre el arte del teatro, de la actuación, de ser otra aunque sea por un rato. Fue también obrera textil en la fábrica Masllorens y contó a quien quisiera escucharla, cuál era la táctica para que cuando los cosacos —hombres de la policía que, montados a caballo, solían cargar sobre huelguistas y manifestantes— atacaban, no ser víctima de sus golpes: el secreto era tirarse al suelo y quedarse bien pegado contra los adoquines. “Así ni el caballo ni los sables te pueden hacer nada”, contaba.

      Desde muchacha formó parte de numerosos elencos teatrales, de tipo vocacional en un principio y en otros de gran prestigio, luego. Trabajó con actores de enorme renombre como Alberto Bello, y en la compañía de Santalla y de Camila Quiroga. Tuvo trato con Francisco Álvarez, otro prócer de la escena nacional. Interpretó papeles en obras que recorrieron todos los escenarios, incluso tablados de otras latitudes: El rosal de las ruinas, Casa de Muñecas, El conventillo de la paloma, Con las alas rotas y Las de Barranco, entre otras. “A mí no me gustaba ir a verla porque eran todos dramones y me hacían llorar”, cuenta su hija menor Lidia. “Una de las últimas cosas que hizo fue la obra Amparo, sería para fines del 40. Ésa era más amena, con un final dramático pero no como las otras. En esa obra también incursionó mi hermana Nora, que tendría trece o catorce años”.

      Siendo artista comenzó a cuidar a Azucena y se casó con un tal Alfonso Moeremans. Tenía los veintipico bien cumplidos y ya llevaba orgullosamente varias suelas gastadas en las tablas.

      Magdalena también estuvo vinculada, en menor medida, a la actividad artística radial, cuando este medio de comunicación lo era también de entretenimiento e incluía en su programación novelas y teatro.

      Alejada luego de la actividad histriónica, se dedicó exclusivamente a vivir en familia.

      Ya anciana enfermó y falleció el 23 de marzo de 1986, cuando llevaba ochenta y siete años de vida y veintidós años de viuda. Nunca supo del secuestro de Azucena pero sí se enteró del secuestro de su nieto Néstor, a pesar de que la familia se lo ocultó primero y se lo negó cuando ella lo supo por otros conductos.

      Apellido de origen belga, los progenitores de Alfonso lo eran. Su padre pertenecía a una legendaria y prestigiosa profesión: ebanista. Y la ejercía aquí, en Argentina, en el ferrocarril Roca, línea que une la Capital desde su terminal en la estación Constitución con todo el sur argentino.

      Alfonso era argentino, nació el 23 de enero de 1903. Fue educado —o por lo menos intentaron hacerlo— en un colegio religioso, pero lo echaron cuando un tintero que había iniciado vuelo desde su palma, chocó contra un cura. De mozo definió el perfil que lo acompañaría toda su vida: algo más de un metro ochenta, rubio y de ojos claros, corpulento y educado. De pocas palabras y de imagen respetada.

      Y muy peleador por las cosas de sus hijas. Por todas, incluida Azucena.

      Una enfermedad fulminante lo mató cuando tenía sesenta y un años. Murió en la casa de la calle Bernal 114, Lanús, el 27 de noviembre de 1964.

      Alfonso СКАЧАТЬ