Biografía de Azucena Villaflor. Enrique Arrosagaray
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СКАЧАТЬ que brotaban como hongos por los rincones de los barrios. Cosa buena para Alfonso porque era operador cinematográfico y por lo tanto tenía trabajo seguro.

      Durante el 24 conoció a Magdalena y se puso de novio con ella. No hizo problemas a que la muchacha criara a una bebita hija de uno de sus futuros cuñados, Florentino, a la que llamaban Azucena.

      ¿Por qué debía cuidarla ella y no la madre genética? Nadie se arriesga a responder. Sólo aparece una tímida e insegura reflexión: habrá sido porque la mamá era muy chica, porque tenía nada más que quince años, porque… Nadie sabe con precisión por qué Emma y Florentino no se encargaron de criar a su hija. Nadie.

      El padre, Florentino, y su madre de crianza, Magdalena, eran los dos Villaflor. Azucena era Villaflor. No queremos hacer ningún misterio rebuscado sobre este apellido, pero por más que busquemos en guías, en archivos de registros civiles y de iglesias, en el archivo del ejército, los Villaflor son extremadamente escasos. Escasísimos. Casi no los hay. Y si limitamos nuestro foco investigativo a la Capital Federal y al Gran Buenos Aires, es decir, si analizamos nada más que unos catorce millones de habitantes de la Argentina, los Villaflor —una decena de familias— tienen una ubicación geográfica común a principios del presente siglo: el centro del municipio de Avellaneda, propiamente el centro, porque vivieron frente a la Plaza central, o a la vuelta o a un costadito. Todos muy cerca.

      Para tomar una fecha indicativa: en 1908 un tal Francisco Villaflor vivía en la calle O´Gorman 81 —actual calle 25 de Mayo— a menos de cien metros de la Plaza y de la avenida principal; en ese mismo momento, vivían Bernardino Villaflor y Clotilde Ojeda en la calle Italia 44, a menos de media cuadra de la avenida, a dos cuadras de la Plaza y a dos cuadras y media del mencionado Francisco. Todo indica que serían parientes o, por lo menos, que se hubieran conocido y tratado, pero sus descendientes no saben nada, no entienden, no reconocen parientes comunes y para colmo, tampoco ideas comunes: los primeros, radicales casi desde antes que naciera el radicalismo; los otros, anarquistas, virados luego —y sólo en parte— al peronismo. Tal vez esta raíz política que los distancia tanto sea el motivo que en realidad los une: la diferencia, la pelea, el no quererse ver o vincularse. Es pura especulación, pero digna de investigarla.

      La otra especulación, ya más íntima, también tiene que ver con la diferencia que tal vez las une: en las dos familias hay un Francisco para la misma época. Y para colmo, el Francisco de la familia de raíces radicales aparecía firmando con una inicial, la “B”, entre su nombre y su apellido. Con el tiempo supimos que esa “B” significaba Bernardino, como el abuelo de Azucena. Pero no es el mismo, pues hay algunos años que estorban lo suficiente como para estar seguros de que eran personas distintas.

      ¿Y entonces? ¿Algún hijo desheredado, algún tío mayor apartado de la familia por su fanatismo radical, alguna desavenencia de otro tipo? Por ahora no lo sabemos, pero el núcleo de los Villaflor está allí.

      Este hombre, nacido en la pobreza, en la verdadera pobreza, lleno de hambre, de ignorancia y de piojos cuando chico, con sólo dos grados cursados en la escuela primaria, llegó a ser Intendente de su municipio designado personalmente por el Presidente de la Nación general Juan Domingo Perón y por el Gobernador coronel Domingo Mercante. Y fue recibido por el propio Primer Magistrado más de una vez. En la primera de ellas, Perón lo saludó especialmente y le agradeció cuánto había hecho y cuánto había arriesgado para que él pudiera quedar libre primero y llegar al poder, después.

      Sin embargo, cuando era joven repartía diarios libertarios y le hacía la gauchada a un dirigente anarquista de ir al barrio de Nueva Pompeya, al suroeste de la Capital, a buscar las bombas de estruendo que hacía un gallego dinamitero, para hacerlas estallar en los próximos combates callejeros o para anunciar y propagandizar sus inigualables conferencias sobre el mundo mejor que entre todos debíamos construir solidariamente.

      Pero como eso no le daba de comer, desde los ocho años fue obrero de la fábrica de vidrios Papini; luego, en el inmenso frigorífico La Negra, en el que trabajaban cientos de chicos como él; ya de muchacho bebió de la teta libertaria entre los obreros panaderos, especialmente españoles, bien anteriores a quienes protagonizaron la Guerra Civil desde el 36, que hacían escuela en el sindicato local; más adelante en la metalúrgica Siam, en el Puerto y en la Lanera Argentina, lavadero de lanas y cueros de dueños franceses, en la que rindió examen de dirigente, aprobándolo con las mejores notas. Tenía cuarenta años y llevaba muchos pares de zapatos baratos gastados aprendiendo a bailar y a deambular entre adoquines, malvones y zaguanes pobres.

      Aníbal Villaflor protagonizó la histórica jornada del 17 de Octubre de 1945. Se entrevistó con el presidente de la república, el general Edelmiro J. Farrell aquella mañana de crisis nacional, y tuvo la desfachatez plebeya de exigirle, cara a cara y en la propia Casa de Gobierno, la libertad del coronel Perón porque si no, no sacaban a las decenas de miles de trabajadores que se habían concentrado en la Plaza. Una hora después se entrevistó con el propio Juan Domingo Perón, mientras éste permanecía detenido en un cuarto del Hospital Militar.

      Todo esto cuando Azucena tenía 21 años y era empleada de la metalúrgica Siam, la misma empresa en donde este tío se había ganado el puchero algunos meses, pocos años antes.

      Azucena fue, a su modo, otra protagonista de aquellos días. Más pasiva, es cierto, pero todo lo fue viendo, lo fue escuchando y palpando día a día, hecho a hecho. Nadie se lo contó porque sus ojos fueron penetrados directamente por los acontecimientos que la historia argentina guardaría en sus páginas, por más que decretos gubernamentales y libros de historiadores oficiales lo trataran —y aún tratan— de borrar de la memoria del pueblo argentino.

      Y Aníbal Villaflor, su tío, fue inmediatamente después de estas jornadas que cambiaron la orientación de la historia nacional, y durante casi un año, intendente de Avellaneda —Comisionado Obrero, como se denominó esa responsabilidad en aquella coyuntura— haciéndose respetar en dominios antiguos, exclusivos e indiscutibles de los conservadores; en la ciudad más industrial de Sudamérica. Avellaneda era un municipio que tenía apenas cincuenta y un kilómetros cuadrados —incluidos quince o veinte de características rurales— y que reunía más fábricas y más puestos de trabajo que varias provincias argentinas juntas.

      Un tío que por ponerse a la cabeza de un reclamo salarial de los empleados municipales que dependían de él, tuvo que dejar el cargo y volver al puerto, a hombrear bolsas a cambio de un jornal insuficiente. Un tío que tuvo que soportar los secuestros y la desaparición de dos de sus hijos, Raimundo y Josefina —primos de Azucena— hacia fines de 1979 y al que sus amigos de andanzas, de gremios y de la política, olvidaron hasta el límite de dejar de visitarlo.

      Desde 1947 hasta 1993 vivió en su primera —y única— casa propia, comprada gracias al esfuerzo ahorrativo de su esposa Josefina. Una casita de madera y chapa, la que a pesar de su enorme humildad recibió dignamente a altos personajes de la política, como por ejemplo al capitán Russo, al delegado СКАЧАТЬ