Название: El mundo en que vivimos
Автор: Anthony Trollope
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743826
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—¿Y qué es?
—Alguien a quien usted le gustara más que el mundo entero.
—Ah, cierto. Pero, ¿quién?
—La única manera de saberlo, señorita Melmotte, es creer.
—No, esa no es la única manera. Si una chica me dijera que le gusto más que las demás, no lo sabría. Ella simplemente habría dicho eso. Yo tendría que asegurarme de que es así.
—¿Y si se lo dijera un caballero?
—Entonces le creería aún menos, y no me preocuparía de averiguarlo. Pero sí me gustaría tener una buena amiga, alguien a quien querer diez veces más que a mí misma.
—A mí también.
—No me diga que usted no tiene amigos.
—Me refería a una joven a quien amar diez veces más que a mí mismo.
—Se está usted burlando de mí, sir Felix —dijo la señorita Melmotte.
—¿Cree que eso terminará en algo? —le dijo Paul Montague a la señorita Carbury. Habían regresado al salón, y observaban las acometidas y zalamerías del barón.
—Quiere decir lo de Felix y la señorita Melmotte. No me gusta pensar en ese tipo de cosas, señor Montague.
—Sería una espléndida oportunidad para él.
—Casarse con la hija de unos nuevos ricos vulgares, ¿solo porque ella va a heredar mucho dinero? No creo que le importe un ardite, solamente le importa su dinero.
—¡Pero le gusta tanto el dinero! Sospecho que la única manera en que Felix puede enfrentarse al mundo es siendo el marido de una heredera.
—¡Qué cosa tan espantosa acaba de decir!
—Pero es cierto, ¿verdad? Se ha vendido al mejor postor.
—Ay, señor Montague.
—Y usted y su madre tendrán el mismo destino.
—No me importa lo que me pase.
—A otros sí les importa —Lo dijo sin mirarla, hablando entre dientes, como si estuviera furioso consigo mismo y con ella.
—No le creía capaz de hablar tan duramente sobre Felix.
—No soy duro con él, señorita Carbury. No he dicho que fuera culpa suya. Hay gente que parece nacida para gastar dinero; y como esta joven tendrá mucho dinero para gastar, creo que para él sería bueno casarse con ella. Si Felix tuviera veinte mil libras al año, todo el mundo pensaría que es un hombre bueno.
Al decir esto, el señor Paul Montague se demostró poco apto para adivinar la opinión de la sociedad londinense, pues ya fuera rico o pobre, el mundo, con su negro corazón, jamás consideraría a sir Felix un hombre bueno.
Lady Carbury llevaba sentada una media hora en soledad, sin emitir ninguna queja y oculta bajo un busto, cuando la aparición del señor Ferdinand Alf le arrancó una sonrisa.
—¿Usted aquí? —saludó.
—¿Por qué no? Melmotte y yo somos hermanos de aventura.
—No habría creído que una velada como esta le divirtiera.
—Acabo de encontrarla a usted, y además de eso, he coincidido en abundancia con duquesas y con sus hijas. ¡Esperan al príncipe Jorge!
—¿De verdad?
—Y Legge Wilson, del Departamento de la India, ya está aquí. Acabo de mantener una conversación con él acerca de un tocador enjoyado. Todo un éxito. ¿No le parece, lady Carbury?
—No sé si habla en serio o en broma.
—Jamás bromeo. Digo que es todo un éxito. Los anfitriones han gastado miles de libras para agasajarnos a usted, a mí y a todos sus invitados, y lo único que piden es un poco de apoyo.
—¿Y piensa dárselo?
—Eso hago.
—Me refiero al apoyo del Evening Pulpit. ¿Piensa darles el apoyo de su periódico?
—Bueno, nuestra línea editorial no es precisamente la crónica social ni enumerar los nombres y los atuendos de las damas invitadas. Quizá nuestro anfitrión incluso agradecería que su nombre no apareciera en los periódicos.
Después de una breve pausa, lady Carbury preguntó:
—¿Piensa ser severo conmigo, señor Alf?
—Jamás somos severos con nadie, lady Carbury. Allí está el príncipe. ¡Lo que harán con él, ahora que está aquí! Oh, van a pedirle que baile con la heredera. ¡Pobrecita!
—¡Pobre príncipe! —dijo lady Carbury.
—No, al contrario. Es una niña bonita y no será molestia para él. ¿Pero cómo hará ella, pobrecilla, para dirigirse a alguien de sangre real?
Ciertamente, ¡pobre! El príncipe fue conducido a la sala donde Marie seguía hablando con Felix Carbury, y al momento comprendió que debía ponerse en pie y bailar con el vástago real. La presentación se llevó a cabo de manera muy profesional. Miles Grendall llegó primero, y encontró a la víctima femenina; la duquesa apareció con la víctima masculina. Madame Melmotte, que llevaba de pie toda la noche y estaba a un tris de caer derrumbada, le seguía a duras penas, pero no se le permitió que tomara parte en la ceremonia. La banda estaba tocando a toda marcha, pero les mandó parar de repente, para gran confusión de los asistentes que estaban bailando. En dos minutos, Miles Grendall lo había organizado todo: él en pie frente a su tía, la duquesa, acompañando a Marie y al príncipe, hasta que hacia la mitad del baile, encontraron a Legge Wilson y le obligaron a ocupar su lugar. Lord Buntingford se había esfumado, pero aún estaban presentes las dos hijas de la duquesa, que pronto fueron atrapadas en el baile. Sir Felix Carbury, que era guapo y tenía título, fue asignado como pareja a una de ellas, y lord Grasslough bailó con la otra. Había otras cuatro parejas, todos dueños de un título nobiliario, como si la intención fuera que este baile en especial terminara en las páginas de sociedad, si bien quizá no en las del Evening Pulpit, sí en las de un periódico menos serio. En la residencia se encontraba un periodista, con la tarea de salir corriendo hacia la redacción con la lista de participantes en el baile del príncipe, en cuanto este hubiera concluido. El propio príncipe no sabía muy bien cuál era su papel, pero los que conducían su vida le habían llevado hasta allí. Probablemente, no sabía nada de los diamantes rescatados de la dama, o de la considerable donación que el señor Melmotte había realizado al hospital de San Jorge. La pobre Marie pensó que otra hora de penitencia era más de lo que podía soportar, y tenía aspecto de desear estar a mil millas de distancia, si ello fuera posible. Pero el apuro pasó rápidamente, y no fue realmente difícil. El príncipe pronunció una o dos frases entre movimientos, sin que diera la impresión de esperar respuesta. Le sacaba mucho partido a unas pocas palabras, pues tenía pericia en la tarea de facilitar la carga de su propia grandeza a los que la soportaban. Cuando terminó СКАЧАТЬ