Название: El mundo en que vivimos
Автор: Anthony Trollope
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743826
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Eran casi las siete de la tarde. Nueve horas después, los dos jóvenes, acompañados de otros dos caballeros —uno de los cuales era lord Grasslough, la peculiar aversión de Dolly Longestaffe— se levantaron de la mesa de juego de una de las salas del club. Pues aunque el Beargarden no abría antes de las tres de la tarde, la hospitalidad que no proveía durante el día se ofrecía sin restricciones durante la noche. Nadie podía desayunar en el Beargarden, pero las cenas a las tres de la mañana eran de lo más habitual. Y así había sido aquella noche, con una cena o más bien una sucesión de cenas, con sopas y caldos y tostadas calientes que habían circulado de vez en cuando entre los caballeros, primero unos y después otros. Eso sí, no habían dejado de jugar en ningún momento, desde la apertura de las salas de juego a las diez de la noche. A las cuatro de la mañana, Dolly Longestaffe se encontraba en condiciones de prestar sus caballos y no recordarlo. Trataba afectuosamente a lord Grasslough, y también a sus otros compañeros, pues su mente en estado etílico adoptaba dicha actitud afectuosa de manera natural. No estaba borracho perdido, de ninguna de las maneras, y no decía mayores estupideces que cuando estaba sobrio; pero estaba dispuesto a jugar a cualquier cosa, la entendiera o no, y apostando lo que fuera. Cuando sir Felix se levantó y dijo que no jugaría más, Dolly le imitó, satisfecho. Cuando lord Grasslough, con una expresión sombría en el rostro, dijo que no era cosa de hombres romper así la partida, cuando tanto dinero había cambiado de manos, Dolly procedió a sentarse de nuevo, amablemente. Pero no bastaba con Dolly.
—Voy de caza mañana, así que no puedo jugar más —dijo sir Felix (aunque quería decir ese mismo día)—. Un caballero debe retirarse a descansar.
—No estoy de acuerdo —dijo lord Grasslough—. Cuando un caballero ha ganado tanto como tú esta noche, debe quedarse.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó sir Felix, en tono enfadado—. Eso es una tontería; todo tiene su final, y yo no pienso seguir jugando esta noche.
—Bueno, como desees —dijo lord Grasslough.
—Efectivamente, eso deseo. Buenas noches, Dolly. Arreglaremos cuentas la próxima vez que nos veamos. Lo tengo todo en la cabeza.
La noche había sido importante para sir Felix. Se había sentado en la mesa de cartas con el triste cheque de su madre por valor de veinte libras y ahora tenía no sabía cuánto en los bolsillos. También había bebido, aunque no tanto como para ofuscar su mente. Sabía que Longestaffe le debía más de trescientas libras, y también que lord Grasslough y el otro jugador le habían entregado casi el doble de eso en dinero y cheques. El dinero de Dolly Longestaffe llegaría, sin duda, aunque Dolly se quejara de los cobradores. Mientras avanzaba por la calle Saint James en busca de un taxi, calculó que llevaba encima unas setecientas libras. Al pedirle la pequeña suma a lady Carbury, le había dicho que no podía seguir en la carrera por la mano de la señorita Melmotte sin dinero, y al salir de su casa con el cheque en el bolsillo, se consideró muy afortunado. Ahora poseía una bonita suma, que como mínimo le facilitaría la tarea de conquistar a la heredera. No se le pasó por la cabeza ni por un momento pagar sus deudas, por supuesto. Ni siquiera esa cantidad sería suficiente para un objetivo tan quijotesco; pero al menos podría acicalarse, mejorar su presencia, comprar regalos, y ser visto como un joven caballero con dinero. Es difícil cortejar a una heredera sin un centavo en el bolsillo.
No encontró taxi, pero en su actual estado de ánimo no le importó ir andando a casa. Poseer tal cantidad de dinero le alegraba, y convertía el paseo nocturno en una excursión de lo más placentera. Entonces, de repente, recordó el gemido con el que su madre había hablado de pobreza, cuando le había pedido dinero. Quizá podría devolverle las veinte libras. Pero se le ocurrió, con un ataque de precaución muy poco propio de su carácter, que tal vez no sería aconsejable. ¿Quién sabía si volvería a necesitar esas veinte libras en poco tiempo? Y además, no podría devolverle el dinero sin contarle cómo lo había obtenido. Sería preferible no decirle nada. Mientras entraba en la casa y se dirigía a su cuarto, decidió que guardaría silencio.
Esa mañana llegó a la estación a las nueve, y fue a cazar a Buckinghamshire, montando dos de los caballos de Dolly Longestaffe, por los cuales había pagado treinta chelines al hombre de Longestaffe.
Capítulo 4
El baile de madame Melmotte
Dos noches después del intercambio monetario que tuvo lugar en el Beargarden, se celebró un gran baile en Grosvenor. Se trataba de una velada de tan magnífica escala que se hablaba de ella desde que el Parlamento se había reunido, hacía cosa de quince días. Ciertas personas habían expresado la opinión de que un baile de esas características no podía celebrarse con éxito en el mes de febrero. Otros declararon que lo que costaría —una cantidad que marcaría un hito en los anales de los bailes de la temporada— convertiría la velada en todo un éxito, por pura necesidad. Y lo cierto es que había costado mucho más que dinero. Se habían desplegado esfuerzos increíbles para conseguir el apoyo de los pares del reino, y dichos esfuerzos se habían visto recompensados con creces. La duquesa de Stevenage se había desplazado desde el mismísimo castillo de Albury para estar presente, y traía también a sus hijas, aunque no era costumbre de la duquesa viajar a Londres durante esos meses tan inclementes. Sin duda, la persuasión que la había convencido no había sido poca. Era bien sabido que su hermano, lord Alfred Grendall, se encontraba en apuros económicos, que, según decían, se habían resuelto como por arte de magia gracias a ciertas oportunas ayudas pecuniarias. Y también se sabía que uno de los jóvenes Grendall, el segundo hijo de lord Alfred, había encontrado un buen empleo en la actividad mercantil, gracias al cual recibía un salario para el que hasta sus amigos más íntimos creían que no estaba cualificado. Sin duda era cierto que iba a la calle Abchurch, en el centro económico de la ciudad, cuatro o cinco días a la semana, y que no ocupaba su tiempo de manera tan desacostumbrada para nada. Y allá donde iba la duquesa de Stevenage, allá iba la gente. En el último momento, un día antes de la fiesta, también se supo que asistiría un príncipe de sangre real. Cómo se había logrado, nadie lo sabía; pero corrieron rumores de que se habían recuperado las joyas de cierta dama, que llevaban tiempo en una casa de empeño. Todo se hizo con la misma magnífica escala. Era cierto que el primer ministro había declinado que su nombre apareciera en la lista de asistentes; pero un ministro del gabinete y dos o tres subsecretarios habían aceptado la invitación, pues se presentía que el organizador de la velada pronto poseería una notable influencia en el Parlamento. Se creía que estaba dotado para la política, y siempre es aconsejable tener a los dueños de grandes fortunas de parte de uno. Pero desde el principio, se dedicó mucho tiempo a la planificación de la velada, y muchas horas de angustia e ideas, porque cuando los grandes planes fallan, el fracaso es desastroso y puede acarrear la ruina. Este baile ya había superado dicho escollo; estaba más allá de la posibilidad del fracaso.
El caballero, Augustus Melmotte, era el anfitrión del baile, y también el padre de la joven con quien sir Felix Carbury deseaba casarse, así como el marido de la dama de la que se decía era una judía de Bohemia. Así era como se conocía al caballero, aunque durante los dos últimos años que había pasado en Londres, llegado de París, su nombre había sido sencillamente señor Melmotte. Pero había hecho saber a todo el que quisiera prestar atención que había nacido en Inglaterra, y que era un inglés. Admitía que su esposa era extranjera, confesión necesaria puesto que la dama hablaba muy poco inglés. El propio Melmotte hablaba bien su idioma «nativo», pero con un acento que delataba, por lo menos, un largo período como expatriado. La señorita Melmotte, a la cual durante un breve lapso de tiempo se la conocía como mademoiselle Marie, hablaba muy buen inglés, pero como lo haría una extranjera. En lo que a ella respectaba, la familia reconocía que había nacido fuera de Inglaterra; algunos decían que en Nueva York. Pero madame Melmotte, СКАЧАТЬ