Название: El mundo en que vivimos
Автор: Anthony Trollope
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743826
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Los Melmotte solamente tenían un vástago, una heredera de toda su riqueza. El propio Melmotte era un hombre voluminoso, de tupidas patillas y espesa caballera, cejas marcadas y una maravillosa expresión de poder en su boca y su mentón. Eran características que redimían su rostro de una cierta vulgaridad innata; pero aun así, el aspecto y la apariencia del hombre eran en conjunto desagradables, y si se me permite, despertaban desconfianza. Parecía un hombre rico y avasallador. Su esposa, por contraste, era gordita y de pelo claro, un color no muy habitual en las mujeres hebreas; pero sí poseía una nariz afilada. La señora Melmotte no era precisamente guapa, pero siempre estaba dispuesta a gastar dinero en cualquier objeto que sus nuevas amistades le recomendaran comprar. A veces, hasta parecía que recibiera una comisión por parte de su marido, pues no cesaba de ofrecer regalos a todo el que quisiera aceptarlos. El mundo había recibido a Augustus Melmotte como caballero y así se dirigía a él, en las numerosas cartas que recibía diariamente, y que le procuraban un cargo en el consejo de dirección de las tres docenas de empresas a las que pertenecía. Pero su esposa aún era madame Melmotte. La hija disfrutaba de su rango con nomenclatura inglesa, es decir que en todo momento, la llamaban señorita Melmotte.
Felix Carbury había descrito correctamente a Marie Melmotte a su madre. No era hermosa, no era lista y no era una santa. Pero tampoco era fea, estúpida o especialmente mala. Era poca cosa, apenas había cumplido los veinte, no se parecía a su madre ni a su padre, su rostro no denotaba ninguna herencia hebrea; daba la impresión de que su propia posición la superaba. Con gente como los Melmotte, las cosas iban muy deprisa, y era de todos sabido que la señorita Melmotte había tenido un pretendiente al que la familia casi había aceptado. Sin embargo, su romance había tenido un final abrupto. Nadie culpaba a la señorita de dicho final, ni tampoco le tenían lástima. No suponían que la hubieran dejado por otra, ni que ella a su vez hubiera abandonado a su galán. Como en los consortes reales, los intereses de estado mandan desde una reconocida ausencia, e incluso proclamada imposibilidad, de predilecciones personales, el dinero se comportaba de la misma manera. Es decir, que el matrimonio con el referido pretendiente no fue aprobado, según las importantes disposiciones pecuniarias inevitablemente ligadas a la señorita Melmotte. El joven lord Nidderdale, el hijo mayor del marqués de Auld Reekie, había pedido la mano de la joven, y le había ofrecido el título de marquesa, a cambio de medio millón. Melmotte no había puesto ninguna objeción a la suma, según se decía, pero sí había requerido que el dinero se invirtiera en un fondo, para asegurarlo. Nidderdale lo quería ya y sin ataduras, y no aceptaba ningún otro término. Melmotte quería hacerse con el marqués, para darle a su hija el título de marquesa; por aquél entonces no había entrado en contacto todavía con la duquesa. Pero al final perdió la paciencia, y le preguntó al abogado de lord Nidderdale si le parecía probable que le entregara alegremente esa cantidad de dinero a un hombre como su futuro yerno. «Piensa usted entregarle a su hija», señaló el abogado. Melmotte lanzó una furibunda mirada a su interlocutor durante unos segundos, desde sus pobladas cejas, y luego le dijo que su respuesta era una tontería, y que eso no tenía nada que ver; y procedió a abandonar la estancia. Así fue como el romance llegó a su abrupto final. Dudo que lord Nidderdale dirigiera una sola palabra de amor a Marie Melmotte, o que siquiera la pobre muchacha la esperara. Sin duda le habían explicado claramente cuál era su destino.
Otros habían intentado lo mismo, y habían fracaso de la misma manera. Todos trataban a la chica como un escollo que superar, a un alto precio. Pero a medida que la vida mejoraba para los Melmotte, y que los príncipes y duquesas aparecían en sus salones gracias a otros procedimientos —costosos, sin duda, pero no ruinosos—, el casamiento inmediato de Marie se convirtió en un objetivo menos necesario, y Melmotte redujo sus ofertas. La chica también empezó a desarrollar una opinión propia. Se decía que había rechazado de plano a lord Grasslough, cuyo padre estaba en bancarrota, y que no tenía ningún ingreso propio y era feo, malvado, de mal carácter y sin la menor virtud que lo redimiera. Marie había tenido algunas experiencias desde que lord Nidderdale, con una carcajada en voz baja, le dijo que quizá la convertiría en su esposa. Ahora, de vez en cuando, la muchacha dedicaba tiempo a reflexionar sobre su propia felicidad y su estado. La gente que la rodeaba empezó a decir que sir Felix Carbury podía ser el elegido, si jugaba bien sus cartas.
Además, no todos estaban seguros de que Marie fuera realmente la hija de madame Melmotte, y por lo tanto hebrea. Se habían hecho pesquisas infructuosas acerca de la verdadera fecha de la boda de los Melmotte. En el extranjero se rumoreaba que Melmotte había conseguido dinero casándose con su primera esposa, y que no hacía mucho de eso. Y había otros que decían que Marie no era hija de Melmotte en absoluto. El misterio era agradable, casi tanto como que el dinero existía. El dispendio cotidiano no dejaba lugar a dudas: la casa, los muebles, el carruaje, los caballos, los sirvientes con librea y peluca, y los que no llevaban más que chaquetas negras y no tenían derecho a llevar pelucas. También estaban las joyas y los regalos, y todas las cosas bonitas que se pueden comprar con dinero. Celebraban dos veladas diarias, una a las dos de la tarde, y una cena a las ocho. Los comerciantes ya tenían suficientes datos como para estar tranquilos, y en los círculos económicos de la ciudad de Londres, el nombre del señor Melmotte equivalía a un tesoro, si bien su carácter no valía demasiado.
Hacia las diez de la noche, la gran casa en la parte sur de la plaza Grosvenor tenía todas las luces encendidas. La extensa galería se había convertido en un invernadero, cubierta con paneles que imitaban una enredadera, y se mantenía cálida con aire caliente y decorada con exóticos objetos de precio fabuloso. Desde la puerta se había erigido un paso cubierto, hasta la calle y me temo que había policías sobornados para apartar a los paseantes y convencerles de que dieran un rodeo. Una vez dentro, la residencia había sufrido tal revolución decorativa, que uno dudaba de en qué país se hallaba. El vestíbulo era un paraíso, la escalera el país de las hadas. Los recovecos de los pasillos, pequeñas grutas desde las que asomaban helechos y plantas. Había arcos nuevos y donde era menester, se habían derribado paredes. Las columnas se habían afianzado y recubierto, forrado o decorado. El baile tenía lugar en la planta baja y en el primer piso, y la casa parecía no tener fin. «Le ha costado sesenta mil libras», le dijo la marquesa de Auld Reekie a su viaje amiga, la condesa de Mid-Lothian. La marquesa había decidido asistir al baile a pesar del desgraciado final del romance de su hijo con la señorita Melmotte. Había tomado esa decisión al enterarse de que la duquesa de Stevenage estaría presente. «Y una cantidad tan malgastada nunca ha tenido mejor destino», dijo la condesa. «Por lo que se dice, también la ganó de mala manera», replicó la marquesa. Luego las dos nobles damas, una después de otra, dedicaron elaboradas declaraciones de admiración a madame Melmotte, la hebrea de Bohemia, que estaba en pie en el país de las hadas, para recibir a sus invitados, casi a punto de desmayarse ante la grandeza de la ocasión.
Los tres salones del primer piso, o el piso destinado a los salones, estaban preparados para acoger el baile, y allí era donde se encontraba Marie. La duquesa, no obstante, había decidido que alguien debía СКАЧАТЬ