El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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Читать онлайн книгу El mundo en que vivimos - Anthony Trollope страница 12

Название: El mundo en que vivimos

Автор: Anthony Trollope

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788417743826

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СКАЧАТЬ general, ser útil a la velada. Efectivamente, las relaciones entre los Grendall —es decir, la rama de lord Alfred— y los Melmotte se habían estrechado, y no podía ser de otra manera, pues ambas partes daba y recibía mucho fruto de esa circunstancia. Lord Alfred no tenía ni un chelín a su nombre; pero su hermano era duque, y su hermana duquesa, y durante los últimos treinta años el pobre y querido Alfred había constituido una perpetua fuente de ansiedad y preocupación. Su matrimonio no le había aportado ni un centavo, se había gastado ya su propio y moderado patrimonio, tenía tres hijos y tres hijas, y llevaba mucho tiempo viviendo de las reticentes donaciones de sus parientes nobles. Melmotte podía mantener a toda su familia, con lujos y sin apenas notarlo. ¿Y por qué no hacerlo? Hubo un tiempo en que flotaba la idea de que Miles debía pedir la mano de la heredera, pero pronto se desechó tal propuesta. Miles no poseía título ni dinero, y no era suficiente para ocupar ese puesto. En todos los aspectos, era mucho mejor que las aguas de ese río regaran a toda la familia Grendall; y por eso, Miles encaminó sus pasos a la City.

      Lord Buntingford, el hijo mayor de la duquesa, abrió el baile con una cuadrilla a la que invitó a Marie. Era uno de los detalles que se había arreglado de antemano. Se podría incluso decir que formaba parte del trato. Lord Buntingford había emitido alguna que otra débil protesta, pues era un joven caballero dedicado a sus negocios, que gozaba con el orden, bastante tímido, y al que no le gustaba bailar. Pero había cedido ante la voluntad materna.

      —Por supuesto que son vulgares —había dicho la duquesa—, y lo son tanto que la cosa ya no es de mal gusto, puesto que es de todo punto absurda. Ya podemos decir lo que queramos, y que no nos gusta, pero ¿qué vamos a hacer con los niños de Alfred? Miles recibirá unas quinientas libras al año, todo lo más, y se pasa la mitad del tiempo en casa. Y entre tú y yo, tienen las facturas de Alfred, y dicen que no les importa si se quedan en la caja fuerte hasta que a tu tío le apetezca pagarlas.

      —Pues se quedarán allí durante un buen rato —observó lord Buntingford.

      —Claro, y esperan algo a cambio; así que haz el favor de bailar una vez con la muchacha —replicó su madre.

      Lord Buntingford expresó su desaprobación con un ligero gesto de incomodidad, e hizo lo que su madre le pedía.

      Todo fue bastante bien. En una de las salas de la planta baja, había tres o cuatro mesas de juego, y en una de ellas se sentaron lord Alfred Grendall y el señor Melmotte, con otros dos o tres jugadores, que entraban y salían al final de cada mano. El único logro de lord Alfred era jugar al whist, y se dedicaba casi enteramente a dicha actividad. Empezaba cada día en su club a las tres de la tarde, y seguía jugando hasta las dos de la mañana, con un intervalo de un par de horas para cenar. Lo hacía durante unos diez meses al año, y durante los otros dos frecuentaba alguna población con balnearios donde también se jugaba al whist. No jugaba grandes cantidades de dinero, sino que siempre se ceñía a la apuesta media del club. Pero sí se concentraba enteramente en la tarea, y siempre superaba a sus adversarios de juego. Pero la fortuna era tan cruel con lord Alfred que ni siquiera del whist era capaz de extraer ganancias significativas. Melmotte quería obtener acceso al club de lord Alfred, los Peripatéticos. Le gustaba ser testigo de la elegancia con la que lord Alfred perdía su dinero, y la suave intimidad con la que le llamaba Alfred. A lord Alfred aún le quedaba algo de orgullo, y le hubiera gustado propinarle una buena patada. Aunque Melmotte era un hombre más corpulento que él, y también más joven, lord Alfred no hubiera tenido la menor dificultad. A pesar de su habitual pereza y su inutilidad general, aún poseía un arrebato de vigor, y a veces pensaba que le daría el puntapié a Melmotte y terminaría de una vez por todas con el asunto. Pero luego pensaba en sus pobres hijos, y las facturas que Melmotte guardaba en su caja fuerte. Y además, Melmotte perdía con regularidad, ¡y pagaba sus apuestas con tan buen humor! «Venga y tómese una copa de champán, Alfred», decía Melmotte, cuando ambos se levantaban de la mesa de juego. A lord Alfred le gustaba el champán, y seguía a su anfitrión; pero mientras lo hacía, seguía pensando que un día le daría una lección.

      Esa noche, Marie Melmotte bailaba un vals con Felix Carbury, mientras Henrietta estaba de pie hablando con el señor Paul Montague. Lady Carbury también estaba allí. No le gustaban los bailes, ni las personas como los Melmotte; a Henrietta tampoco. Pero Felix había sugerido que para no perjudicar sus posibilidades con la heredera, todos tenían que aceptar la invitación que su proximidad con la familia Melmotte les había procurado. Así lo hicieron, y entonces Paul Montague también recibió una invitación, lo cual no le gustó demasiado a lady Carbury. Sin embargo, era una mujer capaz de cumplir con su deber, y soportar las penalidades sin quejarse.

      —Es el primer gran baile al que asisto en Londres —le dijo Hetta Carbury a Paul Montague.

      —¿Y le gusta?

      —No, en absoluto. ¿Cómo iba a gustarme? No conozco a nadie. No entiendo cómo se conocen todas estas personas, o si es que se dedican a bailar entre sí sin conocerse.

      —Precisamente. Supongo que una vez han bailado, se presentan y terminan conociéndose, y luego va todo tan rápido como les apetezca. Si desea bailar, puede hacerlo conmigo.

      —Ya hemos bailado, dos veces.

      —¿Acaso hay alguna ley que prohíba bailar tres veces?

      —Es que tampoco tengo muchas ganas de bailar —dijo Henrietta—. Creo que iré a consolar a mi pobre madre, que no tiene a nadie con quien hablar.

      Pero justo en ese momento, lady Carbury no estaba sola, sino que un amigo inesperado había acudido a hacerle compañía.

      Sir Felix y Marie Melmotte estaban dando vueltas y vueltas durante el largo vals, disfrutando de la animada música y de los movimientos del baile. Para ser justos con Felix Carbury, hay que reconocer que la actividad física se le daba bien. Bailaba, montaba a caballo y cazaba con animación, y durante esos instantes se sentía feliz. No se trataba de calcular o de reflexionar, sino de organizar físicamente sus esfuerzos. Y Maria Melmotte también se había sentido feliz. Le gustaba bailar, con todo su corazón, siempre que podía sin perjudicarse.

      La habían advertido sobre ciertos hombres, con los que nunca debía bailar. Casi la habían arrojado a los brazos de lord Nidderdale, y se habría casado con él si su padre así se lo hubiera pedido. Pero no disfrutaba cuando se encontraba en sociedad, y aún no era absolutamente desgraciada porque todavía no era consciente de que poseía una identidad propia, y que debía tener derecho a opinar acerca de su destino. Desde luego, sabía que no le gustaba bailar con lord Nidderdale. Y lord Grasslough tampoco bailaba bien, aunque al principio Marie no se había atrevido ni a sugerirlo. Uno o dos de los demás caballeros se habían portado horriblemente de distintas maneras, pero al final habían desaparecido de su horizonte, por un motivo u otro. En aquel momento, no había ningún pretendiente a quien su padre la empujara a aceptar. Simplemente, le gustaba bailar con sir Felix Carbury. No era solo que fuera un caballero apuesto, sino que tenía el poder de modificar su expresión, como si fuera un actor, contradiciendo sus verdaderos pensamientos. Podía parecer enamorado y sincero, hasta que llegaba el momento de ofrecer de veras su corazón, o como mínimo intentarlo. Entonces es cuando fracasaba, pues nada sabía de decir la verdad. Pero no se le daba mal cortejar íntimamente a una joven. Casi había logrado su objetivo con Marie Melmotte, pero Marie aún no había advertido las deficiencias de carácter del joven. A sus ojos, Felix era un dios. Si permitían que sir Felix la cortejara, y podía entregarse a él, creía que alcanzaría una feliz satisfacción.

      —Qué bien baila usted —dijo sir Felix, en cuanto recuperó el aliento.

      —¿De verdad? —Marie hablaba con un ligero acento extranjero, y eso le daba un cierto atractivo a su entonación—. Nadie me lo había dicho antes. Pero es que nadie me habla de mí.

      —Me СКАЧАТЬ