Название: Himnos
Автор: Eduardo de Gortari
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786078512546
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«Ahora sabes tantas cosas, has vivido tantas cosas. ¡Quién lo diría! Mi hijo es un astronauta», entonces se llevaba los puños a la cintura y me espetaba: «¿Cómo puede ser que no reconozcas el camino a casa?».
Noté que él también levitaba ingrávido, apenas unos centímetros por encima del suelo.
«¿Por qué flotas, papá?».
«Porque ahora eres más viejo que yo».
De la misma forma en que jamás creí que viajaría de nuevo al espacio años más tarde, jamás creí que me escribirías apenas pusiera los pies sobre la Tierra. Un mail escueto pero significativo:
Nicolás:
Inevitablemente me enteré de tu proeza. Ahora perteneces a la estirpe de Arjuna, Gagarin y el Major Tom. Te felicito.
No pude evitar responderte en los mismos términos:
Aquí Major Nick. Muchas gracias, Luisa. También yo me he enterado inevitablemente de tus proezas. Sabes mejor que yo a qué estirpe perteneces ahora.
Semanas después iba en el coche cuando me topé en la radio con esa vieja canción de Pulp. Para sorpresa de mi entonces esposa, no cambié la estación.
Antier soñé que tomábamos cervezas sin burbujas con las estrellas de fondo. Te contaba una noticia del día anterior: el Gran Colisionador de Hadrones del CERN había creado plasma de quarks, la materia más densa que haya manipulado la humanidad, más densa que una estrella de neutrones, casi tan densa como un hoyo negro, tan densa que un centímetro cúbico de ella pesaría 40 mil millones de toneladas. A ti te parecía un chiste estupendo y me decías que, como siempre, la ciencia llegó muy tarde o muy temprano, según se vea; que el lenguaje es la única materia que al compartirse, al expandirse, aumenta su densidad; que Cervantes fue un hoyo negro y que Shakespeare fue un hoyo negro y que Dante fue un hoyo negro y que Ovidio fue un hoyo negro y que Homero fue un hoyo negro y que el internet era un Gran Colisionador de Hadrones donde cada hora crecía el plasma de quarks y que en un día que ya vaticinabas habría de desbordarse sobre sí mismo para convertirse en un hoyo negro supermasivo.
Me salí parcialmente de la NASA. Poco después atravesé un divorcio en el que, más allá de los honorarios de mi abogado y la división de propiedades, me costó admitir que no conocía en lo más mínimo a la mujer con la que me había casado. Dos personas que se desprecian hacen planes y compran una casa; eso es el matrimonio. Me alejé de los tenues reflectores que me seguían el paso para dedicarme casi exclusivamente a la enseñanza. A diferencia de muchos, no me dejé seducir ni por los cheques que otorgan las conferencias ni por la tibia fama que representa convertirse en opinólogo mexicano.
Cumplí años con el extraño dolor de haber cruzado una meta temprana pero simbólica: con 39 vueltas alrededor del Sol, había rebasado la edad en la que murieron mis padres. En una fiesta en casa de mis tíos, que se distinguió por la inaudita capacidad pulmonar de los hijos de Marco y la temprana borrachera de Alberto, al soplar sobre una vela con forma de signo de interrogación que coronaba un pastel de chocolate, me percaté de una ironía crucial: ellos murieron en una colisión entre dos máquinas destinadas al viaje cotidiano. Su único hijo, en cambio, había sobrevivido a una cabalgata espacial que había redefinido la versión superlativa del peligro. Ignoraba cómo sentirme ante la exagerada confianza que depositamos en la estadística.
Recuerdo mis dudas ante las mediciones matemáticas porque ese mismo día me enteré que volvería al espacio. Sería el encargado de dirigir la actualización mecánica de mi brazo robótico. Apenas colgué el teléfono, como si nunca se hubieran ido, volvieron para instalarse por meses las cámaras de televisión, los reflectores, las llamadas en horas inoportunas, las entrevistas para las que revisitaba el guion que había perfeccionado con el tiempo.
Un cálido domingo en Florida, dos días antes del lanzamiento, di una última serie de entrevistas exclusivas. El resto lo sabes perfectamente.
Cuando entraste a la sala del hotel dedicada a las entrevistas, te reconocí por el verde criminal de tu blusa, el mismo tono horrendo que juzgué jamás volvería a estar de moda.
Venías de parte del periódico español más importante con una encomienda específica: una crónica sobre los pormenores de mi viaje. Ambos sabemos que todo lo que redactaste es mentira. No olvido tu sutil venganza: con el pretexto de tu crónica, hiciste preguntas capaces de provocar taquicardia: mi divorcio, mis películas favoritas, qué música escuchaba ahora, consejos para los jóvenes aspirantes a astronautas que más bien me hicieron pensar en mi rebasada juventud. Fuiste tan nulamente profesional que no me quedó más que estar agradecido contigo. Quedamos en vernos en el bar del hotel en cuanto me deshiciera del último reportero.
Sonaba en las bocinas del lugar «Yes I’m Changing», una tímida pero inquietante balada de Tame Impala, uno de los pocos grupos de ahora que me gustan lo suficiente como para ubicarlos. Me preguntaba con una sinceridad brutal qué demonios hacía esperándote. Había sido un hijo de puta contigo, hubo un tiempo en que eso me parecía insoportable. Pero ahora tenía menos ego que entonces y me había perdonado, no sin abollar un par de veces más la imagen impoluta que siempre quise tener de mí mismo. Que me hubieras engañado en otro siglo había dejado de tener la más mínima importancia hacía lustros. Incluso todos los demás terribles defectos que te encontré en el camino eran bagatelas comparados con los delirios psicóticos que conocí después, en ocasiones tan diversas que me avergüenza admitir que soy un científico capaz de emprender el mismo experimento una y otra vez sabiendo de antemano que será un fracaso. ¿Pero qué tanto podíamos haber cambiado, si debajo de mi mejor saco y mi camisa más cara había una playera de Mastodon, de la misma forma en que antes traía siempre una playera del Black Album de Metallica? Sí, había reconocido con los años los prodigios guturales de Tom Waits, la apacible violencia de Björk, la épica nostalgia de Springsteen, la magnificencia total de Dylan, pero en momentos como este me volvía a sentir un muchacho que no conoce más indumentaria textil y emocional que duros riffs metaleros.
Apareciste anunciada por la chillona fosforescencia de una blusa verde que se distinguía desde el satélite de Google Maps. Platicamos de todo menos de nosotros. Solo el ilimitado alcohol que me surtían desde de la barra nos permitió dejar de lado los magros éxitos para hablar de los fracasos circundantes: tú luchabas contra un público que primero te encumbró y que ahora pedía más de lo mismo, contra premios que no te concedieron por ser mujer y premios que te dieron solo por ser mujer, contra editores que buscaban estrangularte sintáctica y financieramente, contra los estragos de un matrimonio que pareció más bien naufragio; por mi parte, había perdido una plaza en el MIT, participé en un proyecto que hubiera merecido el Nobel de no ser porque un equipo japonés se nos adelantó presentado no solo conjeturas sino una confirmación; arrastraba el miedo a no saber qué hacer si volvía a México, un país que de pronto parecía más distante que Alfa СКАЧАТЬ