Название: Himnos
Автор: Eduardo de Gortari
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786078512546
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A cambio, me contaste que siempre quisiste ser maestra de primaria y que fue la lectura de libros proscritos en tu muy católica casa lo que te motivó a ser escritora; porque, aunque tu madre no supiera quiénes fueron Sade o Bukowski, tú hallaste en esos libros un reducto de rebeldía que por secreto era infalible. Contraria al hermetismo específico que te distinguió en el bachillerato, me contaste a fondo sobre el divorcio de tus padres y de cómo conociste a tu papá apenas cumplidos los 19. Me contaste del quiste que te extirparon y del ovario que se fue junto con el quiste. Siempre alegabas que nunca quisiste ser madre de todos modos, pero cuando te desnudaba me esforzaba en besar la cicatriz antes que el vello. Me explicaste que escribías tus sueños a sabiendas de que era la escritura quien daba sentido a lo que antes eran imágenes inconexas. Y escuchaba con auténtico interés tus cuentos y algunos de tus sueños y hacía lo posible por entender los poemas o las películas que te gustaban. Hay promesas que se contraen únicamente porque habrán de romperse: alguna vez me hiciste jurar que tendríamos que reencontrarnos en el futuro, como previendo un final inminente. Incluso intenté darle una oportunidad a Radiohead. Pero eso último jamás se me dio bien.
Te corté cuando volviste de las vacaciones de semana santa, tras acostarte con un tipo en Acapulco. Sin embargo nunca supiste que fajé varias veces con una chica de primer semestre a la que le daba asesorías. Él se llamaba Israel y le rompí la nariz. Ella se apellidaba Thompson, pero ya no recuerdo su nombre. Te envié una carta por correo postal que solo decía una palabra: puta; tan distinto de aquel Nicolás que llevaba escasas semanas saliendo contigo cuando te envió una carta por correo postal que solo decía una frase de Volver al futuro: I’m your density.
Soñé que éramos los mismos chicos de 14 años, mirábamos el Golfo de México desde la escotilla y me decías:
«La Tierra es redonda y azul como una naranja».
Como no te entendía, soltabas un leve bufido mientras meneabas la cabeza para agregar más tarde:
«Entiende, Nico: hay otros mundos, pero ya está este».
Me enteré de tu matrimonio por Alberto. Ignoro si él te contó del mío. De lo demás me enteré por los periódicos que hojeaba cada que venía a México: Luisa galardonada como la mejor filóloga de su generación, Luisa dando entrevistas, Luisa promocionando novelas que me negué a leer por un infundado temor a ver algo de mí en algún personaje. Mi relación contigo fue muy parecida a las secuelas de un pie roto: no se recuerda la rotura hasta que te das un golpe en el mismo sitio; y a veces, es una falible pero íntima forma de pronosticar el clima. Cada mujer con la que me enrolaba, tras el final, me recordaba un poco lo que tuvimos. A veces antes de terminar reconocía las señales catastróficas que pasé por alto contigo. Llegó el momento en que los periódicos o Alberto me hablaban de ti y ya solo sonreía. De tantas veces que vi tu nombre en papeles y pantallas, era el nombre de cualquier otra persona. Eras cualquier otra persona.
Soñé de nuevo con Sergei, pero ahora él buscaba consolarme: en el sueño llevaba casi 40 años en el espacio y no deseaba volver.
«Pero tienes que hacerlo, Nico, tienes que descender».
«Pero, Sergei, soy como tú: no tengo país, no tengo planeta, no tengo a dónde volver».
El ser humano que más ha viajado en el tiempo, apenas 0.02 segundos por delante de los relojes terrestres, de pronto buscaba convencerme de que el futuro era posible como si él fuera un emisario del mismo. Sergei escrutaba el espacio visible desde la escotilla y ante la súbita aparición de un azul gajo terrestre, me decía:
«Nadie aterriza dos veces en el mismo planeta».
Me casé con una compañera de la maestría a los 27, la edad en la que suele morirse la gente respetable, la misma edad en que se casaron mis padres. Cuatro años más tarde, en mi proyecto de posdoctorado, cometí una proeza que bien podría confundirse con una estafa: colaboraré en el diseño de un brazo mecánico robotizado que, siendo francos, solo podíamos instalar y operar los inventores. La NASA no tuvo más opción que enviar al elemento más joven del equipo a su instalación: es decir, yo.
Me sentía como en una película cada vez que me hacían una prueba física de resistencia o un examen médico, cada vez que me entrenaban para usar mi traje en una alberca de un azul tan profundo como el del mar en playas bajas, cada vez que me preparaban en simuladores para el despegue, siempre con un júbilo indistinguible del terror. Porque saber de Física te obliga a reconocer los peligros de un ascenso hacia las estrellas: conoces al pormenor cada detalle que puede salir mal, las estadísticas que explican cada posible error y el cálculo que demuestra que eres un jinete espacial que cabalga sobre una bomba atómica hacia la termósfera.
¿Te acuerdas de las primeras planas de todos los periódicos mexicanos aquel 12 de abril? EL SEGUNDO MEXICANO EN EL ESPACIO, MÉXICO DE NUEVO EN LAS ALTURAS y un etcétera de tinta fútil. Mis tíos las conservan todas aún, enmarcadas y colgadas en la sala, desde las que consignan entrevistas en las que preguntaban por mi opinión sobre la guerra contra el narco y la política mexicana, hasta aquella burda entrevista en que apenas me preguntaron qué marca de calzones es privilegiada en la EEI.
Mi madre solía decir que los telescopios son máquinas del tiempo que ofrecen una vista al pasado. Imagina que tienes una pizarra llena de fotografías que has juntado con el tiempo. Fotografías que has tomado a lo largo de tu vida. Fotografías que se tomaron incluso antes de que tú nacieras. Es natural que tarde o temprano algunas de las personas que aparecen en ellas hayan muerto. Pero también es natural que esas fotos permanezcan, donde los presentes conviven con los que se han ido. Habrá un momento en que todos los que aparecen en aquellas fotos hayan muerto y que en ese momento también lleguen fotos de los que apenas van naciendo. Imagina que esa pizarra, esa colección, empezó desde antes de que nacieras y seguirá cuando hayas muerto. Así es el cielo. Pero así también es el despegue.
Lo que mi madre jamás imaginó es que yo mismo terminaría montado en una máquina del tiempo; que al dar vueltas alrededor del planeta a miles de kilómetros por hora, todos los astronautas viajamos en el tiempo en imperceptibles pero sólidas fracciones de milisegundos directo hacia el futuro. ¿Y qué ves en un ascenso hacia el espacio, mientras retas la atracción gravitacional de la Tierra, sino tu vida recapitulada en un zapping brutal a través del tiempo, donde las fechas se confunden y los acontecimientos adquieren dimensiones desconocidas, conexiones imperceptibles entre hechos minúsculos y eventos decisivos, puentes que parecen conectar en un mismo plano cada uno de los tiempos verbales en que has vivido?
Tuve una pesadilla: iba con mi padre sobre Reforma, partíamos desde el cruce con Insurgentes. Era una de esas tardes en que la Luna es visible a pesar de la luz del día. Tras verla fijamente, mi padre me preguntaba qué pasaría si no existiera la Luna. Le explicaba cómo las mareas mayúsculas, fruto de la crucial cercanía con una Luna joven, propiciaron el arrastre de minerales que más tarde habrían de convertirse en el caldo de cultivo que permitió la vida. Le explicaba СКАЧАТЬ