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descanso. Creció siendo testigo de innumerables carreras de relevos donde el pescado fresco pasaba de mano en mano como una saeta, donde los capturados caminaban hacia el reino como pescado fresco. Sin mayores temores que verse nutrido por heces ocasionales, pasó la infancia siendo el taciturno centinela de una ruta que se construyó principalmente para permitir el fluido tránsito de proteínas esenciales. Pero todo camino vuelve a su origen y tarde o temprano es recorrido por una desolación que corre en sentido inverso: el ejército salido del mar pasó a su lado consternado por la floración de los robles circundantes. La juventud le permitió pasar inadvertido: ya no era una verde promesa producto de un paracaidismo bienhechor, pero tampoco una vieja amenaza como los robles muertos que terminan siendo arcos, vigas, vergantines. Aquellos hombres inauguraron una tradición que hubo de respetarse por centurias: volver aquel camino el escenario de sacrificios seculares sellados por la pólvora; persecuciones bilaterales, carretas emboscadas por forajidos, ejércitos menguados por el dengue y la malaria. Con los años, el roble se vio fortalecido por abonos circunstanciales: la sangre de los combatientes se incorporaba a la tierra como una ofrenda involuntaria de nitrógeno y hierro. Ante semejantes regalos inesperados hubiera sido una mezquindad quejarse de los viajeros que dormitaron bajo su sombra o de las parejas fugitivas que marcaban en su corteza los motivos de la huida. Renovarse resulta indispensable para la supervivencia y qué habría sido de la desolación originaria sin sofisticar la forma en que transitan las proteínas esenciales: la tierra que pisaron miles quedó bajo el asfalto que dejaron constructores cargados de instrumentos cuya única función era suplir una carencia: el sentido común de los ríos. No cesaron los sacrificios ni las afrentas: el ya tradicional plomo siguió siendo la forma más eficaz de permitir que la sangre fertilizara los alrededores, pero también es cierto que los automóviles impactados en árboles vecinos durante lluvias torrenciales cumplían una labor casual pero significativa a la hora de compensar el despojo: bajo el asfalto, las raíces se abrían rutas hacia el agua sin requerir mayores instrumentos de medición que el instinto. A lo largo de siglos, fueron cientos los robles de la zona que pasaron por el inmisericorde trámite de la guillotina, culpables de haber florecido en el momento justo que marca la madurez necesaria para convertirse en mesas, sillas, postigos, arpas, marcos, trabes, guitarras, lanchas, jaranas, libreros. Lo que por años fue un defecto y acaso motivo de burla (haber crecido sin florecer, rebasar la altura de los mayores sin cruzar primero la pubertad) de pronto fue el camuflaje propicio para la supervivencia: por muy alto que fuera, ¿quién cortaría un roble que jamas ha florecido? No fue más que hogar de pájaros estacionarios, guarida de mamíferos, testigo involuntario al pie de un carretera, con una superficie sembrada de experiencias: balas perdidas incrustadas en los anillos de su juventud, navajazos frutos del amor y el aburrimiento, pedazos de corteza arrancados para preparar infusiones de propiedades analgésicas. Una tarde, una mujer descendió de su coche al pie del camino y vio al roble como el hallazgo que se espera durante toda una vida. Siguió con un serrucho menor la ruta abierta por la bala y extrajo una muestra parcial en un procedimiento semejante en dolor y propósitos a una punción lumbar. Días más tarde, la misma mujer volvió acompañada de todo un equipo de investigadores cargados de instrumentos cuya única función era suplir una carencia: el sentido común de los anillos concéntricos detrás de la corteza. A pesar de su aparente e indefectible juventud, resultó ser el roble más viejo del que se hubiera tenido noticias. Las cosas que habrá visto, se dijeron entre ellos como si el roble pudiera sentir algo cercano al regocijo: viajes y procesiones, formas del comercio que devinieron en guerras, guerras entabladas para permitir el comercio, fugitivos y paseantes, turistas y migraciones. ¿Qué otra historia podría contar sino el devenir natural de lo que empezó siendo despojo y desolación? En anillos de celulosa vieron el reflejo de su propia historia. Dejaron una placa, le pusieron un nombre y de tanto en tanto lo visitaban buscando los signos de una floración que se había postergado durante siglos. Varias generaciones continuaron con la labor fundacional de aquella mujer: detenerse bajo su sombra, buscar nuevas huellas, seguir el transcurso de un milagro fruto de la mutación. La misma carretera adyacente fue reconstruida en no pocas ocasiones, siempre con la magra ayuda de instrumentos de medición incapaces de suplir el sentido común de los ríos e instrumentos de construcción incapaces de suplir el sentido común de las montañas: las rocas se mueven en una misma dirección siguiendo tácitos acuerdos. El mar que antes se distinguía solo en días claros comenzó una lenta pero inexorable invasión, en un tiempo en que los cuerpos seguían los pasos nutricios de sus predecesores y los constructores seguían los torpes pasos de sus antecesores y las parejas fugitivas parecían ignorar el destino de todas las parejas anteriores, y los pájaros que se posaban en sus ramas seguían moviéndolo a la nostalgia de los días anteriores a que fuera una verde banderita alzada en el excremento, y los robles nacían cada vez más lejos porque la tierra ya no era propicia sino para este único espécimen imperturbablemente joven, desgraciadamente viejo. El mar cubrió los alrededores: la punta de la colina que gobernaba el roble se transformó en una isla súbita, solo accesible en lancha, ajena a las naves circundantes y el oleaje nutricio: la marea arrastra cuerpos que cumplen la misma función que los primeros cuerpos: la atávica circulación de proteínas esenciales, los despojos pactados y la desolación que ya no requiere ni recuerda camino alguno. Espera lo que ya no espera: ¿quién sembrará verdes banderas en qué colinas lejanas? Desearía, como tantos otros robles, solo heredar la espuela y la nostalgia. Vendrán las flores. No los herederos.
EUREKA
Cuando sueño que estoy en la EEI, suelo rodearme de gente que está en la Tierra. Cuando sueño que estoy en la Tierra, floto ingrávido todo el tiempo, apenas unos centímetros por encima del piso.
Ambos teníamos 14 años cuando nos conocimos. Fue mi primera cita, para colmo doble, para colmo a ciegas, para colmo involuntaria: mi primo salía con tu hermana mayor: tú ibas de chaperona y yo fui el paliativo que evitó un mal tercio. Me caíste mal desde el principio. Con un vestido casi infantil y el pelo relamido, parecías recién llegada de tu primera comunión. No podía quedarme atrás, me encontraba en esa etapa en que se finge ser un malo de primera cuando todos saben que eres un ñoñazo sin remedio: mi rotísima chamarra de mezclilla y mi playera de Iron Maiden debieron causarte ternura y pena. Fuimos a ver Volver al futuro III y saliendo de la función, mientras Marco y Patricia fajaban en un parque, tú y yo comíamos helado en el café de enfrente.
«¿Te gustó la película?». Creo que esas fueron las primeras palabras que me dijiste; dudo que antes hayamos intercambiado siquiera un hola.
«Me gustó más la primera. El problema es que quisieron hacer algo tan grande como Star Wars y no les salió», dije en uno de esos desplantes de pedantería que solo ocurren en la adolescencia.
«Nunca he visto Star Wars».
«¡No?».
Así supe que mi primera impresión sobre ti no fue errada. Volteé hacia el parque implorando que la lluvia veraniega hiciera una aparición redentora forzando a los tórtolos a salir de entre los árboles. Antes de las primeras gotas del chubasco que efectivamente finalizó nuestra cita, vislumbré todas las forzosas veces en que tendría que soplarme tus horrendos lentes de pasta, tu dignísimo silencio, tu ignorancia ante Star Wars. A la semana siguiente tu hermana cortó con mi primo y asumí que no volvería a verte.
Hace unos días soñé que levitaba afuera de la secundaria esperando a que mis padres llegaran por mí. Tenía hambre y enojo. Aparecían una hora tarde, llenos de disculpas y pretextos, en un Shadow sin llantas sostenido por globos multicolores. Mientras yo flotaba ingrávido sobre el asiento trasero, mi padre me decía que ya era lo suficientemente grande como para llegar solo a casa.
«¡Pero apenas tengo doce años!», alegaba.
«No es cierto, Nico», replicaba mi madre. «Estás por cumplir cuarenta».
Volteaba hacia la ventanilla para encontrar el débil reflejo del casco de acrílico fijado a mi traje de astronauta.