El primer rey de Shannara. Terry Brooks
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Название: El primer rey de Shannara

Автор: Terry Brooks

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Las crónicas de Shannara

isbn: 9788417525286

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СКАЧАТЬ y estando dispuesto a aceptar que las antiguas costumbres quizá no encierren todas las respuestas.

      Así que, desde el principio, ya había aceptado que la magia podía ser una forma de poder más manejable y duradera que las ciencias del mundo de antes de las Grandes Guerras. Todo el conocimiento, extraído de la memoria de la gente y de los libros de la época de Galáfilo en adelante, falló a la hora de producir lo que se esperaba de la ciencia. Estaba demasiado fragmentado, demasiado alejado de la época de la civilización a la que se suponía debía servir, unos conocimientos demasiado crípticos para proporcionar la llave que abría las puertas hacia el entendimiento. En cambio, la magia era otro cantar. La magia era más antigua que la ciencia y se podía acceder a ella de un modo más inmediato. Los elfos, que procedían de la misma época que esta, poseían conocimientos en la materia. A pesar de que habían vivido escondidos y aislados durante mucho tiempo, tenían libros y textos mucho más descifrables en lo que respectaba a sus objetivos que aquellos que trataban sobre la ciencia del antiguo mundo. Cierto, faltaba mucha información, y la gran magia del viejo mundo se había perdido y no iba a ser fácil recuperarla. Sin embargo, esta ofrecía más esperanzas que la ciencia con la que el Consejo Druida continuaba batallando.

      Con todo, el consejo recordaba el precio que habían tenido que pagar durante la Primera Guerra de las Razas por evocar la magia, lo ocurrido con Brona y sus congéneres, y no estaba dispuesto a permitir que eso volviera a suceder. El estudio de la magia estaba permitido, pero se desaconsejaba encarecidamente. Se consideraba una curiosidad que ofrecía pocos instrumentos de utilidad y su práctica en general no se debía adoptar como senda hacia el progreso bajo ninguna circunstancia. Bremen se había opuesto a esta visión y la había rebatido hasta la saciedad, pero sus esfuerzos fueron en vano. La mayor parte de los druidas de Paranor eran conservadores y no estaban abiertos a la posibilidad de cambiar. «Aprende de tus errores» era la cantinela que entonaban. «No olvides lo peligroso que puede ser practicar magia». «Es mejor que olvides este interés pasajero y te dediques a tus estudios». Bremen no lo hizo, claro está (de hecho, era incapaz). Iba en contra de su propia naturaleza descartar una posibilidad por la sola razón de que ya había fallado antes, una sola vez. Había fallado debido a un mal uso flagrante, eso era lo que él les recordaba, algo que no tenía por qué ocurrir por segunda vez. Unos pocos estaban de acuerdo. Sin embargo, al final, cuando su insistencia se tornó intolerable, el Consejo lo desterró y él partió solo.

      Viajó hacia las Tierras del Oeste, donde vivió entre los elfos durante muchos años. Había estudiado sus tradiciones y sabiduría popular, trabajando con minuciosidad todas sus escrituras, tratando de recuperar parte de lo que habían perdido cuando el viejo reino de la magia dio paso al de la humanidad mortal. Bremen se había llevado pocas cosas consigo. Ya conocía el secreto del Sueño del Druida, aunque todavía lo usaba de forma rudimentaria. Dominar sus complejidades y aceptar las consecuencias de su uso le llevó tiempo, y no le fue de gran utilidad hasta que no llegó una edad bastante avanzada. Los elfos aceptaron a Bremen como un alma afín y le brindaron acceso a su colección de artefactos mágicos y a todas las escrituras, menos aquellas ya olvidadas. Con el tiempo, Bremen descubrió tesoros enterrados entre los desechos. Se adentró en otras tierras y allí también descubrió pedacitos de magia, aunque no tan desarrollados y, en muchos casos, extraños incluso para las gentes que los empleaba.

      Durante todo ese tiempo, había trabajado sin cesar para confirmar sus sospechas cada vez más fundadas de que los rumores sobre el Señor de los Brujos y sus Portadores de la Calavera eran ciertos: que eran los druidas rebeldes que habían huido de Paranor hacía tantos años, las criaturas a las que se había derrotado durante la Primera Guerra de las Razas. Pero las pruebas habían sido como el aroma de las flores transportado por el viento: están ahí un momento y, en apenas un instante, ya se han esfumado. Bremen les había seguido el rastro sin tregua, cruzando fronteras y reinos, por aldeas de aquí y de allí, siguiendo un cuento, el siguiente y el otro. Al final, el rastro lo había llevado al mismísimo Reino de la Calavera, al corazón de los dominios del Señor de los Brujos, a las catacumbas donde se había ocultado entre los subordinados del Señor Oscuro, a la espera de que sucediera algo que le permitiera escapar y contar la verdad. Si hubiera tenido más fuerzas, habría podido descubrir la verdad antes. Pero había necesitado años para desarrollar las habilidades necesarias para sobrevivir a un viaje hacia el norte. Años de estudio y exploración. Tal vez habría tardado menos tiempo si el Consejo lo hubiese apoyado, si hubieran dejado de lado las supersticiones y los temores y hubieran aceptado las posibilidades que la magia les ofrecía, como había hecho Bremen; pero eso nunca había sucedido.

      Suspiró al recordarlo. Pensar en todo aquello lo apenaba. Había desperdiciado tanto tiempo y perdido tantas oportunidades. Quizá ya era demasiado tarde para los que habitaban Paranor. ¿Qué podría decirles para convencerlos del peligro que les acechaba? ¿Acaso le iban a creer cuando les contara lo que había descubierto? Habían pasado más de dos años desde su última visita a la Fortaleza. Seguro que algunos druidas creían que estaba muerto. Otros quizá incluso deseaban que así fuera. No sería fácil convencerlos de que habían estado equivocados respecto al Señor de los Brujos, de que debían replantearse su compromiso para con las razas y, lo más importante, reconsiderar su rechazo al uso de la magia.

      Cuando Bremen y Kinson salieron del bosque profundo, rayaba el alba y la luz brillaba en tonos que oscilaban del plateado al dorado mientras el sol salía poco a poco tras los Dientes del Dragón, con su brillo fragmentado iluminando los árboles y calentando la tierra húmeda. La vegetación era cada vez más escasa; había quedado reducida a un bosquecillo de centinelas solitarios. Ante ellos se alzaba Paranor, bañado por la luz neblinosa de la mañana. El bastión de los druidas era una ciudadela de piedra maciza erigida sobre una base de rocas que sobresalía de la tierra como un puño. Los muros del fortín se elevaban centenares de pies hacia el cielo para formar torres y almenas que se habían descolorido hasta ser de un blanco brillante. Los gallardetes ondeaban cada dos por tres: algunos rendían homenaje a distintos emblemas que representaban a los Druidas Supremos a los que habían servido, otros representaban las casas de los dirigentes de las Cuatro Tierras. La neblina cubría las alturas del baluarte y envolvía las sombras aún más oscuras que había en los cimientos del castillo, allí donde la luz del sol todavía no había extinguido la noche. Bremen pensó que constituía una visión impresionante. Incluso ahora, incluso para él, que había sido desterrado.

      Kinson le echó un vistazo inquisidor por encima del hombro, pero Bremen le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que siguiera adelante. No ganarían nada si se retrasaban. Sin embargo, contemplar el tamaño de la fortificación le dio que pensar. Tenía la sensación de que el peso de la piedra se le alojaba sobre los hombros, una carga que no podría soportar. Una fuerza tan implacable y enorme, pensó, que se asemejaba en cierto sentido a la determinación tenaz de aquellos que allí vivían. Ojalá las cosas fueran distintas. Bremen sabía que debía intentar cambiarlas.

      Salieron de entre los árboles, donde la luz del sol todavía era una intrusa que se infiltraba entre las sombras, y caminaron en la claridad de la noche que se desvanecía, hacia el camino principal que conducía al portón. Había un puñado de hombres armados que ya había salido a su encuentro, formaban parte de las fuerzas multinacionales que servían al Consejo como Guardia Druida. Todos llevaban un uniforme gris con el emblema de una antorcha bordada en rojo en el lado izquierdo del pecho. Bremen buscó algún rostro conocido, pero no encontró ninguno. Al fin y al cabo, ya habían pasado dos años desde la última vez que pisó estas tierras. Al menos, los que montaban guardia eran elfos y tal vez lo escucharan.

      Kinson se hizo a un lado por deferencia y dejó que Bremen tomara la delantera. Este se irguió e invocó la magia para que le diera más presencia, disimulara la fatiga que sentía y escondiera cualquier atisbo de debilidad o duda. Se acercó al portón con decisión, sus ropajes negros se hinchaban tras él y sentía la oscura presencia de Kinson detrás, a su derecha. Los guardias aguardaron, sin dejar entrever ningún sentimiento.

      Cuando Bremen llegó ante ellos, provocando que se encogieran ligeramente, se limitó a decir:

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