El primer rey de Shannara. Terry Brooks
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Название: El primer rey de Shannara

Автор: Terry Brooks

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Las crónicas de Shannara

isbn: 9788417525286

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СКАЧАТЬ arrancar, erosionado por el paso del tiempo y las estaciones, que nunca envejecía. Era un druida guerrero, el último que quedaba de su clase, un experto en el manejo de armas y el arte de la guerra, un pozo sin fondo de conocimiento popular sobre las grandes batallas que se libraron desde la época en la que habían surgido las nuevas razas. Bremen lo había entrenado personalmente antes que lo desterraran hacía más de diez años. Tras todo lo que había ocurrido, Risca nunca había dejado de ser su amigo.

      —Ya no soy «de Paranor», Risca —objetó Bremen—. Pero aún me siento como en casa. ¿Cómo estás?

      —Bien, pero aburrido. Mis habilidades son de poca utilidad aquí dentro. Hay pocos druidas nuevos que estén interesados en el arte de la guerra. Me mantengo en forma practicando con la Guardia. Caerid me pone a prueba cada día.

      El elfo resopló.

      —Que te me comes con patatas, dirás. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has sabido encontrarnos?

      Risca soltó a Bremen y echó un vistazo en derredor con aire misterioso.

      —Las paredes tienen oídos, al menos para aquellos que saben escuchar.

      Caerid Lock se echó a reír a pesar de que no era su intención.

      —El espionaje… ¡Otro arte afilado con precisión del arsenal de las habilidades de un guerrero!

      Bremen le ofreció una sonrisa al enano.

      —¿Sabes por qué estoy aquí?

      —Sé que vas a hablar con Athabasca. Pero yo quería hablar contigo primero. No, Caerid. Puedes oírlo. No tengo ningún secreto que no pueda confiarte. —El semblante del enano se tornó serio—. Solo puede haber una razón que te haya hecho volver, Bremen, y no deben de ser buenas noticias. Así sea. Sin embargo, necesitarás aliados, y yo soy uno. Cuenta conmigo para hablar en tu nombre cuando importe. Ostento una posición en la jerarquía del Consejo por antigüedad que pocos podrán ofrecerte. Tienes que saber cómo están las cosas, el Consejo no está muy contento con tu regreso.

      —Espero poder convencer Athabasca de que la necesidad común requiere que olvidemos nuestras diferencias. —Bremen frunció el ceño; estaba pensando—. No puede ser tan difícil aceptarlo.

      Risca sacudió la cabeza.

      —Sí que puede, y lo será. Sé fuerte, Bremen. No le contradigas. Le desagrada lo que representas; su autoridad puede verse cuestionada, y nada de lo que hagas o digas cambiará su percepción. El miedo es un arma que te será más útil que razonar. Deja que comprenda el peligro. —De pronto, observó a Caerid—. ¿Le aconsejarías algo distinto?

      El elfo dudó y, acto seguido, negó con la cabeza.

      —No.

      Risca se estiró para agarrar a Bremen de las manos una vez más.

      —Hablaré contigo luego.

      Giró sobre sus talones, se alejó por el corredor y desapareció entre las sombras. Bremen sonrió sin querer. Fuerte de cuerpo y espíritu, inflexible: ese era Risca. Nunca iba a cambiar.

      El capitán elfo y el anciano retomaron la marcha y avanzaron por corredores y escaleras poco iluminados; tras cada curva se adentraban más en el bastión, hasta que al final llegaron a un rellano, al final de un tramo de escaleras, allí había una puertecilla estrecha, rodeada por un marco de hierro. Bremen había visto esa puerta unas cuantas veces en los años que había vivido en el castillo. Era la puerta trasera que conducía a las dependencias del Druida Supremo. Athabasca lo estaría esperando para recibirlo. Bremen inspiró hondo.

      Caerid Lock tocó la puerta con delicadeza tres veces, hizo una pausa y, luego, volvió a tocar con suavidad una última vez. Desde el otro lado, una voz que les era familiar rugió:

      —Adelante.

      El capitán de la Guardia Druida empujó la puertecilla estrecha para que se abriera y después se hizo a un lado.

      —Debo esperar aquí —avisó a Bremen, en voz baja.

      Este asintió, divertido por la solemnidad que vio reflejada en el rostro del otro.

      —Lo entiendo—le dijo—. Muchas gracias de nuevo, Caerid.

      Se detuvo para acceder por aquella entrada tan baja y avanzó hacia el interior de la sala.

      La habitación le era familiar. Era la cámara exclusiva del Druida Supremo, unas estancias privadas donde retirarse, que el líder del Consejo también usaba para celebrar reuniones. Era un salón grande, de techo alto, con ventanales de cristal emplomado, y revestido de estanterías llenas de papeles, artefactos, diarios y un montón de libros esparcidos por aquí y por allá. En el centro de la pared frontal, justo delante de donde estaban, se alzaba una puerta doble con un marco de hierro. Un escritorio enorme descansaba en el centro del salón. En aquel momento estaba completamente vacío y la superficie de madera bruñida reflejaba la luz de las velas.

      Athabasca se encontraba de pie tras el escritorio, esperándole. Era un hombretón corpulento, fornido y arrogante, con una mata de pelo cano y unos ojos fríos y azules, hundidos en un rostro rubicundo. Vestía los ropajes azul oscuro del Druida Supremo, agarrados con un cinturón a la altura del vientre, sin ningún símbolo. En vez de eso, le colgaba del cuello el Eilt Druin, el medallón símbolo del cargo de Druida Supremo desde la época de Galáfilo. El Eilt Druin se había forjado con oro y una pequeña aleación de metales que lo endurecían, y estaba surcado de filigranas de plata. Tenía la forma de una mano que sostenía en alto una antorcha encendida: era el símbolo de los druidas desde sus inicios. Se decía que el medallón era mágico, aunque nadie había presenciado la magia que supuestamente albergaba. Las palabras Eilt Druin eran élficas y literalmente significaban: «mediante el conocimiento se consigue el poder».

      Hubo una época en la que ese lema tenía un significado para los druidas. «Otra de las ironías de la vida» pensó Bremen, desalentado.

      —Bien hallado, Bremen —lo recibió Athabasca, con esa voz profunda y sonora que tenía. Era el saludo tradicional, pero la versión de Athabasca sonó vacía y forzada.

      —Bien hallado, Athabasca —replicó Bremen—. Os estoy muy agradecido porque hayáis accedido a verme.

      —Caerid Lock fue bastante persuasivo. Además, no echamos a aquellos que se presentan ante nuestra puerta y que un día fueron hermanos.

      «Ha sido una excepción, no volverá a suceder», le estaba comunicando. Bremen avanzó hasta quedar de pie cerca del gran escritorio. Sentía que había más distancia entre Athabasca y él que la que ponía la larga extensión de madera pulida. De nuevo se maravilló de lo pequeño que podía hacer sentir a uno aquel hombretón con su sola presencia. Aunque Bremen era unos cuantos años mayor que Athabasca, no podía evitar sentir que estaba en presencia de un patriarca.

      —¿Qué queréis decirme, Bremen? —le preguntó Athabasca.

      —Que se cierne un grave peligro sobre las Cuatro Tierras —respondió Bremen—. Los trolls han sido subyugados por un poder que transciende la vida en el plano físico y la fuerza de la muerte. Que las otras razas también caerán si no intervenimos para protegerlas. Que incuso los druidas corremos sumo peligro.

      Athabasca acarició el Eilt Druin, distraído.

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