Un cuento de magia. Chris Colfer
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Название: Un cuento de magia

Автор: Chris Colfer

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9788412407426

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      —¡No, lo juro! —mintió Brystal—. Es que me gusta dormirme con la luz de la vela. A veces me asusta la oscuridad.

      Por desgracia, a Brystal se le daba terriblemente mal mentir. La señora Evergreen veía a través del engaño de su hija como a través una ventana que acabara de limpiar.

      —El mundo es un lugar oscuro, Brystal —dijo—. Eres tonta si crees lo contrario. Venga, dámelo.

      —Pero ¡mamá, por favor! ¡Me faltan muy pocas páginas para terminarlo!

      —¡Brystal, no te lo estoy preguntando! —gritó la señora Evergreen—. ¡Estás rompiendo las reglas de esta casa y las leyes del reino! ¡Venga, dámelo ahora mismo o iré a buscar a tu padre!

      Brystal suspiró y le entregó el ejemplar de Las aventuras de Tidbit Twitch que había escondido debajo de la almohada.

      —¿Y el resto? —preguntó la señora Evergreen con la palma abierta.

      —Este es el único que tengo...

      —¡Jovencita, no voy a tolerar que sigas mintiéndome! Los libros en tu habitación son como los ratones en el jardín, siempre hay más de uno. Ahora, dame los otros o iré a buscar a tu padre.

      Los hombros de Brystal se hundieron al igual que sus esperanzas. Se levantó de la cama y guió a su madre hasta un rincón donde había una tabla suelta bajo la cual guardaba su colección de libros. La señora Evergreen casi se quedó sin respiración cuando su hija le descubrió todos los libros que tenía. Había títulos de historia, religión, leyes y economía, así como obras de ficción: aventura, misterio y romance. A juzgar por las gastadas cubiertas y páginas, Brystal los había leído muchas veces.

      —Ay, Brystal —dijo la señora Evergreen con pesadez en el corazón—, entre todo lo que podría interesar a una muchacha de tu edad, ¿por qué has tenido que elegir los libros?

      La señora Evergreen pronunció aquella última palabra como si estuviera hablando de una sustancia desagradable y peligrosa. Brystal sabía que estaba mal tener libros (las leyes del Reino del Sur dictaban con claridad que eran «solo para los ojos de los hombres»), pero como nada la hacía más feliz que leer, se arriesgaba continuamente a sufrir las consecuencias.

      Uno por uno, Brystal besó los lomos, como si estuviera despidiéndose de una pequeña mascota, antes de pasárselos a su madre. Los libros se apilaron hasta quedar por encima de la cabeza de la señora Evergreen, pero como ella ya estaba acostumbrada a andar por la casa cargada con cosas, no le resultó difícil encontrar el camino hasta la puerta.

      —No sé quién te los consigue, pero debes cortar toda relación con esa persona inmediatamente —le ordenó la señora Evergreen—. ¿Sabes cuál es el castigo para las niñas a las que descubren leyendo en público? ¡Tres meses en un hospicio! ¡Y se quedaría solo en eso gracias a los contactos que tiene tu padre!

      —Pero, mamá —se quejó Brystal—, ¿por qué a las mujeres no nos permiten leer? La ley dice que nuestras mentes son demasiado delicadas para estudiar, pero eso no es cierto. ¿Cuál es la verdadera razón de que nos mantengan alejadas de los libros?

      La señora Evergreen se detuvo en la puerta y se quedó en silencio. Brystal entendió que su madre estaba pensando, porque muy pocas veces se detenía por algo. La señora Evergreen miró de nuevo a su hija con seriedad y, por un momento, Brystal habría jurado que vio una leve chispa de empatía en sus ojos, como si llevara toda la vida haciéndose la misma pregunta y aún no hubiera encontrado una respuesta.

      —A mí me parece que las mujeres ya tenemos suficientes cosas que hacer hoy en día —dijo para zanjar el tema—. Ahora vístete. El desayuno no se prepara solo.

      La señora Evergreen giró sobre sus talones y salió de la habitación. De los ojos de Brystal brotaron lágrimas mientras observaba a su madre alejarse con sus libros. Para ella no eran un montón de hojas atadas con un trozo de cuero: sus libros eran amigos que le ofrecían la única salida de la opresión del Reino del Sur. Se secó los ojos con el dobladillo del camisón. Y las lágrimas no le duraron mucho. Brystal sabía que solo sería cuestión de tiempo que pudiera rehacer su colección; su «proveedor» estaba mucho más cerca de lo que su madre imaginaba.

      Se detuvo frente al espejo para ponerse todas las prendas y los accesorios de su ridículo uniforme escolar: vestido blanco, mallas blancas, guantes de encaje blancos, hombreras blancas mullidas y zapatos de tacón blancos y con hebillas, y, para completar la transformación, se recogió su pelo largo y castaño con una cinta blanca.

      Brystal miró su reflejo y soltó un largo suspiro que nació en lo más profundo de su alma. Como de todas las mujeres del reino, se esperaba de ella que fuera de casa pareciera siempre una muñeca viviente, y Brystal odiaba las muñecas. De hecho, todo lo que orientara a las niñas, aunque fuera mínimamente, hacia ser madres o esposas lo añadía de inmediato a la lista de cosas que detestaba, y dada la cerrada visión que tenía de las mujeres el Reino del Sur, con los años había hecho una lista muy larga.

      Desde que tenía memoria, Brystal sabía que el destino le reservaba una vida fuera del confinamiento del reino. Sus logros la llevarían más allá de conseguir marido y tener hijos: ella viviría aventuras y experiencias; no se limitaría a cocinar y limpiar: encontraría una felicidad que nadie podría cuestionar, al igual que les ocurría a los personajes de sus libros. No podía explicar por qué se sentía de esa forma o cómo lo lograría, pero lo sentía con todo su corazón. Sin embargo, hasta que llegara ese día, no tenía más remedio que representar el papel que la sociedad le había asignado.

      Por eso buscaba formas sutiles y creativas de seguir adelante. Para que su uniforme escolar le pareciera tolerable, llevaba las gafas de lectura atadas a una cadena de oro, como un relicario, y luego se las escondía debajo del vestido. No era muy probable que en la escuela hubiera algo que valiera la pena leer, pues a las jóvenes solo se les enseñaba a leer recetas básicas y señales de tráfico, pero saber que ella estaba preparada por si se daba la ocasión le hacía sentirse como si llevara un arma secreta. Y saber que se estaba rebelando, aunque lentamente, le daba la energía necesaria para superar cada día.

      —¡Brystal! ¡Me refería al desayuno de hoy! ¡Baja de inmediato!

      —¡Ya voy! —contestó.

      La familia Evergreen vivía en una casa de campo espaciosa a unos pocos kilómetros de la Plaza Mayor de Colinas Carruaje. El padre de Brystal era un juez ordinario reconocido en el tribunal del Reino del Sur, lo que garantizaba a la familia más riquezas y respeto que a la mayoría. Por desgracia, como su sustento provenía de quienes pagaban impuestos, era considerado de mal gusto que los Evergreen disfrutaran de «extravagancias». Y como el juez no valoraba nada más que su buena reputación, privaba a su familia de esos gustos «extravagantes» siempre que podía.

      Todas las pertenencias de los Evergreen, desde la ropa hasta los muebles, eran de segunda mano, regalos de sus amigos o vecinos. No tenían ni una cortina a juego, la vajilla y los cubiertos pertenecían a servicios distintos y cada silla había sido hecha por un carpintero diferente. Incluso el papel de las paredes había sido arrancado de otras casas y formaba una caótica mezcla de estampados variados. Su propiedad era lo bastante grande como para emplear a un personal de veinte personas, pero el juez Evergreen creía que los sirvientes y los peones eran la «mayor extravagancia entre todas las extravagancias», por lo que Brystal y su madre СКАЧАТЬ