Название: Grace y el duque
Автор: Sarah MacLean
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Los bastardos Bareknuckle
isbn: 9788418883019
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En la cintura, dos cinturones. No. Un cinturón y un pañuelo de color escarlata, con incrustaciones de hilo de oro, el hilo de oro que él siempre le había prometido cuando eran niños y con el que se atrevían a soñar. Seguramente lo había comprado ella misma. Por encima del cinturón y el pañuelo, una camisa de lino blanco que dejaba desnudos sus brazos hasta algo más allá de los codos. La camisa estaba metida por dentro con cuidado y atada por el centro, ceñida a su cuerpo.
Nada de telas sueltas, porque las telas sueltas eran un lastre en una pelea.
Y mientras envolvía su muñeca con cuidado, dando una y otra vuelta, como si lo hubiera hecho cientos o miles de veces antes, Ewan supo que había venido a buscar pelea.
No le importaba. No mientras fuera con ella con quien tuviera que enfrentarse.
Le daría lo que deseara.
—Grace —dijo, y aunque había intentado que sonara como un simple susurro que se pierde en el serrín que se extendía por el suelo de la estancia, la palabra, su nombre, su título, resonó como un disparo en la habitación.
Ella no reaccionó. Ni un respingo, ni siquiera un parpadeo de reconocimiento en el rostro. Ningún cambio de postura.
—Me han dicho que has arrancado mi puerta de la pared —dijo ella con un susurro de desagrado; su voz era baja, cadenciosa y magnífica.
—He puesto Londres patas arriba buscándote —respondió—. ¿Creías que una puerta me retendría?
—Y, sin embargo, aquí estás, de rodillas, así que parece que algo te ha alejado de mí después de todo. —Arqueó las cejas.
—Te estoy mirando, amor, así que no me siento alejado de ti en absoluto. —Levantó la barbilla. Un ligero estrechamiento de su mirada fue la única señal de que había dado en el clavo. Grace terminó de vendarse la muñeca y metió el extremo de la venda en la palma de la mano antes de empezar a envolver la otra. Y solo entonces, una vez iniciado el movimiento medido y metódico, volvió a hablar.
—Es extraño, ¿no?, que lo llamemos lucha a puño limpio, pero no luchemos a puño limpio. —Él no respondió—. Por supuesto, luchamos con los nudillos desnudos. Cuando llegamos aquí… —Se detuvo para buscar su mirada—. A Londres. —Las palabras fueron un golpe, más duro que cualquiera que ella hubiera podido darle, con o sin las vendas. El recordatorio de aquello a lo que se habían enfrentado cuando llegaron a la ciudad hizo que se quedara inmóvil—. Todavía recuerdo la primera noche —continuó Grace—. Dormimos en un prado a las afueras. Hacía calor, estábamos bajo las estrellas y sentíamos pavor, pero nunca habíamos sido tan libres… ni tenido tanta esperanza. —Lo miró a los ojos—. Nos habíamos deshecho de ti. —Otro golpe que casi lo hizo retroceder—. Cosí la cara de Diablo en ese prado, con una aguja que había robado al salir de la mansión, e hilo sacado de mis faldas. —Hizo una pausa—. No se me ocurrió que para encontrar trabajo iba a necesitar faldas sin rasgar.
Ewan cerró los ojos. ¡Dios! Habían corrido peligro.
—Aprendí rápido. Después del tercer día de no tener trabajo ni nadie que se ocupara de nosotros tres, sin comida y sin un techo sobre nuestras cabezas, asumimos que nuestras opciones eran limitadas. Pero yo era una chica y tenía una más a mano que Diablo y Whit.
Ewan aspiró un poco, la rabia endureció su mandíbula y enderezó su columna vertebral. Habían huido juntos, su único consuelo había sido la idea de que se protegerían mutuamente. Que sus hermanos la protegerían.
Grace buscó su mirada y arqueó una ceja oscura.
—No tuve que elegir. Digger nos encontró pronto.
Encontraría a ese Digger y lo destriparía.
—¿Te puedes creer que hay un mercado para niños luchadores? —Grace sonrió y terminó de envolverse la muñeca. Se acercó, y él creyó percibir su olor a crema de limón y a especias—. Era algo que sí sabíamos hacer, ¿no? —Así era. Habían aprendido juntos—. Digger no nos dio vendas la primera noche. No son solo para proteger los puños, ¿sabes? El acolchado, en realidad, hace que la pelea dure más. Fue un detalle: pensó que las peleas terminarían antes para nosotros si peleábamos con los puños desnudos. —Hizo una pausa, y él observó cómo el recuerdo la atravesaba, la vio recomponerse—. Y sí, las peleas terminaban antes.
—Las ganabas tú. —Las palabras salieron ásperas, como si durante un año no hubiera usado su voz. O durante veinte.
Tal vez no lo había hecho. No se acordaba.
Sus ojos volaron hacia los de él.
—Por supuesto que las ganaba. —Una nueva pausa—. Aprendí a luchar con los mejores. Aprendí a pelear sucio. Precisamente del mejor, del chico que ganaba, aunque llevara a cabo la peor clase de traición.
Ewan evitó estremecerse ante aquellas palabras, que destilaban repulsión. Al recordar lo que había hecho para ganar. Se encontró con su mirada, directa y honesta.
—Te agradezco el cumplido.
Ella no respondió, sino que continuó su relato.
—No tardaron en darnos un nombre.
—Los Bastardos Bareknuckle. —Ewan hizo una pausa—. Pensaba que eran solamente ellos. —Solo Diablo y Whit, uno con una horrenda cicatriz que le cruzaba la cara, una cicatriz que él se encargó de colocar allí, y el otro con puños que caían como piedras, impulsados por la furia que Ewan había desatado aquella noche hacía tanto tiempo. Solo los dos chicos, ya hombres, que se habían convertido en contrabandistas. En luchadores. En criminales. En los reyes de Covent Garden.
Cuando en el barrio siempre había habido una reina.
—Todo el mundo piensa que son solamente ellos. —Grace curvó la comisura de los labios en un amago de sonrisa.
Estaba lo suficientemente cerca como para tocarla y, si hubiera tenido las manos desatadas, la habría tocado. No habría podido contenerse cuando ella estaba allí, de pie, cerniéndose sobre él.
—Salimos del lodo y construimos un reino, aquí, en el Garden, este lugar que había sido tuyo —le recordó—. Pensaba en ello cuando descubría la curva de Wild Street. Cuando trepaba por los tejados, fuera del alcance de los matones de Bow Street. Cuando robaba carteras en Drury Lane y luchaba a sangre en los cuadriláteros móviles de la colonia.
Él volvió a concentrarse en sus ataduras, aunque estaban demasiado apretadas para liberarse.
En ese momento, deshacerse de las ligaduras era imposible, porque ella lo tenía a su alcance. Iba a tocarlo; le recorrió la mejilla con las yemas de los dedos, dejando un rastro de fuego a su paso. Inspiró con fuerza cuando las uñas le recorrieron la barba de varios días, pasando por el vello incipiente hacia la barbilla. Se quedó quieto temiendo que, si se movía, ella se detendría.
«No te detengas…».
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