Название: Elogio de la edad media
Автор: Jaume Aurell i Cardona
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia
isbn: 9788432153976
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Justiniano también destacó como constructor. Promovió la joya de la iglesia de Santa Sofía, que sigue siendo el icono más visible de la moderna Estambul. Ahora es el cronista Procopio quien, al inicio de su tratado De Aedeficiis, nos cuenta que
el emperador, sin tener en cuenta en absoluto los gastos, decidió iniciar la construcción y mandó llamar a artesanos del mundo entero. Fue Anthemios de Tralles, el más experto en la disciplina llamada ingeniería (mechanike), y no solo entre sus contemporáneos sino también en comparación con los que habían vivido mucho antes que él, el encargado de supervisar el trabajo de los constructores y preparar los planos de lo que se iba a construir.
En su política religiosa, Justiniano se mantuvo firme en la ortodoxia, reprimió con severidad los brotes paganos, clausuró la agonizante escuela de Atenas —resonancia de la vieja tradición filosófica clásica pagana— y actuó con intolerancia ante judíos y herejes. Con la herejía del monofisismo, extendida especialmente en Egipto, se mantuvo en cambio algo más condescendiente, complaciendo a unos y otros, probablemente influido por la ambigua orientación doctrinal de Teodora. El aumento del prestigio de Constantinopla y el progresivo empobrecimiento de Roma trajeron consigo un inesperado efecto religioso. En el número 131 de las Novellae, se ordenaba que
el papa de la antigua Roma sea el primero de todos los obispos y que el bienaventurado obispo de Constantinopla, la nueva Roma, ocupe el segundo lugar después del muy santo y apostólico trono de la antigua Roma, pero que tenga primacía sobre todos los demás.
Se iniciaba así una dolorosa competición entre el primado de Pedro, con sede en Roma, y el patriarca de Constantinopla, principal jerarquía entre el resto de los obispados bizantinos. La cercanía del emperador, y su progresiva inclinación a la intromisión de las cuestiones eclesiásticas, acrecentaron el recelo de Constantinopla sobre Roma. Aunque la división no se formalizaría hasta el cisma del patriarca Miguel Cerulario en 1054, durante los primeros siglos medievales se generó una creciente tensión entre Roma y Constantinopla por las primacías de la Iglesia, al principio latente pero cada vez más ostensible.
Pese a su portensoso talento, Justiniano no pudo evitar cierta sensación de melancolía y decadencia durante su vejez, hasta su fallecimiento en 565. En el frente nororiental, se mantuvo a la defensiva ante las acometidas de eslavos y búlgaros, que cruzaban de modo ocasional el Danubio e incluso se adentraron en los Balcanes y el Peloponeso. Poco después llegaría la amenaza de los ávaros, que eran presionados a su vez desde el este por hunos y kazaros. En el frente sudoriental, las tensiones con los persas se acrecentaron, pero finalmente Justiniano pudo mantener intactas las fronteras del imperio.
Tras el fallecimiento de Justiniano, el imperio oriental estuvo a punto de sucumbir, asediado por los enemigos exteriores, desestabilizado por sus tensiones internas y ahogado por su propia economía. Era necesaria una restauración, que asumiera con convicción la tradición recibida de Roma, pero que al mismo tiempo fuera capaz de generar una cultura autóctona, griega, helenística y ortodoxa, con la suficiente entidad y originalidad como para garantizar una larga duración. Esa tarea fue obra del emperador Heraclio (610-641), bajo cuyo gobierno de hierro Bizancio acabó decantándose por lo helenístico y griego, frente a lo romano y latino. Heraclio no fue un emperador que se caracterizara precisamente por impulsar la cultura, puesto que se centró sobre todo en la defensa de las fronteras del imperio. Pero en las postrimerías de su reinado, el Imperio romano de Oriente había adquirido las características específicas que harían de Bizancio un imperio milenario, con su particular legitimación política, su organización institucional, su estructura económica, su jerarquía militar, su centralidad de la religión, y su cultura propia.
La obra legislativa de Justiniano y la defensa militar de Heraclio reflejan con claridad los dos pilares sobre los que se asentó la extraordinaria longevidad de Bizancio desde su fundación hasta su caída en 1453: el tradicionalismo y la autocracia. Las diversas dinastías que se sucedieron a partir de la justiniana y heraclida se esforzaron por mantener esa tradición, y Bizancio experimentó una segunda edad de oro durante la época de la dinastía macedónica a lo largo de los siglos IX y X.
La lectura global que se puede hacer de Bizancio es un tradicionalismo de réditos culturales muy originales, manifestados por ejemplo en el arte de los iconos, la labor de los monasterios o el desarrollo de unas ricas ceremonias, tanto civiles como sacras. Sin embargo, por lo general, su reacción ante las innovaciones le impidió expandir su civilización, a diferencia de lo que estaban consiguiendo la cristiandad occidental y el islam. Especialmente significativo de este retraimiento es la escasa aportación bizantina a la filosofía y la ciencia, en obvio contraste con otras culturas contemporáneas como la islámica, la judía, la india y la china. Aunque mantuvieron la prosperidad del comercio de sus ciudades, apenas pudieron contribuir a las innovaciones técnicas y financieras. Bizancio quedó aprisionada entre las espasmódicas expansiones que de modo periódico le llegaban desde el este, promovidas por las diversas naciones islámicas, y la consistencia cada vez mayor de las monarquías occidentales y sus crecientes intereses mediterráneos.
Bizancio llegó a ser un lugar bastante impermeable a las migraciones, pero particularmente condescendiente con el progresivo asentamiento de la población eslava, proveniente del norte (las actuales Ucrania y Rusia), que se expandió por Grecia, buena parte de los Balcanes y la zona de la actual Bulgaria. Esto tendría una especial incidencia en el futuro, porque la zona de influencia griego-bizantina se fue identificando, de hecho, con la de las diversas ramas de la etnia eslava, desde Grecia a Rusia.
Esta nueva civilización eslavo-bizantina heredó, sobre todo, y no siempre con resultados positivos, la sacralización del emperador. Acarreó una tendencia a la autocracia, el despotismo y la tiranía por parte del soberano, cuyas acciones se podían justificar política y religiosamente, aunque fueran injustas o despóticas. Estas tendencias fueron acentuándose con el tiempo. Los dos bloques que constituyeron la Guerra Fría del siglo XX (USA-URSS) son un buen reflejo de la diferente evolución entre un Occidente democrático y un Oriente despótico. En la época contemporánea, esta dualidad se ha proyectado en el desarrollo de muy diferentes ideologías, liberal en Occidente y comunista en Oriente. La asunción del título de basileus por parte del emperador bizantino, con toda su carga semántica y simbólica, implicó la progresiva sumisión de la jerarquía eclesiástica al emperador. Esto generó a su vez notables anomalías con respecto a la natural autonomía entre el ámbito temporal y el espiritual, unos desajustes todavía hoy bien visibles en algunos de esos países de tradición eslava y ortodoxa, como el cesaropapismo ruso, la violencia religiosa serbia o el clericalismo griego.
Con el paso de los siglos, Bizancio se fue encerrando en sí misma, refugiada visceralmente (y cada vez más anacrónicamente) en una tradición que veía amenazada de continuo por los frentes latinos e islámicos. La profunda divergencia entre el catolicismo y la ortodoxia le fue alejando de Occidente, lo que le privó de su conexión natural con la cristiandad y la pérdida de unos aliados indispensables en su enfrentamiento con las potencias islámicas del entorno. Esta separación se formalizó al fin en el cisma entre católicos y ortodoxos del año 1054, promovido por el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, cuyos efectos duran hasta hoy. Más adelante, la conquista de Constantinopla por los cruzados en 1204 fue un terrible acontecimiento para toda la cristiandad, pues los cruzados se desviaron de su auténtico objetivo, la ciudad sagrada de Jerusalén, por codicia y ambición. Pero confirmó que la ruptura confesional entre Oriente y Occidente hundía sus raíces en el desarrollo de unas tradiciones culturales muy diversas. En el segundo frente, Bizancio vio reducido progresivamente СКАЧАТЬ