Elogio de la edad media. Jaume Aurell i Cardona
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Название: Elogio de la edad media

Автор: Jaume Aurell i Cardona

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Historia

isbn: 9788432153976

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СКАЧАТЬ Pero esta dificultad acentuó su imaginativa y abigarrada decoración en yeso, basada en formas vegetales geométricas, como todavía podemos admirar en alguna de sus joyas arquitectónicas, como la Alhambra de Granada. Muchas de las soluciones estructurales y estéticas de la arquitectura islámica, como las columnas geminadas o las cúpulas múltiples, fueron tomadas como modelos por los artistas de Occidente, y son bien perceptibles en la arquitectura románica del mismo período.

      Las ciudades islámicas tuvieron una vitalidad mucho mayor que las europeas, al menos hasta el siglo XII. Contenían magníficas mezquitas, espléndidos palacios, bibliotecas bien nutridas, eficaces escuelas, modernas conducciones acuíferas y una tupida red de hospitales. En el imaginario occidental, el Imperio musulmán medieval aparece como la quintaesencia de “lo oriental”, tal como lo demostró Edward Said en su libro Orientalismo (1978).

      Ante la imponente expansión islámica, Occidente solo respiró aliviado cuando los árabes fueron detenidos por León III en las mismas puertas de Bizancio en 718 y por Carlos Martell en la batalla de Poitiers en 732. Esas dos victorias tuvieron un impacto psicológico parecido al de las posteriores victorias cristianas frente a los otomanos en Lepanto (1571) o en Viena (1683). De haber sucumbido, no es hipotético aventurar que el islam habría dominado también en buena parte de la Europa meridional. Su efectiva conquista y presencia en la península ibérica y de Sicilia durante muchos siglos así lo atestigua. Vista en perspectiva, la batalla de Poitiers resultó providencial. Propició la primera estabilización de la frontera con el islam desde su imparable expansión originaria. ¿Quiénes eran esos “carolingios” que habían sido los artífices de esa victoria?

      ESCENA 5

      Carlomagno

      Pipino fue elevado al trono real de los francos, junto a su mujer Bertrada, tal como las reglas de la antigua tradición requieren: por la elección de todos los francos, por la consagración de los obispos y por la sumisión de los barones

      (Abadía de san Medardo de Soissons, Francia, año 751, Anónimo, Continuación de la Crónica de Fredegario, hacia 770).

      L ANÓNIMO CRONISTA cuenta la unción y coronación del primer rey de los carolingios, Pipino el Breve, quien había logrado destronar al último vástago de los merovingios, Chinderico III. La nueva dinastía había tenido sus orígenes en tiempos de Pipino el Viejo, quien hacia 616 había conseguido que el oficio de “mayordomos de palacio”, el cargo político más importante entre los francos, pasase a ser hereditario. Con el tiempo, este oficio, hábilmente ejercido por su linaje, asumió mayor poder que el de los propios reyes merovingios, cuya autoridad había quedado reducida a un valor nominal. El linaje fue además ganando prestigio gracias a su pericia militar. Pipino era hijo de Carlos Martell, el héroe de la batalla de Poitiers de 732 frente a los musulmanes. Carlos había recibido el sobrenombre de “Martel” porque, según cuenta la crónica de Saint Denis, «como el martillo (martel) quiebra y machaca el hierro, el acero y los demás metales, así quebró él y machacó a sus enemigos».

      El hijo de Carlos Martell, Pipino el Breve, supo aprovechar su oportunidad en 751. Su coronación/consagración la desencadenó su deseo de legitimar la unión de los diversos reinos francos en uno solo. Envió una embajada a Roma para pedir al papa que refrendara su investidura. El papa Zacarías pidió al prestigioso abad benedictino anglosajón Bonifacio que coronara y ungiera a Pipino en Soissons, en la actual Picardía francesa.

      En la cita inicial he realzado la palabra consagración porque por ella averiguamos que Pipino fue ungido con el óleo santo. Este ritual tenía una inmensa resonancia simbólica, puesto que conectaba con las unciones de los reyes de Israel. A partir de Pipino, los carolingios asumieron la unción como algo convencional e intrínsecamente unido al rito de la coronación. La unción simbolizaba la dimensión sacra de la realeza, y la coronación la dimensión temporal. La sacralización de la monarquía es una de las sólidas bases sobre la que se asentó el duradero prestigio de la dinastía carolingia. Tal como hemos comprobado en las escenas de Constantino, Clodoveo y Justiniano, aparece una vez más la estratégica alianza entre el monarca y la jerarquía eclesiástica. Esta asociación robusteció los vínculos entre el mayor reino de Occidente (los francos) y la institución religiosa más importante (la Iglesia), lo que constituyó una garantía frente al expansionismo islámico y el legitimismo bizantino. El papa se sentía amenazado por la creciente tensión entre Roma y Constantinopla y por la amenaza longobarda en Roma. El rey franco buscaba una hegemonía por encima de los otros reinos germánicos, que solo el papa podía otorgar. La alianza franco-papal incentivó también la expansión de los misioneros benedictinos, cuyo modelo de evangelización tuvo unos efectos duraderos para el establecimiento de la cultura y la espiritualidad europea.

      Con todo, a la muerte de Pipino el 768, cuando el Imperio bizantino se parapetaba en sus fronteras para preservar la tradición romana milenaria y el islam árabe se expandía por medio mundo, Occidente parecía sumido en un imparable proceso de cuarteamiento político, descomposición social y decadencia económica. Surgió entonces una figura que muchos consideraron providencial, digno protector del cristianismo y regenerador de la corona imperial romana: pronto fue reconocido con el título de Carlos el Grande, Carlomagno.

      Tras la fusión étnica entre latinos y germánicos, los dos únicos valores que se habían preservado del viejo imperio eran la lengua latina y la religión cristiana. Al asumir el poder, un habilidoso y carismático Carlomagno consiguió aglutinarlas. Construyó entonces un reino que comprendía buena parte de las actuales Francia, Alemania y Países Bajos. Consiguió consolidar y expandir su territorio, y le dotó de una identidad política, cultural y religiosa como no se había visto en Occidente desde los tiempos del Imperio romano. Su legitimación política y su prestigio espiritual surgieron en buena medida de su coronación en Roma por el papa León III en la Navidad del 800. Así cuenta este evento trascendental el cronista Eginardo en su Vita Karoli:

      El último viaje que Carlos hizo a Roma tuvo, pues, otras causas. Los romanos habían colmado de violencias al pontífice León saltándole los ojos y cortándole la lengua, y le habían constreñido a implorar la ayuda del rey. Viniendo pues [Carlomagno] a Roma para reestablecer la situación de la Iglesia, fuertemente comprometido por estos incidentes, pasó allí el invierno. Fue entonces cuando recibió el título de emperador y de augusto. Se mostró al principio tan descontento que habría renunciado, afirmaba, a entrar en la iglesia ese día, aunque era día de gran fiesta, si hubiera sabido de antemano el plan del pontífice. No soportaba sino con una gran paciencia la envidia de los emperadores romanos [en Bizancio], que se indignaron por el título que había tomado, y gracias a su magnanimidad que tanto lo elevaba por sobre ellos, llegó, enviándoles numerosas embajadas y dándoles el título de “hermanos” en sus cartas, a vencer finalmente su resistencia.

      Los obispos de Occidente habían deseado largo tiempo tener un emperador que les amparase. La ocasión se hizo propicia al quedar vacante el trono imperial en Bizancio, tras la usurpación de Irene en Constantinopla. Carlos, el rey carolingio, acudió por aquel entonces a socorrer al papa, asediado en Roma por tropas longobardas. Cuentan algunos cronistas que cuando Carlomagno se arrodilló para orar ante el altar, el papa León III se acercó inadvertidamente por detrás y le coronó, nombrándolo “emperador de los romanos”. Carlomagno reaccionó con sorpresa, pero comprendió el sentido del nombramiento: el papa dependía de una ayuda secular que solo el rey franco podía prestarle, y el rey franco se veía beneficiado a su vez por la legitimación de sus conquistas que le otorgaban la dignidad imperial y el apoyo explícito de la Iglesia. Los clérigos entonaron la letanía tradicional de la coronación, mientras los СКАЧАТЬ