Elogio de la edad media. Jaume Aurell i Cardona
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Название: Elogio de la edad media

Автор: Jaume Aurell i Cardona

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Historia

isbn: 9788432153976

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СКАЧАТЬ comunidades tribales en los más universales de la comunidad unida por las creencias y tradiciones, lo que dotó a las tribus árabes, bereberes, pastunes y kurdas de un sentido de cohesión que no hubieran podido obtener de otro modo. La ley del Corán se sobrepuso así a las ancestrales prácticas tribales. Incapaces de organizarse políticamente, de constituir un cuerpo jerarquizado, de planificar racionalmente una acción a largo plazo, la religión musulmana suplió todas esas carencias. Esta habilidad del islam por constituirse en el centro de la vida social es lo que explica su continua tendencia a convertirse, en realidad, en una “religión política”, pues sus primeros seguidores fueron incapaces de distinguir ambas realidades. Esta ambivalencia ha marcado su devenir hasta la actualidad.

      La nueva religión proveyó además a los árabes de una herramienta eficaz para la expansión militar. Les proporcionó un sentido de misión idóneo para superar las dificultades que aparecían como insuperables, empezando por su crónica inclinación a la disgregación. El cronista árabe Ibn Jaldun interpretó con lucidez, ya en el siglo XIV, el efecto que el islam había tenido entre las tribus árabes:

      Por su forma de vida salvaje, los árabes son, entre todos los pueblos, los menos dispuestos a subordinarse a alguien. Son toscos, orgullosos, ambiciosos, y cada uno de ellos quiere ser jefe. Sus aspiraciones y deseos individuales muy raramente pueden ponerse bajo un común denominador. Sólo si una religión actúa entre ellos mediante santos o profetas se ejerce una influencia disciplinada, y los rasgos característicos de arrogancia y rivalidad disminuyen. Entonces les resulta fácil subordinarse y unirse para formar un organismo social. Esto se consiguió a través de la religión común, que ahora poseen los árabes.

      Ahora las conquistas no las justificaba simplemente el deseo de botín (razzia) sino que adquirían además un sentido misional que les confería una identidad de “guerra total”, de carácter político y religioso. La guerra era en realidad una “guerra santa” (yihad), conducida por el deseo de convertir al infiel o, en su caso, para acabar con él. La muerte del combatiente islámico no es el fin, sino el inicio de su gloria eterna.

      La expansión militar y territorial del islam que siguió a la muerte de Mahoma en 632 fue portentosa. Los musulmanes aprovecharon hábilmente el vacío de poder en Persia y Bizancio tras la muerte de dos emperadores tan enérgicos como Cosroes II (628) y Heraclio (641). También se beneficiaron de que Occidente estaba dividida en diversos reinos germánicos, por lo que no había una potencia hegemónica capaz de coordinar una defensa común.

      El talento político y militar de los primeros califas tras Mahoma (Abu Bakr y, sobre todo, Omar) consiguió aglutinar, alrededor de la idea de la yihad, a las virtudes guerreras de las tribus árabes. Las creencias espirituales generadas por la lealtad con Mahoma fueron dejando paso a un sentimiento de comunidad política árabe, a cuyo mando se hallaba la aristocracia militar. La expansión fue fulminante. En el frente bizantino, Palestina meridional, Siria, Mesopotamia superior, Egipto y buena parte de África septentrional fueron conquistados entre 633 y 642. En el frente persa, Irán, Afganistán y Pakistán fueron ocupados entre 642 y 664.

      Hasta 750, los árabes acapararon las élites del nuevo estado multiétnico islámico, que se había convertido en una auténtica potencia universal. En menos de cuarenta años, había causado la pérdida de un tercio del territorio de Bizancio, había aniquilado al imperio sasánida y había conquistado incluso tierras del norte del Mediterráneo como Hispania. La rapidez de la conquista solo es comparable a aquellas otras acometidas por los jefes mongoles de la estepa como el huno Atila en el siglo V, el mongol Gengis Kan en el siglo XIII y el turco Tamerlán en el siglo XIV. Pero la del islam fue mucho más sólida y duradera, quizás por su ambivalente dimensión político-religiosa.

      A partir de 644 se abrió una época de agitación interior tras el asesinato de Omar, que culminó en 661 con la escisión del islam entre chiitas y sunitas, que todavía perdura en la actualidad. Los sunitas reclaman la tradición más original, que procede directamente de Mahoma. Hoy en día son mayoritarios en Egipto, Arabia y Siria. Los chiitas se iniciaron como una facción política, procedentes de Alí, yerno de Mahoma. Con el paso de los siglos se han ido concentrado en Irán e Irak. Por tanto, los sunitas son mayoritarios en los países árabes —algo que parece lógico, puesto que el islam es originario de esas tierras—, mientras que los chiitas son mayoritariamente persas. Pero no es sencillo generalizar, de modo que ambas ramas están expandidas por todos los territorios musulmanes, lo que complica todavía más el endiablado mapa de las facciones político-religiosas del islam en Oriente Medio.

      En el año 750, el imperio árabe-islámico sufrió una guerra civil de proporciones gigantescas. En Damasco, Abu al-‘Abbás al-Safar, de la familia de los Abasíes, sustituyó al último jefe de los Omeyas. El califato Omeya, predominantemente árabe, fue reemplazado por el califato abasí, predominantemente persa. El centro de gravedad del mundo islámico se trasladó hacia Oriente, de Siria a Irak, del Damasco de los Omeya al Bagdad de los abasíes, tal como había pasado en el mundo romano con la transición de Roma a Constantinopla. La nueva dinastía abasí recuperó la herencia del viejo imperio de los persas sasánidas. Esta oscilación de lo árabe a lo persa es clave para comprender la complejidad del escenario actual de Oriente Medio. Esta traslación fue posible porque el imperio persa, aunque había sido islamizado a raíz de la conquista de 651, nunca fue arabizado. La colonización fue religiosa, pero no cultural. Los territorios de la antigua Persia conservaron su propia lengua y cultivaron sus tradiciones específicas. Desde 750, Persia constituyó un factor determinante en la cultura general islámica, tomando el relevo a Arabia y las ciudades del actual Irak y Siria. Su influjo ha perdurado a través del moderno Irán, una nación mucho más poderosa cultural y económicamente que la mayor parte de los países árabes del entorno. Esto explica la perenne hostilidad entre los persas de Irán y los árabes de Palestina, Siria, Jordania, Irak, Arabia y Egipto, que ha sido tan hábilmente explotada por Israel desde su moderna refundación. Este secular enfrentamiento árabe-persa contribuye a hacer algo más comprensible la compleja geopolítica de Oriente Medio en nuestros días.

      Bagdad se convirtió en el centro del mundo literario y científico, lugar de encuentro de traductores y eruditos y crisol de la ciencia griega, persa e india. En la península ibérica, Al-Andalus se declaró independiente del califato oriental. La dinastía Omeya pudo sobrevivir así en un ámbito autónomo, libre de injerencias externas. Floreció entonces una cultura brillante y original, que todavía se puede gozar al contemplar las maravillas arquitectónicas de la mezquita de Córdoba, los Reales Alcázares de Sevilla, la alcazaba de Málaga y la Alhambra de Granada. Esto dotó a algunas ciudades de la península, como Toledo, y a la isla de Sicilia, de una notable capacidad de intermediar entre las culturas de Oriente y Occidente, islámica y cristiana.

      Con el paso de los siglos, el imperio musulmán se fue troceando políticamente, pero retuvo la unidad cultural y religiosa en lo esencial. La lengua árabe preservó su condición de “lengua clásica”, como lo había sido el latín siglos antes, vehículo de una notable literatura y transmisor de innovación científica y técnica. Desde el punto de vista filosófico, mostró una llamativa capacidad de adaptación y potencial ecléctico: tradujeron buena parte de la filosofía y ciencia griega al árabe e iniciaron una reflexión sobre reconciliar la filosofía racional y la revelación divina a través de pensadores tan prestigiosos como Avicena y Averroes. Aunque esa tradición clásica se perdió poco después en el islam a causa del creciente abandono de la especulación racional en favor del voluntarismo doctrinal, la función mediadora de sus sofisticadas escuelas de traducción contribuyó decisivamente a recuperar el pensamiento clásico en Occidente a partir del siglo XII.

      Desde el punto de vista científico, promovieron importantes centros de estudios médicos, importaron métodos matemáticos de la India y China (particularmente el sistema decimal indio, el uso del cero y la introducción de la numeración arábiga) y desarrollaron ellos mismos la ciencia del álgebra. Hacia el siglo XIII, Europa occidental se beneficiaría de la asimilación de muchos de estos avances intelectuales y científicos.

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