Elogio de la edad media. Jaume Aurell i Cardona
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Elogio de la edad media - Jaume Aurell i Cardona страница 6

Название: Elogio de la edad media

Автор: Jaume Aurell i Cardona

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Historia

isbn: 9788432153976

isbn:

СКАЧАТЬ como el saqueo de Roma perpetrado por las tropas visigodas de Alarico en 410. Jerónimo, uno de los intelectuales y traductores más influyentes de la época, se lamentó: «Mi voz se ahoga en mi garganta y mis lágrimas empañan el texto cuando escribo. La ciudad que había conquistado el mundo entero ha sido conquistada». Un nuevo actor irrumpía en el escenario histórico: los pueblos germánicos.

      ESCENA 2

      Clodoveo

      La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y que espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la presente obra, emprendida a instancias tuyas, y que te debo por promesa personal mía, me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su fundador. ¡Larga y pesada tarea esta! Pero Dios es nuestra ayuda.

      (Hipona, verano 412, Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, 1.1).

      RUSCAMENTE SACUDIDO por las noticias que le llegan del saqueo de Roma por los bárbaros, el obispo de Hipona se siente impelido a poner algo de su parte para evitar el desplome de la civilización romana por la que tanto se sentía identificado, y empieza a redactar La Ciudad de Dios. Hay unas evidentes similitudes entre Pablo y Agustín: ambos son intelectuales apasionados por la civilización romana, e imbuidos de un profundo cristianismo. Pero, así como Pablo se encontró con una civilización romana en todo su esplendor y un cristianismo muy incipiente, Agustín tuvo que enfrentarse a una Roma muy decadente y un cristianismo ya maduro. Respondiendo a este fatalismo, Agustín traza en La Ciudad de Dios una sugerente analogía entre la Roma civilizada y la Ciudad eterna. La redacción se alargaría hasta el 426, con los vándalos asediando su propia ciudad, que terminarían conquistando en 430. En sus páginas cohabita un mensaje sobre un problema del tiempo de Agustín —la desazón por el desmoronamiento de la civilización romana ante el empuje germánico, así como la demostración de que los cristianos no habían sido la causa de esa decadencia— y otro imperecedero: una lectura escatológica de la historia universal, donde combaten las fuerzas del bien y del mal.

      Agustín tenía motivos para estar preocupado. El legado de Roma era inmenso. En lo político, había experimentado las tres formas de gobierno (monarquía, república e imperio) que serían fuente de inspiración continua para posteriores civilizaciones. En lo administrativo, había conseguido un asombroso equilibrio entre centro y periferia, que le permitió consolidar sus conquistas con la implantación inmediata de un sistema de gobierno eficaz. En lo económico, había construido un ámbito económico global, el Mediterráneo, en el que una aparente frontera natural (el mar) se había convertido en un rico espacio de intercambio, no solo de productos materiales sino también de ideas. En lo jurídico, había diseñado una legislación y un sistema penal imperecedero, tan eficaz y preciso que sigue siendo fuente de estudio y admiración por los juristas contemporáneos. En lo cultural, había basado su expansión territorial no solo en la supremacía militar sino también en unos valores de civilización que llevaba inherente la imposición de una misma lengua (el latín) y de una misma religión (el paganismo y después el cristianismo), lo que favoreció una larga duración. Finalmente, había desarrollado una primera sociedad tecnológica, caracterizada por un plan racionalizado de obras públicas y la construcción de unas vías de comunicación que garantizaron la rapidez de la mensajería, la seguridad de los viajantes, el fomento del comercio y el intercambio de ideas.

      El hundimiento de Roma se gestó tras una larga decadencia, que tuvo como epílogo la progresiva fusión entre los dos sustratos étnicos mayoritarios que cohabitaban el territorio imperial: el latino y el germánico. Ese mestizaje se fue produciendo de manera lenta, casi imperceptible por los contemporáneos. Pero en cambio algunos eventos militares tuvieron un efecto devastador y causaron una profunda conmoción psicológica en todo el Imperio. El saqueo de Roma en 410 fue probablemente el que causó una mayor conmoción, pero había sido precedida por la gran derrota militar en la batalla de Adrianópolis en 378, que se saldó con una gran victoria de los godos y la muerte del emperador Valente. Pero, ¿de dónde habían surgido esos pueblos capaces de descomponer al imperio por dentro, vencer a los romanos en el campo de batalla y saquear su mismísima capital?

      Los pueblos germánicos provenían de un grupo etnolingüístico del norte de Europa, y se identifican por el uso de las lenguas germánicas —un subgrupo de la familia lingüística indoeuropea—. Los contactos entre romanos y germanos se establecieron desde muy antiguo, ya en el siglo I, cuando los límites del imperio se expandieron hasta el Rin y el Danubio. Algunos germanos fueron penetrando en sus fronteras como esclavos, coloni (trabajadores agrícolas), soldados, foederati (aliados) o mercenarios. Los romanos llamaban a los germanos “bárbaros”, utilizando la palabra griega que significaba “extranjero”, por su escaso grado de civilización. Los bárbaros que se asentaban en el imperio solían asimilar los valores, costumbres, lengua, religión y cultura romana. Los que permanecían fuera de sus fronteras eran romanizados en diverso grado, dependiendo de su proximidad con el limes o su disposición a ser colonizados. Se puede decir, por tanto, que la Edad Media era ya un mundo “poscolonial”, globalmente interdependiente, donde convergieron una gran pluralidad de culturas y civilizaciones de la antigüedad, que habían sido previamente asimiladas por la hegemónica Roma.

      El primer testimonio romano sobre los pueblos germánicos lo proporciona Tácito a finales del siglo I en su tratado Germania:

      Los germanos nunca se juntaron en casamientos con otras naciones, y así se han conservado puros y sencillos, y se parecen solo a sí mismos. De donde procede que un número tan grande de gente tiene la misma disposición y talle, los ojos azules y fieros, los cabellos rubios, los cuerpos grandes y fuertes solamente para el primer ímpetu. No son sufridores de calor y sed, pero llevan bien el hambre y el frío, acostumbrados a la aspereza e inclemencia de tal suelo y cielo.

      Los germanos no tenían templos, pero ofrecían sus sacrificios y dones en los claros de los bosques, a las deidades teutónicas Tiu, Wodan y Thor, que Tácito tradujo como Marte, Mercurio y Hércules, respectivamente, algunos de los cuales han quedado inscritos en los nombres de la semana martes, miércoles y jueves (Júpiter, Jove).

      A partir del siglo II, Roma empezó a experimentar un lento proceso de ósmosis con los pueblos germánicos que habitaban la periferia, que se fueron inmiscuyendo progresivamente a través de las cada vez más permeables fronteras. En ocasiones eran incluso bienvenidos. Salviano informa de que, cuando los visigodos invadieron el sur de la Galia, los agricultores los aclamaron como liberadores: «El enemigo es más indulgente que los recaudadores de impuestos».

      Durante los siglos III y IV, las zonas limítrofes del imperio conocieron un constante flujo inmigratorio y cultural recíproco. Las incursiones germánicas eran por lo general escaramuzas esporádicas, destinadas a proveerse de un botín o a explorar eventuales posibilidades posteriores de conquista. Muchos de ellos fueron incluso contratados por los romanos para reforzar sus tropas, y algunos llegaron a tener cargos prominentes. Los dos grupos mayoritarios eran los occidentales (sajones, suevos, francos y alamanes) y los orientales (lombardos, vándalos y godos). Se trataba de sociedades organizadas en tribus, cuyo mando estaba siempre vinculado a la actividad militar.

      La situación cambió radicalmente a partir del siglo V. El empuje de las hordas hunas, comandadas por su legendario líder Atila (395-453), que provenían de la lejana Mongolia pero se habían asentado ya muy cerca del Rin, empujaron a su vez hacia el oeste y el sur a los pueblos germánicos. En su deriva hacia Occidente, francos, burgundios y alanos empujaron a suevos y alanos a la península ibérica, СКАЧАТЬ