17 Instantes de una Primavera. Yulián Semiónov
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Название: 17 Instantes de una Primavera

Автор: Yulián Semiónov

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Expediciones

isbn: 9789874039255

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СКАЧАТЬ como un toro, Karl. Un poco cansado.

      Dos muchachotes se sentaron junto a la escalera que conducía al sótano y gritaron como cupletistas, a dos voces:

      —¡Camarero, cerveza!

      —Son rusos —susurró Karl—. Ahora pedirán vodka y pan negro… Los rusos, aunque delgados, jóvenes y educados, son puercos. Perdone un momento…

      Se levantó de la mesa y gritó hacia el sótano, apoyándose en el pasamanos de la escalera:

      —¡Dos cervezas, rápido!

      «Sería interesante saber si estos muchachos me han sorprendido en la farmacia o han esperado que saliera de lo del médico —pensó Isaiev—. Seguramente, me esperaban cerca de la casa del médico. Pero no he notado que me siguieran. Mal asunto, pero que muy malo…»

      «Cree que estoy dormido —se dijo Isaiev—. También a ella la engaño con mi respiración acompasada, con mi mano pendiendo de la cama y el cuello estirado… Me veo desde fuera incluso cuando duermo ¡Qué horror! Y si le digo que me doy cuenta de que está a mi lado, de que me mira a la cara, de que veo temblar la venita azul de su cuello, de que se cubre el pecho con el brazo izquierdo, y cuánto dolor veo en sus ojos, me consideraría el último canalla, porque creería que la estoy mirando a través de los párpados semicerrados. ¿Tal vez la miro a través de los párpados semicerrados? No. Mis ojos están cerrados; simplemente la veo porque estoy acostumbrado a sentir todo lo que está cerca de mí. Yo pensaba que esto me ocurriría solamente allí, detrás de la frontera; pensaba que en casa todo esto desaparecería y me convertiría de nuevo en un hombre común, como todos, y no sentiría esta constante tensión interna. Pero, por lo visto, es imposible y siempre seré así: alguien que sólo cree en sí mismo y en dos enlaces: Rosa y Walter, en nadie más. Tengo que engañarla, tengo que volverme torpemente y abrir los ojos, pero no de pronto, para no asustarla, sino poco a poco: primero estirarme, después empezar a murmurar algo y, por fin, de un tirón, sentarme en la cama y abrir los ojos. Así tendrá tiempo de cubrirse con la sábana. Sin duda se tapará con la sábana y se secará los ojos, porque está llorando».

      Últimamente, Isaiev vivía en un hotel cerca del puerto, y todas las ventanas de su cuarto daban al muelle. Se pasaba horas apoyado en el alféizar mirando los barcos de Rusia. Al principio, se paraba junto al muelle donde atracaban los buques soviéticos; pero después de haber visto a su lado a dos mozos de la Unión de Liberación que simulaban contemplar los barcos sólo cuando él advertía su presencia, dejó de ir al puerto. «Cuídate, que Alguien te cuidará», le decía el cazador Timoja, temiendo pronunciar el nombre de Dios en vano, porque los rojos «no entienden nada de eso y, además, se ríen».

      A pesar de que los jóvenes del contraespionaje blanco habían empezado a seguirlo, Isaiev había transmitido en varias ocasiones a Dzerzhinski el informe de que los emigrados de Shanghai —y, por supuesto, los de Dairen— no eran ya una fuerza real y que esos juegos a complots, chequeos y planes a largo plazo no eran sino un medio de conseguir dinero para alimentar a sus familias. Los más listos se dedicaron al comercio, y los más ricos se fueron a los Estados Unidos; en la política, en el «movimiento de liberación», quedó gente desgraciada, condenada, tontos que cifraban sus esperanzas en un milagro: la explosión interna, la guerra en Occidente, la intervención desde Oriente. Los emigrantes políticos reunían dinero en míseras cantidades, mandaban emisarios, unas veces a Tokio y otras a París, pero los echaban de todas partes. Moscú ofrecía concesiones: esto era una ventaja real y no quimérica. Los emigrantes eran mirados como parientes pobres que molestan y a los que no se les puede echar, pero tampoco se les puede dar dinero: acabarían por malcriarse definitivamente.

      Sin embargo, Dzerzhinski criticó fuertemente a Isaiev.

      —Hay que analizar con más profundidad y amplitud —replicó—. La situación es tal, que la emigración no conviene en modo alguno a los gobiernos de Europa y, además, está internamente dividida. No obstante, si en el mundo aparece una fuerza extremista organizada y dirigida, la emigración encontrará el apoyo más amplio. Los contactos de Savinkov permiten señalar que esa fuerza será la de los fascistas de Mussolini, y los nacionalsocialistas de Hitler, que lo siguen.

      —¿Enciendo la luz, Maximushka?

      —Pero aún se ve ¿no?

      —Sí. Pero a mí me parece que ya es de noche.

      —Ven, Sashenka…

      —¿Tomarás té?

      —Ven a mí…

      —He calentado el agua en el infernillo ¿No quieres lavarte, después del viaje?

      —Quiero que te acerques a mí, Sashenka.

      «Me parte el corazón su modo de mirarme. Se ha puesto los brazos en el pecho, como si rezara. Niña, amor mío, qué miedo he sentido por ti durante todos estos años…! No me mires así. Estaré callado. No preguntaré nada de nada. Tampoco me preguntes. No debemos humillarnos con la mentira».

      Después de la muerte de Dzerzhinski, a Isaiev le pareció que lo habían olvidado. Dirigió a la Lubianka ocho cartas cifradas pidiendo permiso para ir a Moscú: sus nervios se resentían. No había respuesta. Pero, un mes antes, Walter le había transmitido la orden de que se alojara en ese hotel y esperase la llegada de nuevos documentos para salir de China, y todo el mes lo había pasado insomne, andando por la ciudad hasta sentir mareos o náuseas; se sentaba en el banco de un parque, cerraba los ojos, se hundía en una pesada modorra de diez minutos y, entonces, le parecía como si alguien le diera un golpe en la cabeza: «No duermas! ¡Abre los ojos! Tienes que resistir una semana más ¡No duermas!»

      …Isaiev estaba sentado en el alféizar, viendo cómo la penumbra invadía la ciudad. Esperaba, al fin, sentir deseos de dormir, pero mientras más se acercaba el día de la partida, más terrible le resultaba volver a la habitación. Los cinco años pasados en Shanghai, Cantón y Tokio se encarnizaban ahora con un frío interior y una constante sensación de estremecimiento y miedo. Lo mismo le ocurría en la infancia, cuando planeaba con su padre ir a Grenoble y estaba esperando el viaje todo el año como una fiesta a la vez que se preguntaba: «¿Y si luego no hiciéramos el viaje?» Esperaba sin cesar tener ganas de acostarse y de estirarse hasta que los huesos crujieran, con los brazos debajo de la cabeza, viendo la cara de Sashenka cerca, muy cerca, y dormirse después, y despertarse cuando sólo faltaran cinco días para la partida.

      —Te quiero mucho, Maxim; tal vez sólo ahora he llegado a comprender cuánto te quiero…

      —¿Por qué sólo ahora?

      —Porque se espera lo soñado, pero se quiere lo nuestro.

      —¿No es al contrario?

      —Tal vez sea al contrario. Ahora no tenemos por qué hablar, querido. Estamos diciendo tonterías como si jugáramos al escondite. Déjame quitarte la corbata, agáchate.

      «Antes no sabía quitarme la corbata», pensó Isaiev, y tomó entre sus manos los dedos helados de ella y se los apretó.

      Llamaron a la puerta suave y cautelosamente; pero como el pasillo estaba cubierto por una gruesa alfombra que ahogaba los pasos, la suave llamada se oyó como un trueno. Maxim Maximovich, llevándose la pistola al bolsillo de la chaqueta, dijo:

      —Adelante.

      Walter vestía un traje de dril blanco, manchado con gotas de vino tinto.

      —Toma СКАЧАТЬ