Название: 17 Instantes de una Primavera
Автор: Yulián Semiónov
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Expediciones
isbn: 9789874039255
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«Moscú huele distinto, huele a tilos en flor —se dijo Isaiev—. En otoño también huele a tilos en flor, si uno va al bosque por la mañana temprano cuando el campo parece una cortina de brocado que cubre el cielo y hay que pintarlo de una manera dura y precisa, sin adornos y sin tratar de embellecerlo aún más… Es posible que aquí huela a tilos en flor, porque ha llovido recientemente y el andén es negro y está resbaladizo, hinchado por las aguas primaverales; caerse en ese andén no es vergonzoso: uno resbalaría sobre él como lo hacía en la infancia por el montecillo de hielo de diciembre, y no habría ningún desamparo ni humillación en ello, pero que no caiga Sashenka. Por lo visto, lo ha comprendido. Me está mirando, camina más despacio, la locomotora resopla con más lentitud y ya es posible saltar al andén; aunque no, no hay que darse prisa; es decir, sí hay que darse prisa, aunque me acuerdo demasiado bien del cuento de Kuprin en el que un ingeniero, que se apresuró por ver a su familia, cayó bajo las lentas ruedas del tren en el momento en que sólo faltaban los dos últimos minutos, los más largos y superfluos de todo el camino… ¡Oh, cómo la quiero! Pero la quiero como estaba en aquel momento en el muelle de Vladivostok, asustada, mía, hasta la última gota, mía; toda ella al descubierto, y me pertenecía, y todo lo sabía de antemano: cuándo estaba triste y cuándo reía, y ahora han pasado cinco años y es la misma, pero tal vez completamente distinta, pues yo soy otro, y… ¿cómo la pasaremos juntos? Dicen que las separaciones son la “prueba” del amor. No se trata de contraespionaje: es el amor. Aquí todo lo determina la confianza. Si tratásemos alguna vez de probar el amor como lo hemos aprendido a hacer con la lealtad, se produciría una traición, más terrible que la de una noche casual de ella con alguien o la de una mujerzuela ocasional conmigo.
«¡Tren, detente! ¡Tranquilízate! ¡Cobra aliento! Ya hemos llegado. Detente».
El doctor abrió los dedos, y sólo en ese instante sintió Isaiev dolor en el párpado.
—El preparado del sueño —dijo el doctor, encendiendo un largo habano— lo hace, en Cantón, Israel Mijailovich Rudnik. Como nuestro sistema estatal, pasado y actual, provoca desconfianza crónica en todo el mundo civilizado, Rudnik envasa su invento en cajitas inglesas. Se las han hecho aquí, en Shanghai, y todo el mundo las compra como rosquillas. Lo más asombroso es que la gente de Ioffe, del Consulado general, ha comprado un gran lote del «preparado inglés». Parece que en el Kremlin hay alguien que no puede dormir.
«Pues yo me dormiría aquí —pensó Isaiev—. En la consulta de los médicos, si uno no tiene cáncer, se siente la tranquilidad de lo inmortal. Las ilusiones son la garantía más segura del bienestar humano. Por eso al cine lo llamaban “la gran ilusión”. Deberían hacer películas sobre la felicidad; pero no, siempre filman desgracias, siempre sufrimientos».
—¿Le gusta la miel?— preguntó el doctor sentándose a la mesa— ¿La de tilo, o la miel blanca?
—Solamente a los tontos no les gusta —contestó Isaiev—. Pero yo soy pragmático, doctor. No creo en curaciones con miel, hierba y paseos. Creo en las pastillas.
—Excelentísimo señor, un verdadero galeno se parece a una ramera del puerto; ya que usted me paga, estoy dispuesto a cumplir cualquiera de sus deseos. ¿Quiere píldoras? Pues en seguida lo arreglaremos. Pero si lo que quiere es dormir, miel, paseos y hierba.
—¿Raíz de valeriana, hierbabuena y un poco de salvia?
El doctor miró a Isaiev por encima de las gafas. Cuando miraba a través de ellas, sus ojos parecían muy grandes, como los de una mujer encinta y, al mismo tiempo, vigilantes.
«La medicina será impotente hasta tanto la Humanidad no acabe con la mentira —pensó Isaiev—. Le estoy diciendo mentiras. Hablando con más exactitud, no le digo la verdad. Si le hubiera dicho que no puedo dormir porque espero el regreso a casa, allí, entre los míos, no necesitaré ningún remedio; y que el insomnio comenzó hace un mes, porque Walter me habló de la próxima salida (no se puede hablar a un hombre de felicidad si no es posible ofrecérsela en seguida), entonces sabría él dónde radica la causa de mi insomnio».
—Buenos días, mi amor…
—Maximushka… Maxim Maximich… Maxim…
—Buenos días, Sashenka ¿Cómo estás?
«¿Qué estoy diciendo? Las palabras están gastadas como monedas ¿Eran acaso esas palabras las que le había dicho todos aquellos años, cuando soñaba con ella? ¿Por qué nos avergonzamos de expresarnos? ¿Es sincero el hombre sólo cuando habla consigo mismo, en secreto y sin emitir sonido alguno?»
—¡Qué raro! Preguntaste «¿Cómo estás?» ¿Por qué me lo preguntas, Maxim?
—Siempre me pareció que tenías ojos grises y ahora veo que son azules.
—¿Por qué no me besas?
¡Qué labios tan suaves y tiernos tiene…!
Seguramente, sólo las mujeres que aman tienen esos labios dóciles, que se esfuerzan por callar y no pueden callar, ni tampoco hablar; por eso tiemblan todo el tiempo y tienes miedo de que digan lo que tanto temes oír; por eso, bésalos, Maxim, besa esos labios secos, suaves, y no mires su cara, ni trates de comprender por qué cierra los ojos y tiene lágrimas en las mejillas. ¿Tal vez con ellas se va la desgracia? ¿Quién es culpable de su desgracia? ¿Tú? Tú ¿Quién más? Tú la dejaste durante estos cinco largos años; no la pudiste encontrar, aunque la buscaste; no le escribiste ni una sola vez una sola palabra. ¿Quién más puede ser culpable de su desgracia? Su desgracia… Nuestra desgracia, o, más exactamente aún, mi desgracia. Porque yo puedo perdonar, pero nunca olvidar…
—¿No ha tenido sífilis? —le preguntó el doctor. —Entonces le tranquilizaremos la «cabeza» con mercurio… Durante la epidemia de tifus, muchos contrajeron sífilis y no lo sospechan. Hace poco hicimos una autopsia curiosa: destripamos al coronel Rosenkranz… Se creía que se trataba de una apoplejía; bebía mucho, pero en la «cabeza» le encontramos un tumor sifilítico de tercer grado. Sus hijas están en edad de casarse. Y aquí tiene un problema para una mente ágil: ¿Dónde está la frontera entre la moral y el deber? Tenemos que obrar de manera inmoral: llamar a las muchachas para hacerles un reconocimiento. Los chinos y los ingleses insisten. Shanghai —dicen— es el puerto más limpio de China. Rosenkranz, antes de morir, no pegó un ojo durante tres semanas; se desgañitaba. Pensábamos que tenía el síndrome de la resaca y que le había subido la presión. Pero no… no le hablo de sífilis por casualidad.
—¿Cuánto le debo, doctor?
—Veinticinco dólares. Para la leche de los pequeños y la avena, que acaba de subir de precio. Hace un año cobraba quince, pero ahora estoy acumulando papelitos verdes. Quiero irme a Australia, allí no hay tanto color amarillo, casi no hay ningún compatriota, tampoco muchos médicos… Entonces ¿qué pildoritas vamos a tomar? ¿Las inglesas de Cantón, o las de Israel Mijailovich? ¿O prefiere la miel con agua por la noche y un paseo hasta que le brote el sudor en la espalda?
—Deme las píldoras.
…Tacataca, tacataca. El golpear de los cascos como una música. La mata de pelo del cochero es ondulada, color trigo.
—Ahora empezará a cantar —susurró Sashenka—; cuando venía para acá, cantaba muy bien.
—¿A lo largo del río, a lo largo de Kazanka?
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