Название: Solo se lo diría a un extraño
Автор: Varios autores
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786124838323
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Comerlo lentamente con una pizca de sal.
* Advertencia: algunos ingredientes se sirven semicrudos y pueden causar reacciones tóxicas en determinadas personas.
Nueve
En el cole siempre me consideré un buen tipo. Estaba equivocado. Fui abusivo. No de los que te pegaban o te robaban la lonchera, sino de los que te hacían sentir mal conociendo tus debilidades. Soy el huevonazo que le decía bruta a la amiga que había jalado con cero cinco y le robaba su examen para leer las respuestas y humillarla frente a todos.
Ahora soy egoísta, cínico, ingrato. Me sobrevaloro y no soy honesto conmigo mismo. Dejo todo para último momento y hago el mínimo esfuerzo para terminar una tarea. Me comprometo y no cumplo. Me embarco, pero me bajo sin avisar. Soy exhibicionista y soberbio. Cuando corría olas, lo que más me emocionaba era saber que había gente en la orilla mirándome. Soy machito para tirarme del cerro y romperme los huesos, pero soy un cobarde en el momento de tomar las riendas de mi vida y enfrentar las decisiones importantes.
Me gustan las drogas y el alcohol, tanto por el placer inmediato como por la escapada efímera que me regalan.
Le huyo al conflicto. Tengo la cualidad de intuir lo que las personas necesitan escuchar y he sabido aprovecharlo para caer bien, jugar el juego y avanzar en el mundo corporativo. Siempre flotando, como la caca.
Hace poco, me di cuenta de algo: si mi vida fuera una película, yo sería uno de los malos.
Diez
Soy como un porfiado: no me puedo caer. Además, nadie me va a sostener. Me inclino de un lado a otro, buscando contención, pasando por mi centro, sintiendo siempre el golpe, hasta estacionarme y entenderlo otra vez. He aprendido a convivir con el hecho de tener que hacerme cargo de mí misma.
He crecido en una familia impulsiva, inestable, dramática, pero principalmente plagada de artistas. Cargo una mochila con muchos duelos. Pérdidas y ausencias que me generan dolor y un vacío que me habita.
Los libros para mí han sido un tibio refugio. También escribirme cartas, en las que huía y me abrazaba. Soy la que sostiene y la que se encarga. En mi familia no encuentro soporte, pero sí en mis buenos amigos, los que nunca se van, los solitarios. Me ha costado años darme cuenta y aceptar que compartíamos tanto. Cada uno en su casa vacía, con sus cajones vacíos, con sus familias ausentes.
Descubrí mi necesidad de analizarlo todo, de llegar a la médula, a la verdad, a la justicia de las cosas. Detesto la mentira porque he vivido en ella: mi papá tenía dos familias. Nadie hablaba del tema. La mentira nos alejó y, como decía mi viejo, el cáncer nos volvió a unir. Todavía puedo escucharlo agradeciéndole a la enfermedad. Aprendí a perdonar sin juzgar. En poco tiempo, logramos ser una familia disfuncional que partía del amor. Duró poco, y ese recuerdo es mi gran tesoro.
El cáncer nos enseñó a estar unidos. La muerte me enseñó que uno se puede reír de todo.
Por eso me río de mí, de mis propias desgracias, de la espinaca que siempre se aferra terca a mis caninos, de las gotas de sudor en mi bozo cada vez que me pongo nerviosa, de que me dejen plantada en un avión con el anillo de compromiso olvidado en mi dedo. Me río siempre.
Soy la que sostiene y la que se encarga. Soy como un porfiado: no me puedo caer.
Once
Mientras caminamos por el barrio, otra noche más, tomo tu mano y, como siempre, la siento pequeña en la mía. No tiene las uñas pintadas ni lleva anillos. No es una mano ostentosa. Encaja perfectamente en la mía. Tocarla se parece a esa sensación de acercarse desde el frío a una chimenea ardiente.
Conversamos de nuestros hijos, de los viajes que hicimos o que haremos, jamás de política, casi nunca de trabajo.
Te digo que te quiero, siempre lo hago. Me miras de costado a través de tus rulos y me sonríes. Eso me hace feliz: hacerte feliz. Si pudiese, te haría el amor ahí mismo, escondidos detrás de un carro o un tacho de basura. Pero esas locuras ya las cambiamos por una plácida rutina.
Seguimos caminando en silencio y se me viene la imagen de nuestra hija atravesando esa terrible enfermedad que, si no hubiera sido por tu fuerza, me habría despedazado. Pienso también en nuestra vida en Madrid y los celos que tuviste con Francine, mi compañera belga. En la cartera que he prometido regalarte. En las veces que me la pego demasiado y despierto en un campo de batalla.
Pienso también en mis mentiras, las que me has descubierto y las que aún conservo. Pienso en las tuyas, esas que nunca te he descubierto. ¿Será porque, de los dos, la astuta eres tú?
Doce
Mientras ella tomaba el tercer vaso de vodka, yo iba por el primer vaso de leche. Me convertí en el hombre de la casa cuando todavía no sabía amarrarme bien las zapatillas. Pasaba horas junto a mi mamá en el sillón de terciopelo verde de aquella sala llena de cuadros abstractos y ceniceros de cristal repletos de cenizas rancias.
Me contaba historias de su fallida niñez y de su adorado matrimonio que terminó en divorcio. Yo la escuchaba, mientras jugaba con los botones de mi camisa de cuadros que con tanto esmero me ponía. Elton John, Fleet-wood Mac y Eric Clapton acompañaban nuestras sesiones. Gracias a las penas de mi madre, aprendí a escuchar buena música.
A veces, pasaba días sin salir de su cueva.
Mejor así, pensaba, para no encontrarme con el monstruo etílico que se apoderaba de ella.
Diligentemente, le llevaba vasos con agua, cerraba las cortinas y me aseguraba de que estuviera bien tapada. Me refugiaba en mi cuarto de quince metros cuadrados, atiborrado de muñecos de superhéroes, y guardaba silencio para no despertarla. Mi oído se entrenó para percibir hasta el más mínimo sollozo. Dejaba todo de golpe y acudía a contenerla en mis brazos que apenas la rodeaban.
Los domingos me devolvían a mi mamá. Esperaba oír su llamado como quien espera ser finalista de un concurso, solo que en este competíamos únicamente el monstruo y yo. Corría a su lado y nos acurrucábamos para ver películas y comer pizza en su cama.
Fui un niño feliz.
Trece
—¿Vas a comer arroz con pollo el resto de tu vida? —me preguntó Kiko, calato en el sauna del club, con su chela en la mano.
Sudado hasta los dedos y a 45 grados centígrados, la pregunta me dejó helado. Me casaría en dos meses, y mi romanticismo y ganas de evolucionar no me habían dejado anticipar eso.
Igual me casé, y la pregunta quedó en el olvido de lo cotidiano y los hijos.
Pasó la pasión de los primeros años y, como un fantasma, volvió aquella escena del sauna: impertinente, desafiante, incómoda. Lo peor de todo: sin salida.
¿Iba a tocar a alguien más? Sintiéndome sano, querido, con buena chamba, exitoso y, sobre todo, con una relación de pareja sólida, ¿me quedaría en un estado conservador y de confort?, ¿o debía arriesgar, explorar?
Busqué consejo en amigos. Estaban todos igual o peor que yo: separados, divorciados. Hice terapia y le conté al diván sobre mi autosuficiencia y mis valores, y él, СКАЧАТЬ