Название: La muralla rusa
Автор: Hèlène Carrere D'Encausse
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia
isbn: 9788432153532
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Evocando el caso de Suecia, Münnich añadió: «Francia puede ser amiga de Suecia con nosotros, le aconsejaría sin embargo hacer más caso de nuestra alianza que de la de Suecia. En Suecia, no hace falta más que una pistola para parar las deliberaciones, mientras que el gobierno ruso es despótico, y es de esas clases de gobierno del que se puede esperar un gran socorro».
Rusia ha tomado entonces la medida de lo que implicaba la intervención francesa. Francia la había detenido en el camino de Constantinopla, dando un golpe terrible a sus ambiciones. Este golpe confirmaba las aprensiones expresadas por el príncipe Kantemir. Francia no aceptaba el aumento en potencia de Rusia, y se opondría cada vez que la ocasión se presentara.
Sin embargo, Rusia continuaba soñando en una alianza con este socio reticente. La zarina dio pruebas dirigiendo agradecimientos excepcionalmente calurosos al rey, y nombrando enseguida un representante en Francia. Una respuesta se imponía, el rey designó a su vez un representante en Rusia, este fue el marqués de La Chétardie, entonces ministro de Francia en Berlín donde acababa de pasar diez años.
Esta elección no era anodina, daba razón a Kantemir. Lo que deseaba Versalles no era un verdadero acercamiento, sino estar perfectamente informado del estado de Rusia y de sus proyectos. Al mismo tiempo que renueva los lazos diplomáticos con Petersburgo, Francia se acerca a los adversarios de Rusia, sus aliados de siempre. Firma un nuevo tratado de alianza defensiva con Suecia y renueva el pacto de capitulaciones con la Puerta. Y las instrucciones dadas a su nuevo embajador son de estudiar la situación en Rusia, evaluar el crédito de que goza la princesa Isabel y «todo lo que pueda anunciar la posibilidad de una revolución».
La Chétardie fue acogido en Rusia con un fasto excepcional. En las ciudades que atravesaba, los regimientos estaban formados en orden de batalla y los magistrados venían a saludarle. La zarina recibió a La Chétardie en presencia de la Corte al completo. Luego, sin esperar más, fue a casa de la princesa Isabel. Rendía homenaje a la hija del gran emperador, a su belleza. Pero esta gestión era ante todo política. La Chétardie sabía que, para muchos rusos, Isabel era la heredera legítima de Pedro el Grande. Lamentables maniobras la habían apartado del trono, pero sus partidarios querían devolverle el lugar que su nacimiento le reservaba. Y ella también soñaba con eso. Además, para los rusos exasperados por el «reinado alemán» de Ana, Isabel era la esperanza de una vuelta a la tradición nacional. Isabel era profundamente rusa, se expresaba perfectamente en francés y solo pasablemente en alemán. La Chétardie notó esta particularidad que podía indicar una preferencia por Francia. Sus instrucciones no eran ambiguas, él debía estudiar de cerca las posibilidades de la princesa de acceder al trono.
Su tercera visita fue para la gran duquesa Ana Leopoldovna, sobrina de la emperatriz que le tenía mucho cariño; estaba casada con el duque de Brunswick, y había decidido la emperatriz que el hijo de esta pareja sería su sucesor. Con todo lo seducido que había quedado La Chétardie por Isabel, tanto más le pareció insignificante Ana Leopoldovna.
Mientras que La Chétardie se familiarizaba con la sociedad rusa, el paisaje en las fronteras se ensombrecía. Un ruido de botas llegado de Finlandia indicaba que las tropas suecas se preparaban para alguna operación. Durante la guerra ruso-turca, Suecia que hubiese debido intervenir y poner en dificultad a los ejércitos rusos abriendo un segundo frente no lo había hecho y, al tiempo, no sacaba ninguna ventaja del fin del conflicto. Pero Rusia estaba aún debilitada por esta guerra, y Suecia decidió aprovecharse y, mediante un golpe de fuerza en Finlandia, recuperar las tierras conquistadas por Pedro el Grande. Inquieto por estos movimientos de tropas de los que comprendía las intenciones, Osterman esperaba de Francia que moderase a Estocolmo, pero no quería solicitar abiertamente su mediación. El asunto fue discretamente abordado entre las dos Cortes cuando sobrevino el acontecimiento que iba a trastornar la política rusa, la muerte de la zarina Ana en noviembre de 1740.
Para los rusos, esto debía ser el fin de la dominación alemana, y en primer lugar el de Biren, a quien el pueblo llamaba «maldito alemán». Biren, consciente del odio que suscitaba, había anticipado el evento. A petición suya, la emperatriz le había nombrado regente del pequeño príncipe Iván de Brunswick[1]. Ella estaba entonces muy enferma e influenciable, pero lo decidió la víspera de su muerte, firmando este nombramiento que, en cuanto fue conocido, levantó la indignación de todo el país. ¿Cómo aceptar una decisión que tendría como consecuencia perennizar el reinado de los alemanes y que el país fuese así entregado a un extranjero, además herético, despreciado por todos y al que relaciones inconfesables unían a la difunta emperatriz? Enseguida aparecieron nombres de los herederos que podían reivindicar una legitimidad. Isabel, ante todo, a la que se mencionaba por todas partes. Pero también, si se quería terminar con los reinados femeninos poco conformes con la tradición nacional, el nieto de Pedro el Grande, Pedro de Holstein. Por esto, la solución querida por la emperatriz difunta no la sobrevivió apenas. Un complot, en el que los jefes de fila eran además alemanes, con Osterman y Münnich en cabeza, estalló el 17 de noviembre. Biren, que no sospechaba nada, fue arrancado de su sueño, detenido y exiliado a Siberia. El testamento de la emperatriz Ana fue rasgado, y la gran duquesa Ana Leopoldovna se vio confiar la regencia. El príncipe de Brunswick era nombrado generalísimo, Münnich devino Primer Ministro y Osterman conservó su título de vicecanciller. Al conocer el golpe de fuerza, tres regimientos creyeron que se habría dado para llevar a Isabel al trono y se precipitaron hacia su palacio. Constatando su error, se volvieron a sus cuarteles, muy decepcionados, pero el episodio no fue sin consecuencias. La idea de una sucesión reglada en beneficio de Isabel estaba lanzada, siguió su camino, y Francia iba a tomar en esto una gran parte.
Antes hay que considerar un acontecimiento que conmovió Europa y cambió una vez más el orden de las prioridades. Ocho días antes de que la emperatriz entregara el alma, el emperador se apagaba en Viena. Y un problema de sucesión se planteaba también allí. Por la Pragmática Sanción, el soberano había intentado garantizar los derechos de su hija, pero apenas desaparecido sus disposiciones fueron contestadas. El elector de Baviera reivindicaba la corona imperial y la totalidad de los Estados austriacos, el rey de Sajonia quería Bohemia y Federico de Prusia, no contento con exponer sus ambiciones, invadió Silesia sin declaración de guerra. El equilibrio de Europa, tal como había sido establecido por los tratados de Westfalia y Utrecht, se derrumbaría, salvo si las potencias intervenían, y estas potencias no eran otras que Francia y Rusia, garantes de la Pragmática Sanción. ¿Iban ellas a volar en socorro de María Teresa que acababa de tomar el título de reina de Hungría? ¿Iban a unirse para apoyar a María Teresa y salvar Austria? O, por el contrario, ¿se inclinarían ante las ambiciones de Federico II sacrificando así Austria? ¿Francia y Rusia no irían a darse la espalda y favorecer una a Viena y la otra a Berlín?
Desde el tiempo en que Richelieu la gobernaba, Francia había buscado siempre debilitar a la casa de Austria. Pero en 1740, la situación no era ya la misma. En España, los Borbones habían sustituido a los Habsburgo; en Oriente, Austria estaba de rodillas y Prusia era para ella un temible rival. ¿Tenía interés Francia en rebajar a esta potencia en declive? Un debate amortiguado se abrió. Fleury, consciente de estos nuevos equilibrios, aconsejaba al rey romper con la política anti-austriaca y apoyar a María Teresa. Esta elección presentaba según él dos ventajas. Francia podía ganar así los Países Bajos, y María Teresa lo daba a entender. Y detendría el aumento en potencia de Prusia. Podía, en fin, añadía Fleury, no suscitar la oposición rusa.
Pero el rey se dejó convencer, por jóvenes consejeros reunidos СКАЧАТЬ