Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
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Название: Tríptico del desamparo

Автор: Pablo Di Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670379

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      Frota sus puños sobre el escritorio. Un viejo y también agotado adversario deleitándose con la derrota del más admirado enemigo.

      —Penoso —dice por lo bajo—. Rendirse es siempre penoso.

      —¿Perdón? ¿Evadirse, dijo?

      Continúa hablando, ahora es él quien simula no haberme oído:

      —La echaré de menos. A mi manera, por supuesto. Aunque debo reconocer que su partida me allana el camino, estimada señora. Supongo que habrá percibido que por estas tierras se avecinan tiempos interesantes.

      —“Ojalá nunca debas vivir tiempos interesantes”.

      —Dejemos los proverbios de lado. De cualquier modo, doy por sentado que sabrá bien lo que hace. Es de sabios agitar las alas en el momento correcto. Y este servidor puede negarle infinidad de virtudes, pero jamás su sabiduría.

      Solo debo firmar el contrato e irme, pienso mientras me inclino para tomar una estilográfica que está a centímetros de su mano. Él me detiene encorvándose sobre el escritorio, levantando en el aire sus dedos venosos.

      —Anoche —dice— me acerqué al sepulcro de su familia. Se encuentra vacío.

      —No necesito recordarle que los restos de mi esposo descansan en Fiume.

      —Sobriamente maravilloso. Construido en mármol de Carrara por un afamado arquitecto triestino. Cinco metros de frente, techo en doble altura y subsuelo. Rematado con dos sobresalientes gárgolas esculpidas en piedra. Sin dudas, una pequeña obra de arte. Aunque, por desgracia, algo descuidada para mi gusto. —Aviva la pipa con otro fósforo, y desliza sardónico—: Tantos siglos con la nariz pegada al barro le han hecho adoptar la desidia de los vástagos, estimada señora.

      —¿Dónde debo firmar? —digo conteniendo el impulso de huir.

      —Debió haber recurrido a mí. Para eso están los viejos amigos. Hubiese sido un honor poder ayudarla a que no se deprecie el valor de su propiedad.

      Extiendo el brazo hasta tomar la estilográfica. La tinta de las letras del contrato aún reluce acuosa. Firmo con la mano alzada para evitar mancharme.

      —Me acercaré al sepulcro una última vez —digo—. Debo retirar algunas pertenencias.

      Alza el cuello en dirección a una estrecha ventana cercana al techo, que no trasluce más que polvo y tierra.

      —Ha caído el sol —dice—. Intuyo que no será bienvenida en los pasadizos del cementerio. Sería un placer poder acompañarla. Imaginémoslo un último paseo de despedida.

      —No hace falta —digo tirando la estilográfica sobre el escritorio—. Por desgracia, conozco el camino tan bien como usted.

      Noto que de la pluma se derrama un serpenteante hilo de sangre. Antes de abandonar aquel pozo, la bestia vuelve a chupar su pipa. Y murmura a mi espalda:

      —Vuelva cuando lo desee, estimada señora. Aquí la seguiré esperando. Siempre.

      En las callejas del cementerio, levanto las solapas de la gabardina para resguardarme del frío. Intento orientarme en el laberinto de pasillos sin más compañía que el sordo andar de algunos gatos.

      Las gotas de la garúa, ingrávidas, coronan las farolas encendidas. Notas, sones de una melodía de inocencia solo aparente.

      Desvío la mirada ante la escultura de una niña con sus mejillas de mármol cubiertas de moho. Sigo andando, busco abrigo en el recuerdo de mi propia voz, quién sabe cuántos años atrás en el cementerio de los Capuchinos, frente a la tumba de Lampedusa: No temas, hermana. El Señor busca la belleza en lo eterno. Y en el viento que silba entre las tumbas también se encuentra la inmortalidad.

      Estoy girando en círculos. A mi alrededor, solo sombras de cúpulas que coronan bóvedas. Doblo en una callejuela de baldosas flojas, y al oír un gemido aprieto la cartera contra el pecho. Me quito un instante los lentes, restriego mis párpados y hago un último esfuerzo por ubicarme. De pronto me guía en la penumbra una diagonal de lápidas inclinadas, amontonadas unas sobre otras. Desemboco en una calleja y apuro el paso. Al fin, apoyo las manos sobre la placa de bronce que enmarcan las dos antorchas de piedra. Como si mis ojos ya hubiesen terminado de morir, prefiero palpar el relieve de las letras verdosas:

      SEPULCRO FAMILIA VIDI

      Saco la llave de mi cartera y la hago girar en el interior de un candado oxidado. Empujo las verjas, aprieto los dientes entre el chirriar de metales.

      Lasciate ogni speranza voi ch’entrate, pienso. Un ligero temblor me recorre la cara.

      En el interior del sepulcro, el frío del aire me hiela la frente. A tientas, enciendo una lámpara que enseguida vuelve a apagarse. Le doy unos ligeros golpes a la bombita. Su luz de vela azotada por el viento alumbra el viejo vitraux que cubre una de las paredes. Me acerco a ese inesperado espejo: el mosaico de cristales rajados le da forma a un ángel de alas tullidas. Lo miro fijo a los ojos, le acaricio la frente astillada. Olvidados en este pozo, los dos simulamos resistir entre tanta muerte.

      Desearía saber a qué vine, si ninguna pertenencia me queda por retirar. Aquí ya no resta nada. Ni siquiera un féretro vacío.

      A un costado de las escaleras que conducen al subsuelo, me sorprende una mortaja que cubre la mesa de mármol. De tan seca, la imagino quebrándose ante la menor brisa. Pero los años sin verla me han engañado: no se trata de una mortaja. Es mi merletto di Burano. Sus encajes ajados me transportan a una goleta de tres mástiles que cruza el Atlántico con sus velas de cara al cielo. En la cubierta de madera, una jovencita se protege del frío con ese tesoro de algodón e hilos de oro bordado por la abuela de su abuela.

      Siglos más tarde, llevo esa misma manta a estos mismos labios. Busco en ella el aroma y la inocencia de aquella niña. De pronto retrocedo. Esta tela carcomida no soy yo, pienso, tirándola al suelo con desprecio. Al caer, la manta levanta una nube de polvo. Polvo que se confunde con mis recuerdos.

      Limpio mis manos, doy media vuelta y abro las verjas para marcharme. Nada tengo por hacer en esta fosa que, a fin de cuentas, ni siquiera me pertenece. A mí ya nada me pertenece, ni siquiera las cenizas de los muertos.

      Un ruido, una especie de aleteo me llega desde lo profundo de la bóveda. Permanezco inmóvil, los oídos atentos a lo hondo de la escalera que conduce al subsuelo. Otra vez el mismo sonido. Vuelvo sobre mis pasos y, sujetada a la baranda, me atrevo a bajar los primeros escalones. Alcanzo a vislumbrar la sala estrecha, apenas alumbrada. Echada en un rincón, una moribunda madeja de plumas se sacude entre espasmos.

      Bajo los escalones restantes y me inclino con cautela: un gorrión diminuto con sus alas cubiertas por telarañas; encima del pico entreabierto, un ojo turbio y suplicante. Subo las escaleras y levanto del suelo mi viejo merletto. Le sacudo el polvo y vuelvo a bajar. De rodillas, envuelvo al pájaro y lo guardo dentro de la cartera. La poca luz comienza a titilar, se entrecorta hasta apagarse. Una vez más la oscuridad y el silencio. Persiguiéndome como las sábanas de mis pesadillas.

      Avanzo a ciegas y tropiezo con el primer escalón, logro sostenerme de la baranda para no caer. Desde la superficie, el chirrido de la verja que se abre me corta el aliento.

      Pasos. СКАЧАТЬ