Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
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Название: Tríptico del desamparo

Автор: Pablo Di Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670379

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СКАЧАТЬ “No me llore, m’hijita. Levánteme ese mentón, que muy prontito se me va a poder volverse a su Venecia querida”.

      ¿Cómo contarle a Yoli que su abuela pasaba mucho tiempo fuera de su casa porque aquí encontró un hogar? ¿Cómo explicarle que en la misma mesa donde ella ahora está desparramada, al terminar su horario de trabajo, su abuela aprendió a leer y a escribir? “Hagamos una cosa, m’hija”—me dijo una mañana mientras le sacaba el polvo a los libros del estudio—.“Yo le cuento el secreto para hacer mermelada casera, y usted agarra y me enseña a leer y a escribir”. Desde ese mismo día, se quedaba a mi lado hasta tarde en la noche balbuceando sílabas, copiando con letra infantil los títulos del diario.

      Desearía que estos chicos supiesen cuán sabia fue su abuela. En toda su vida no usó más que vestidos acampanados de algodón, pero sabía indicarme cuándo mis aros no concordaban con el chal o la cartera, o si mi perfume era el adecuado para determinado encuentro. Jamás bebió otra cosa más que agua de la canilla o mate, pero le bastaba descorchar una botella para advertirle a mi marido: “Este vino está agrio para su gusto, don Gianluca. Ya le voy diciendo que no le va a gustar nada, nada”.

      Al morir Gianluca, ella se quedó a vivir aquí, conmigo.

      “No la voy a dejar, m’hija. Usted no se me preocupe, que yo nunca la voy a abandonar. Acá siempre va a tener un palenque donde rascarse”.

      Amaba a mi hijo, sentía adoración por “el Ignacito”. Solamente le faltó amamantarlo. Con los años me recluí cada vez más en mí misma, en las traducciones y en la escritura, y fue Lila quien lo crió y lo cobijó. Eran muy compañeros. “Compinches”, decía ella. Eran capaces de pasar tardes enteras conversando y riendo.

      Una noche, estando yo desvelada después de una de las tantas discusiones que tenía con mi hijo, me dijo acercándome un té a la cama: “Usted no se haga mala sangre, que el Ignacito es un buen chico. ¿Pero sabe una cosa? Él es como esos árboles cachorros que para salir derechitos necesitan de un tronco que los sostenga. Él perdió al padre. Pero usted no se me ponga mal, que entre las dos lo vamos a sostener fuerte, bien fuerte, hasta que al gurí le haga falta… ¡Ya va a ver que le va a salir fuerte el potrillo!”.

      Como a toda mujer de campo, los médicos no le despertaban más que temor y desconfianza. De manera que me ocultó durante años diversos dolores, y cuando al fin accedió a dejarse revisar, le diagnosticaron cáncer de útero. Debieron internarla, y fue su hija Teresa quien se hizo cargo de las tareas de la casa. Los últimos días, Lila me rogó que la sacara del sanatorio. Deseaba volver aquí, a mi casa. A nuestro hogar. Falleció a los pocos meses, vuelta un capullo en mi propia cama.

      El día de su muerte también perdí a mi hijo: sin Lila, nos volvimos dos extraños. Nuestras diferencias se volvieron más profundas, como sucede, tras morir los padres, con los hermanos que no se aman. No lo sabíamos, pero ella era el puente que unía dos regiones hostiles. ¡Ay, Lila! Si pudiese tenerla aquí conmigo, todo sería distinto. Si pudiese un solo día siquiera.

      La taza de café me quema las manos. La apoyo en la pileta y saco del déshabillé un pañuelo, que deslizo bajo el marco de los lentes. Yoli me pide más vainillas. Me irrita su desinterés, la insolencia de sus modales crueles. Le señalo la dulcera, y le pido a su hermano que me acompañe.

      El chico me sigue con andar abúlico por los pasillos, el cuerpo entero parece pesarle. Entro insegura y prudente en el dormitorio de Ignacio, como si aún debiese pedirle permiso. Abro las puertas de un armario repleto de calzados y abrigos, y le digo al chico que puede llevarse lo que desee. Me mira desconfiado, a la defensiva.

      —Toda esta ropa era de mi hijo —insisto mientras descuelgo un pantalón de corderoy—. Hace años que no vive conmigo, ¿sabés? Y me apena que nadie la use. Podés probarte lo que quieras y llevarte lo que más te guste.

      Cuando estoy por retirarme:

      —Oiga…

      Me pregunto por qué a su edad se muestra así de cansado, por qué razón es incapaz de expresarse en voz alta y comprensible. Se le curvan las cejas y habla casi sin mover los labios:

      —Lo que contó de mi abuela.

      Lo miro, interrogante. Y lo animo con un ademán.

      —Fue… —dice sonrojado, como si hubiera cometido una travesura —. Fue lindo.

      Me le acerco, sorprendida.

      —Te agradezco enormemente —digo, inclinándome hacia él. Desearía acariciarle el pelo, pero no lo hago—. Pensé que no me habían prestado atención. Me hace feliz poder compartir los recuerdos que tengo de tu abuela. Ella está aún hoy muy presente, tanto en…

      Me evita ocultando medio cuerpo dentro del armario. Oigo el chirrido de perchas deslizándose en el tubo de metal.

      Lo dejo solo y regreso en busca de su hermana, cuya voz se recorta nítida en el pasillo:

      —¿Viste lo que es este palacio, mamá? ¿Viste vos cómo vive esta vieja hija de puta? ¡Cagada en guita está! A ver, decime: ¿por qué no podemos vivir nosotros en un lugar así?

      El movimiento de trastos envuelve de ruidos la respuesta de la madre. Vuelvo a escuchar a Yoli, más decidida:

      —¿Qué miseria te garpa por hacer todo el día esta mierda? La vieja hija de puta se va a vivir a Europa, y a vos lo único que te falta es armarle la valija y cambiarle la bombacha.¿Por qué no te mirás al espejo para ver lo pelotuda que quedás con ese vestidito de sirvienta? ¡Quedate sentada esperando, si pensás que yo me voy a morir siendo una sierva como vos y la abuela!

      Me detengo, apoyo el hombro contra la pared. Me cerca la imagen de una extraña invadiendo mi casa. ¿Quién es la extraña? ¿Esta pobre chica o yo misma? Quizá las dos, como cabos unidos por un mismo lazo. La joven anhelante de una riqueza que la anciana ya no tiene modo de disfrutar, que tal vez jamás haya disfrutado. Debería abrirte tantos senderos, Yoli. En otro tiempo, lo hubiese intentado, a fin de cuentas ese era mi deber. Esa mi misión. Pero ya no. No sé si he olvidado cómo hacerlo, o si ustedes me han apartado tanto que… Aunque sea desearía poder contarte, Yoli, que este palacio vacío, con sus paredes manchadas por rectángulos de polvo en lugar de mis viejos cuadros, jamás será tuyo. Pero no te enlodes en el rencor, porque ya tampoco le pertenece a esta vieja hija de puta, como gentilmente te dignás llamarme. Aunque, quién sabe, quizá deba prestarte atención. Es posible que te hayan enviado a confirmar mis presunciones: este ya no es mi lugar, de aquí también soy expulsada.

      Tomando aire salgo de mi escondite y avanzo hacia el salón comedor. Teresa está agotada tras enrollar las alfombras, o acaso por tener que soportar esa andanada de rencor por parte de la hija, que ahora percibe mi llegada y gira hasta darme la espalda. Cuando le pido que me acompañe a la biblioteca, se da vuelta con lentitud y alza las cejas simulando no comprenderme.

      —Vení conmigo, Yoli —repito—. Quiero hablarte.

      La madre palidece y ella asiente con los brazos entrecruzados alrededor de la panza. Me sigue varios metros detrás, debo aguardarla largos segundos en la entrada de la biblioteca.

      —Te podés sentar si estás cansada —digo señalando una banqueta entre los canastos llenos de libros—. No puedo ofrecerte otra cosa: hace unos días retiraron las sillas y el escritorio.

      —Así estoy bien.

      Me acerco a una hilera de libros.

      —Al СКАЧАТЬ