Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
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Название: Tríptico del desamparo

Автор: Pablo Di Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670379

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СКАЧАТЬ está. Aliso sus pliegues y lo extiendo hasta cubrirme los hombros y la cabeza. En otra época, así lo hacían las viudas. Porque, a fin de cuentas, eso es lo que todos creen que soy. Eso me he vuelto: una lloriqueante viuda que asiste a su propia ceremonia fúnebre.

      Saco una cartera del armario y me pierdo en el pasillo. Acaricio los rectángulos grises que manchan las paredes. Es todo lo que ha quedado de mis cuadros. También han arrancado mis alfombras, mis cortinas. Han robado mi dinero.

      Giro al oír un murmullo a mis espaldas. ¡Una sábana suspendida en el fondo del pasillo! ¡Se agita, se sacude! ¡Y ahora se acerca y me persigue! Huyo a la biblioteca, cierro la puerta tras de mí. No son visiones, me digo aterrada. Era una sábana interminable. Interminable y blanca como un espectro.

      Aprieto los interruptores, pero ninguna luz se enciende. Casi a ciegas palpo los anaqueles vacíos. En la penumbra parecen huesos filosos que abren la piel de un moribundo. Han quemado mis libros, los han vuelto cenizas. Y mis máscaras tiradas. Todas. Cada una de ellas.

      —Salvajes. Bárbaros. Eso son: bárbaros. No les fue suficiente negarme. No les fue suficiente deshonrarme. Les hizo falta más. El despojo debía ser absoluto.

      Las explosiones, los disparos y los gritos no cesan. Se resquebrajan los vidrios de las ventanas. El velo que me cubre no aplaca el estruendo. Se potencia, se acrecienta hasta lo insoportable.

      —¡Teresa! ¡Venga aquí! ¡La estoy llamando! ¡Venga de una vez! Dígame: ¿qué significan estas sábanas cubriendo los muebles? Dígamelo de una vez. ¿Y dónde están mis porcelanas, mis floreros, mis cuadros? ¿Y esto? ¡Las paredes del comedor manchadas de lamparones rojos! ¡La camisa de Ignacio destrozada junto a una toalla llena de sangre! ¡Todo esto es obra de su hija! ¡La impertinente de su hija! Ella debió entrar a robar mientras yo dormía.

      Atravieso la recepción, intento abrir la puerta principal. No abre: también destrozaron la cerradura.

      ¿Cómo puede ser? El piso de la cocina regado de platos rotos. Camino desconcertada sobre las astillas y maldigo por lo bajo: Teresa no limpió las junturas de los azulejos. Mañana se las verá conmigo. ¿Cuántas veces debo repetirle las cosas? ¡La puerta de servicio tampoco se abre! Insisto, pero las manos empapadas en sudor no me permiten ni siquiera girar la llave.

      Debo encontrar un espejo. Me acaricio el mentón y las mejillas. Tengo la cara dolorida, apenas puedo girar el cuello. Es como si hubiese despertado después de una paliza. Extenuada, me derrumbo en una silla junto a la mesa de la cocina. La misma silla en la que se sienta Ignacito todas las noches a la hora de la cena.

      —Este es su lugar —digo palpando la mesa—. Allá se sienta Gianluca. Y en la cabecera me ubico yo, por supuesto.

      Esfuerzo la mirada, pero mis lentes partidos me impiden ver las agujas del reloj. Ya deben ser las ocho. Ignacito estará por llegar. Él nunca llega tarde, él es puntual. Sabe muy bien que acá cenamos a las ocho. Y en esta familia la cena es sagrada.

      —¡Lila! ¿Dónde se había metido? ¡Ignacito y Gianluca están por llegar y usted ni siquiera encendió el horno! ¡Pero… qué es esto! —grito quitándome el trapo que me han puesto en la cabeza. ¿Una mortaja? ¡Una sucia mortaja!

      La tiro al piso y busco mi reflejo en algún lado para emprolijarme antes de que Gianluca vuelva del banco. Debo estar presentable. A él le agrada verme arreglada, elegante.

      Aunque… tal vez nada de todo esto sea necesario. Presumo que ya no me hace falta espejo alguno. Puedo verme reflejada en cualquier pared de este piso abandonado. Sus muros brillan como el interior lustroso de los féretros. Esos que los ojos descompuestos de los cadáveres tienen delante de sí por toda la eternidad.

      Oigo golpes al otro lado de la puerta. Son ellos. Los gusanos. Con sus picos y taladros.

      —Entren de una vez. Tiren la puerta abajo.

      Sí, me digo. Háganlo de una vez por todas. Y siéntense a la mesa conmigo. Les cedo la cabecera, si así lo desean. Veámonos de una vez las caras y después hagan lo que vinieron a hacer. Avancen y derrumben el edificio entero. Pero por favor, háganlo de una vez por todas. Acaben con este tormento de siglos. Aquí me tienen. Yo ya no tengo miedo. Yo ya no tengo nada.

      Aquel lacayo, el ciruja del umbral, estaba en lo cierto. Y ustedes saben bien de quién hablo. Hablo de la víbora que arrojaron en la entrada de mi departamento. Enroscada en el suelo, la piel cubierta de llagas. ¡Vengan! ¡Vengan todos a ver! ¡La Reina ha muerto!

      Los hachazos abren grietas en la puerta hasta tirarla abajo. Me cubro la cara, el polvo se diluye. Al fin, nos vemos a los ojos.

      ¿Esperaban encontrarse con otra cosa? ¿Algo mejor, acaso? Lamento decepcionarlos: hace demasiado tiempo que todas mis máscaras cayeron. Hasta la última de ellas. Y no resta más que esto. Les aseguro que supe ser mejor, mucho mejor. Supe ser bella, respetada y adorada. Protegí y guié a cientos, a miles. Enderecé sus caminos y corregí sus bordes. Preparé el sendero, alcé los valles y allané lo áspero.

      Pero por fortuna todo eso quedó atrás. Porque ustedes no merecen encontrarse con nada más que este despojo. Los gusanos no merecen más que podredumbre.

      No hay remordimiento en mi extravío. Solo el desasosiego frente a un telón fastuoso que se abre y no muestra más que un escenario de huesos crujientes sobre tablas partidas.

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