Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
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Название: Tríptico del desamparo

Автор: Pablo Di Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670379

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СКАЧАТЬ está dic…?

      —Al notar tu embarazo, supuse que podrían interesarte algunos de estos libros. Vení, acercate. Acá hay cuentos con ilustraciones, fábulas, novelas para adolescentes. En general, están en muy buen estado. Algunos los compré a los pocos días de quedar encinta. Embarazada, digo. Por las noches, me iba a la que sería la habitación de Ignacio y se los leía en voz baja acariciándome la panza. Ya han pasado casi treinta años.

      Me escruta en guardia, contraída. Cuando su abuela llegó a esta casa, tanto su vocabulario como sus modales traslucían una vida dura, cargada de privaciones. Sin embargo, no había en Lila nada del resentimiento que ahora asfixia a esta chica. Que alguien me responda en que fallé, qué es lo que no supe transmitir, qué perdí en el camino para poder llegar a Lila pero no a su hija. Ni mucho menos a su propia nieta.

      —No se preocupe, señora —dice altanera, marchándose—. A mí, de usted, no me hace falta nada.

      Avanzo enseguida y la detengo de un brazo. Busca zafarse, pero la aprisiono y la traigo hacia mí. Nuestras caras casi pegadas, su aliento arde en mis mejillas. Me estremece el vientre duro presionando contra mi cuerpo. ¿Por qué deseo retener a esta chica? ¿Por qué no la dejo en paz? Aprovecha mi distracción ante la aparición de su hermano y logra librarse.

      —¡Me agarré una montaña de zapatillas, Yoli! —el chico levanta un par de bolsas llenas—. ¡Hay de Adidas!

      —Mirá qué bien —dice ella—. Igual hay que irnos ya.

      —Gracias, señora —murmura el chico al quedarnos solos. Amaga a besarme, pero retrocede.

      —No te vayas, por favor —intento recomponerme, me aliso el déshabillé.

      —¿Qué quiere?

      —No logro… no puedo recordar cómo te llamás.

      —Rulo.

      —Sí, lo sé. Me refiero a tu verdadero nombre.

      —Ah… Federico —dice como quien cita a un autor desconocido.

      —Es un nombre precioso. ¿Sabés una cosa? Ciertas palabras, ciertos nombres, tienen armonía. Deberías pedirle a los demás que te llamen así, Federico.

      Federico asiente sin prestarme más atención y se marcha con rapidez. Ya sola, me dejo caer sobre un canasto. Restriego mis párpados tras quitarme los lentes.

      —Muchas gracias, señora —le oigo decir a Teresa, mientras cubro nuevamente mis ojos—. No sabe lo contentos que se fueron los chicos. ¡Rulo estaba chocho con todas esas zapatillas!

      Esgrimo una escueta y estúpida sonrisa.

      Aún me estremece el forcejeo con la chica, su vientre firme contra mi cuerpo. Empujándome, expulsándome. Un temor cargado de angustia me asfixia al pensar en esa criatura. Pronto nacerá, se amamantará de los pechos resentidos de la madre y crecerá día a día más fuerte hasta convertirse en lo que llamarán un hombre.

      Refugiarme en mi cama. Ocultarme bajo las sábanas y dormir hasta el día de mi partida.

      Me arde en la piel la necesidad de escapar con urgencia de este departamento, de esta ciudad, de este país.

      Ahí está. Lo descubro mientras camino con lentitud hacia el cementerio. Ansioso, me aguarda al final de la escalera, detrás de los barrotes de la entrada. Por ahora no distingo más que una mancha negra, pero sé que es él: uno de los mejores siervos de la Muerte. En estos casos la vista no es imprescindible. Para reconocerlo me bastan el olfato y la aprensión.

      ¿Cuánto hace que no nos encontrábamos, que cada uno evitaba la presencia del otro? De seguro largas décadas, tal vez más. Lo mismo da. Mientras subo los escalones gana forma su figura. La misma de siempre, como si los siglos no hubiesen pasado. El cráneo anguloso, su cuerpo fruncido bajo la eterna capa negra.

      Y aquí estamos, a punto de vernos por última vez las caras. Ya hemos dejado de disputarnos almas perdidas en rincones oscuros como pugnalatori de Sciascia o cuchilleros de Borges. Somos apenas dos viejos contrincantes resolviendo un trámite, poniéndole punto final a un negocio menor y protocolar.

      —Bienvenida, estimada señora —dice cediéndome el paso con extrema gentileza—. Permítame guiarla a mi despacho.

      Lo sigo a través del pasillo de mármol que bordea los primeros sepulcros. Me cierro la gabardina contra el cuerpo: el viento sopla helado.

      Una vez en su despacho —un agujero cavado un metro bajo tierra—, me invita a que ocupe una silla forrada en piel de cordero. Me niego a hacerlo y permanezco de pie junto a la puerta.

      —Como usted guste —dice, y se ubica al otro lado del escritorio mostrando una sonrisa de labios violáceos—. ¿Cuánto tiempo sin encontrarnos? ¿Diez segundos? ¿O tal vez cien años?

      Nada respondo.

      —Mientras la aguardaba, estimada señora, no pude evitar cavilar acerca de los viejos tiempos. Evocaba aquella noche bajo la cripta de la Basílica de Superga. ¿Recuerda sus palabras?

      —No. Mis recuerdos en Torino no lo incluyen a usted.

      Lleva a la boca su pipa de brezo con la cabeza de un lobo tallada. Sus uñas escarban en una pequeña caja de oro, eligen el fósforo adecuado.

      —Aquella noche de tormenta, sus palabras fueron: “No hay un solo centímetro cuadrado en toda la Tierra en el que el Mal y el Bien no estén librando una batalla a muerte”.

      —El Bien y el Mal habré dicho. En ese orden.

      Sonríe con dientes negros. Enciende el fósforo y lo lleva al tabaco de la pipa.

      —Ha lugar. Si es así como usted lo prefiere, será el Bien y el Mal. Debo conceder que aquella noche sus palabras estaban en lo cierto. Y mírenos ahora.

      —¿Qué sucede ahora?

      —¿Qué sucede? Se lo explicaré: sucede que hemos resignado nuestro destino de gloria y de grandeza… Henos aquí. Uno junto al otro.

      —Uno frente al otro.

      —Ha lugar. A fin de cuentas la experta en semántica es usted. Uno frente al otro, conversando y negociando en la oscuridad, cual políticos o viejos camaradas. En caso de poder descubrirnos, ¿qué pensarían de esta situación los fieles?

      —No tema. En caso de poder descubrirnos, no pensarían nada. Aquí ya nadie piensa en nada.

      Le descubro un matiz de triste aprobación. Los hombros parecen encogérsele bajo la capa negra. Le da una chupada a la pipa y lee con melancólico regocijo el contrato: “…que certifica la venta del sepulcro perteneciente a la titular, Irene F. Vidi”.

      —Una vez que estampe su firma, el dinero le será depositado a la brevedad en el número de cuenta que se especifica en el contrato. —Hace una pausa, entrelaza las manos. El humo de la pipa lo oculta—. Antes de dar por concluida la operación, estimada señora… ¿me permitiría preguntarle por qué se desprende de tan preciada СКАЧАТЬ