Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
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Название: Tríptico del desamparo

Автор: Pablo Di Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670379

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СКАЧАТЬ hasta el baño. Dejo los lentes bajo el botiquín y me limpio las uñas. Las cerdas del cepillo me hacen sangrar. Lo suelto y me aferro a la cerámica del lavatorio.

      —Debiste habérmelo pedido treinta años atrás, ragazza —murmuro sin alzar la cabeza.

      El timbre. Su sonido rellena cada hueco del piso desnudo. Regreso a la cocina y levanto el auricular del portero eléctrico con cautela, como quien se palpa la cara tras recibir un golpe.

      —¿Quién es?

      —Quién va a ser, imbécil.

      Ignacio, Dios mío.

      Corro a mi dormitorio. Revuelvo un cajón, estrujo unos billetes. Me cubro con una bata y vuelvo a la cocina. El reloj señala la medianoche. La hora del lobo.

      Subo al ascensor de servicio, marco la planta baja, y el motor gruñe en la quietud del edificio. El espejo me indica que olvidé los lentes en el baño. Avanzo temerosa hasta que el reflejo de mis ojos toma forma. Cada noche más opacos, más enfermos. El ascensor se detiene con un movimiento brusco.

      Al abrir la puerta metálica, me enceguece el contraste de la luz del ascensor con la oscuridad del hall de entrada. Entre círculos amarillos que relampaguean dentro de mis párpados, tanteo la pared en busca del interruptor. Cuando consigo encender la araña, los billetes se me caen al piso. De rodillas palpo el mármol de los mosaicos, y levanto los billetes uno por uno. Me reincorporo, giro las trabas y entreabro el portón de madera. La difusa luz de la araña no logra alumbrar la silueta de la calle.

      Silencio y oscuridad, pienso. Un milenario y sutil modo de tortura.

      Apretujo la bata contra el cuerpo, como si tiritase de frío y no de pavor, y le muestro los billetes arrugados. Él los agarra, los muerde veloces con una mano áspera: una garra, una pezuña, el picotazo de un ave herida y furiosa.

      —Voy a necesitar más que esto para la próxima.

      Es su voz. Precisa, afilada. La adoptó hacia los catorce o quince, y desde entonces me aterroriza. Después, con los años fueron tomando cuerpo sus facciones duras, su mirada punzante.

      —¿Me entendés cuando te hablo, o te hacés la idiota? ¿O aparte de no ver una mierda, ahora también sos sorda? Voy a necesitar mucho más que esto.

      —¿Más? —balbuceo—. ¿Qué es más?

      —Más, pelotuda. Mucho más que esta mierda.

      Un auto enciende sus luces. Dos fogonazos de hielo me astillan los ojos exhaustos.

      —Hay que estar de un lado —dice marchándose—. Y, siendo tu hijo, aprendí muy bien de qué lado estar.

      —Ignacio, por favor.

      —Conmigo no juegues a la burguesa sentimental. Juntá todo lo que puedas, ¿entendiste, pedazo de mierda? La semana que viene vuelvo por más.

      Me despierta un alboroto, un rumor de pasos, y la voz de Teresa que me pide permiso para entrar en el dormitorio.

      —Pase… —digo desenredándome de entre las sábanas, tanteando la mesa de luz en busca de mis lentes—. ¿Qué significa todo este lío?

      —Buenos días, señora Irene. Le pido mil disculpas. Son los chicos, los chicos haciéndome renegar. Usted sabe, son así.

      —¿Chicos?— pregunto mientras me cubro con el déshabillé.

      —Mis hijos, señora. La Yoli y el Rulo. ¿No se acuerda? Usted me pidió que se los traiga, que tenía cosas para darles. ¿Se siente bien, señora?

      —No pasé una buena noche. Dígales que me aguarden en la cocina. Usted, comience con lo suyo.

      Me llegan carcajadas, insultos entrecortados. Cuando abro la puerta de la cocina hacen silencio. Una amargada directora de escuela a punto de reprenderlos.

      La Yoli y el Rulo. Ni siquiera logré que Teresa los nombre como es debido. Dos años sin verlos. Están tan crecidos que debo hurgar en la memoria para reconocerlos. La chica —me resisto a llamarla Yoli— me saluda con un ademán inexpresivo sin dejar de jugar con su collar de plástico naranja. A sus dieciocho años luce avejentada. “Desgastada”, sería la palabra correcta. Vicios de vieja traductora, supongo.Me sobresalto al descubrir una redondez bajo su remera: debe estar de tres meses. Ruego que los lentes oscuros disimulen mi estupor.

      Junto a ella está sentado su hermano. A los catorce tiene las facciones delicadas de un angioletto de Bellini. ¿Por qué la madre insistirá en llamarlo Rulo, si tiene el pelo lacio? Desearía poder recordar su verdadero nombre.

      Les ofrezco algo para desayunar. El chico emite un bufido, en tanto su hermana ni siquiera se digna a responder: displicente, se examina con desdén las uñas pintadas de un fucsia chillón.

      Les acerco dos vasos de leche con vainillas y les pregunto por sus vidas. Ella, adoptando una voz maliciosa, me cuenta que su hermano dejó la escuela.

      —¡No dejé tres carajos, pedazo de mogólica! —grita el angelito, la cara enrojecida—. Me pasé a la nocturna, que es otra cosa.

      —¡Sí, sí, seguro! —grita ella. Lanza una risotada, y encima de la mesa sacude los pechos como en una bacanal—. ¡Y yo soy la Coca Sarli!

      Aparece Teresa. Le propina al hijo un coscorrón y grita todavía más fuerte:

      —¡No me hagan quedar mal frente a la señora! ¡No sean animales, que no están en casa! ¡Otra vez comiendo! ¿Quién les dio permiso para agarrar todo esto?

      —¡Por favor, Teresa! No los trate así. Solo conversábamos. Hágame un favor: vaya a enrollar las alfombras, que en una hora las pasarán a retirar.

      —No son malos, señora —dice yéndose, mientras esgrime una mueca entre colérica y resignada—. Son así. A mí no me hacen caso, qué sé yo a quién salieron.

      Me preparo un café, preguntándome cómo establecer algún vínculo con estos chicos. Descubro que él parece haber heredado las cejas tupidas de su abuela. Se lo menciono, pero mi comentario lo incomoda.

      —Tu abuela fue una mujer muy importante en mi vida —le digo acercándole más vainillas—. Comenzó a trabajar en esta casa apenas llegué de Italia, en el año treinta y ocho, hace casi cuarenta años. Yo era una jovencita.

      —¿Usted, jovencita? —dice la hermana con una sonrisa de suficiencia.

      —Yo era una jovencita —sigo contando, ignorando su sorna—, y ella nos ayudó sobremanera tanto a mí como a Gianluca, mi marido —el recuerdo de Lila me conmueve—. Tu abuela, aún hoy, me hace falta. Mucha falta.

      —No me acuerdo nada de ella —dice el chico con la boca repleta de comida, los labios sembrados de azúcar.

      —¿Y cómo mierda te vas a acordar, si se murió cuando tenías un año? —dice la hermana revolviéndose en la silla—. Yo sí me acuerdo. Muy bien me acuerdo. Por casa no se la veía nunca, se la pasaba todo el día acá encerrada.

      Desearía СКАЧАТЬ