Название: Mientras el cielo esté vacío
Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789587206760
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—Tenemos que continuar –le dijo, y empezó a andar–. ¿Cómo te llamas? –preguntó la mujer.
—Elena. –Dijo la niña con voz ronca y seca.
—Elena, ¿qué?
—Elena, no más –respondió la niña con recelo.
—Yo me llamo Noemi. ¿Eres de este lugar?
—¡Gallinazos! –dijo Elena–. Se están comiendo a los muertos.
—No tengas miedo, tú no sabes. –Noemi atrajo el rostro de Elena hacia su cuerpo, mientras observaba una nube de aves carroñeras lanzándose sobre la tierra–. No es el momento de quedarse callada, tienes que decirme si por aquí hay algún peligro, nos pueden matar y ahora tenemos que saber hacia dónde ir. Yo no soy de aquí y no conozco, entonces solo tú puedes decidir.
Elena cambió el rumbo sin decir nada. Escuchaba con atención, inspeccionaba a lado y lado y parecía buscar alguna presencia.
“Sí –pensó Noemi con los ojos fijos en los gallinazos–, deben estar comiéndose los cadáveres de todos los que asesinaron. En la región dicen que los chulos se llevan primero los ojos de los muertos. Comienzan por el alma, igual que esos hombres que llegan a desolar los pueblos. Mediante amenazas, secuestran el alma de las gentes. Hacen correr rumores para que algunos huyan y abandonen sus tierras y cuando el miedo ya los ha invadido, desesperados, sin resistencia y suplicando, los asesinan. Luego los descuartizan, los entierran en fosas comunes o los dejan regados, los abandonan para que los buitres se les lleven la mirada. En sus afilados picos vuelan las almas. Cuando los chulos están ahítos y ya no pueden comer más –le contaban–, abandonan los restos, entonces las almas ya no vuelan, se quedan vagando en la tierra, habitan en nuestros sueños y no volvemos a dormir tranquilos. Anidan también en la tierra abandonada que se va secando y no vuelve a dar frutos. Y se agazapan entre los que huimos hacia las ciudades donde nos asfixiamos y morimos con los ojos saltones en medio de un desierto. Sí –se dijo Noemi con el recuerdo de aquellas narraciones atormentándola–, son los buitres llevando por los aires las almas de los muertos”.
Elena la tiró de la camisa. En silencio reanudaron la marcha, cada imagen del horror que Noemi vivía, aumentaba el temor por sus hijos.
—Creo que pronto saldremos de aquí; la música es apenas un murmullo y ya no se ven gallinazos –dijo Noemi, animándose a sí misma, pues el cansancio ya había casi consumido sus fuerzas.
—Los gallinazos se quedaron atrás y los muertos –agregó Elena–. Todos los muertos, todos muertos.
—¡No pienses ahora en eso! Salgamos de este infierno, ya no puedo más. Busquemos un lugar para pasar la noche. Mañana estaremos recuperadas y ojalá nos podamos ir bien lejos de aquí –dijo Noemi y caminó hacia a un rancho que divisó en la distancia.
Agazapadas sobre la hierba permanecieron atentas. Nadie salía ni llegaba. No se escuchaba ningún ruido y todo parecía abandonado. Esperaron a que cayera la tarde y cuando ya estaba oscureciendo, Noemi se acercó. La puerta principal estaba cerrada desde afuera con una tranca; la empujó y entró en la habitación. Se veían objetos tirados por el piso de tierra. Pocillos con café a medio consumir, un catre de lona revolcado junto a la ventana, un viejo y desvencijado armario con los cajones abiertos y una caja de madera que parecía hacer las veces de mesa de noche, sobre la que había un portarretratos desbaratado y vacío. No podía dejar de mirar conmocionada unas tres puntá viejas que estaban en el piso, con el cuero torcido y las huellas gastadas de quien durante mucho tiempo las usó, y ya no estaba allí –acaso ya no estaría en ningún lugar– pero su presencia palpitaba en el aire. Y la intimidad llena de presencias que invadían su mente le producía a Noemi pudor por haber ingresado al drama que intuía. Casi sentía sobre la piel el miedo que se había vivido. Lloró con desesperanza. Allí estaba la historia de muchos seres humanos. Una casa igual había sido en otro tiempo, en su infancia, ámbito sangriento y brutal. Acariciaba las mantas raídas, mientras en el portarretratos se imaginaba la foto amarillenta de su madre y sus abuelos.
Noemi trajo a Elena y se dispuso a refrescarla con agua que había encontrado en una caneca, y Elena, que desde hacía años se bañaba sola, se dejaba hacer con timidez. Pensó en su mamá, que siempre la había bañado de pequeña en el solar, bajo el árbol que crecía cerca del fogón de piedra. Observó el catre de lona, recordó que muchas veces se quedaba dormida en la cama de su madre y amanecía a su lado, arrebujada en su calor. Noemi observaba esa mirada vaga y perdida, y sabía que estaba atrapada en los recuerdos, como ella en la memoria de sus hijos cuando los bañaba desnudos al aire libre, en el pasto frente a su casa en Trujillo. Permaneció con el pañuelo escurriendo agua sobre su vestido, hasta que de manera mecánica, comenzó a limpiarse ella también.
Elena se tendió sobre el camastro y se durmió inmediatamente. La noche era clara, plena de estrellas que brillaban intermitentes. Noemi se sentó en una banqueta que recostó contra la pared de bahareque y se dispuso a esperar el amanecer. Escuchaba los grillos y los ruidos que hacen los animales en la noche. Sabía diferenciarlos perfectamente de aquellos que hacen los hombres cuando se desplazan sin querer ser escuchados; mientras pudiera oír el viento y a los animales se sentía tranquila, y aquella calma momentánea la hundió en un sueño profundo que duró varias horas. Un sonido extraño la despertó, entró sigilosamente en la casa y buscó un cuchillo en una gaveta desvencijada de la cocina. Con cuidado se dirigió hacia el lugar donde se producía el ruido. Giró sobre uno de los costados de la choza y vio una gallina que picoteaba un cartón. Entonces, se abalanzó y la cogió; sin contemplación, con pericia, le torció el pescuezo y la colgó con el pico hacia la tierra. Nacía el alba y bajo su tenue luz despresó al animal que puso a cocinar en un fogón de leña.
La belleza se despejaba y a medida que el sol se elevaba, iluminaba una topografía de pequeños montes ocultos por nubes de bruma que descendían sobre la sabana verde; esta era una tierra fértil y hermosa. “Por eso –pensó– los destierran y los matan. Y también, por ese odio viejo, ancestral y rancio, enquistado en el alma”.
CAPÍTULO 2
EN NINGUNA PARTE EN LA TIERRA
El silencio es aplastante sobre el sonido de los pasos que rascan el pavimento, el choque de ollas o el canto desafinado de alguna gallina encerrada en una caja. Las personas se desplazan agobiadas por el sol inclemente y por la inmensa amargura, la cólera y el dolor. Algunos van solos, otros en pequeños grupos y otros más rezagados se apartan como si no desearan compañía. Parece un largo cortejo fúnebre en el que cada uno lleva a sus muertos sostenidos por el mutismo. Entre la crueldad y las carcajadas soeces asesinaron también las palabras y su sentido se derramó, purpúreo, hacia la tierra. Cada súplica por la vida desataba una patada, un balazo, cada llamada a la compasión una puñalada o una bolsa en la cabeza cerrando la respiración y cada negación de las acusaciones encendía el zigzagueo aterrador de la motosierra sobre la víctima. No hablan, solo se desplazan cargados con los bártulos que lograron rescatar de aquellas noches salvajes.
Algunos caminan con viejos enseres a sus espaldas, otros no lograron rescatar nada, pero todos se inclinan agobiados por la incertidumbre que labran con cada paso. Llevan la miseria en sus rostros y el temor dentro de sí mismos. Es una masa aterrorizada que emprende un camino sin hacia dónde, un montón de humillados con sus muertos habitando en sus mentes. Parecen un error en medio de aquel paisaje, una turba ensimismada donde nadie habla con nadie, donde ninguno dice nada. ¿Para qué? Durante esas interminables noches de violencia y espanto, aprendieron que si lo hacían morirían, que de todos modos serían asesinados: si negaban las acusaciones de las bestias humanas era СКАЧАТЬ