Название: Por tierras y mares
Автор: Manuel Pareja Ortiz
Издательство: Bookwire
Жанр: Зарубежная психология
isbn: 9788432151842
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La idea de cultivar una vida interior de relación personal con Cristo mediante la oración y el sacrificio era novedosa, pero más lo era el mensaje del Opus Dei sobre el trabajo profesional: medio para alcanzar la santidad y hacer apostolado, y ámbito de práctica de virtudes como la laboriosidad, la lealtad, el compañerismo y la alegría. Era la primera vez en su vida que Teodoro oía hablar de que Dios contaba con sus luchas diarias, con el estudio del Código Civil y con su amistad para llevar la redención de Cristo a muchos hombres y mujeres.
El trato con Álvaro del Portillo fue una de las cosas que más influyó en él para que admirara y siguiera ese camino de santidad que es el Opus Dei. A propósito de él, y a modo de muestra, don Teodoro recogería en sus recuerdos, años más tarde: «Cuando volví de traer a un amigo, estaba Álvaro hablando con detalle de la vida de piedad que se vivía en esa labor de apostolado, insistiendo en el trato con Dios a través de la oración y de los sacramentos. Una vida espiritual intensa, pero procurando no hacer cosas raras, sin llamar la atención, sin ostentaciones. Una piedad sólida, pero evitando actuar cara al exterior. Que esto lo aconsejara un sacerdote, ya era una novedad; pero que lo dijera un señor normal y corriente que estaba acabando Ingeniería de Caminos —en España, por entonces, era la aristocracia universitaria—, le hacía ir a uno de sorpresa en sorpresa».
En medio de tantas y tan diversas actividades, Álvaro se comportaba con una grande y normal naturalidad que, sin embargo, traslucía presencia de Dios, unidad de vida en cualquier circunstancia, madurez espiritual. A Teodoro, en su primera conversación con él, le sorprendió también la soltura, aplomo y espontaneidad con que un estudiante de ingeniería hablaba de la oración y de los sacramentos, sin superficialidad ni beaterías. Sus palabras resultaban convincentes, atractivas, novedosas. Sobre todo, porque se intuía que no se trataba de algo teórico, sino de vivencias personales. Comentaba don Teodoro: «Se veía que era hombre de fe práctica y firme, que se alimentaba con una piedad recia, a base de mucha oración y sacramentos y de una tierna devoción a la Santísima Virgen».
En aquellas reuniones se hablaba de hacer ciencia, aportando algo nuevo a lo que ya habían estudiado otros; y se hacía mucha referencia, al mismo tiempo, a la vida de los primeros cristianos. «Oyendo aquello —comentaba don Teodoro— nos dábamos cuenta de que conocíamos algunas anécdotas de los primeros cristianos, pero se nos escapaba lo fundamental: los primeros cristianos vivían el Evangelio porque lo tenían bien aprendido, con un espíritu, una audacia, una remoción apostólica, que les hizo cambiar el mundo. No coincidía aquella descripción con la imagen que muchos teníamos de ellos: personas buenas, pero escondidas casi siempre en las catacumbas».
Después de explicar la teoría, los miembros de la Obra pedían a sus nuevos amigos que la pusieran en práctica invitando a otros a venir al hotel. Teodoro y los otros así lo hicieron; al mismo tiempo, sus amigos salieron y volvieron llevando a otros consigo. Pronto el hotel estuvo abarrotado.
A pesar del número, el Padre habló con cada uno de ellos al menos durante unos momentos. El primer encuentro del joven Teodoro con el Padre sólo duró unos diez minutos, durante los cuales empezó preguntándole por sus estudios y le sugirió que pensara hacer el doctorado y seguir una carrera de enseñanza, pues le abriría muchas puertas para hacer apostolado. Luego dirigió la conversación hacia la vida espiritual. Le dijo: «Quisiera hacerte algunas preguntas que, a lo mejor, podrían ser incómodas. Si no quieres, no hace falta que me contestes».
Era un detalle de delicadeza y de respeto a la libertad que san Josemaría solía tener en el trato con quienes se acercaban a él para tener dirección espiritual. «La primera pregunta —sigue don Teodoro— era sobre frecuencia de sacramentos; la otra versaba sobre posibles compromisos afectivos del corazón. Ocasión que aprovechó, con gran sentido sobrenatural, para insistir en la importancia de la comunión frecuente y de vivir los amores de la tierra noble y limpiamente. No recuerdo que me dijera nada más, pero sí tengo muy grabada la impresión que me dejaron aquellas pocas palabras, tan certeras y atinadas, de un sacerdote que me acababa de conocer hacía apenas un rato».
Varios de la Obra viajaron a Valladolid en febrero y marzo de 1940. Entre visita y visita escribían a los estudiantes que habían conocido. El 3 de marzo, durante un largo paseo por la ciudad, Francisco Botella explicó a Teodoro: «Mira: las actividades apostólicas en las que has participado no son simplemente el resultado del celo de un sacerdote y de unos pocos entusiastas. Son las actividades de una institución querida por Dios a la que el Padre y nosotros hemos dedicado la vida. Y a ti, ¿te llama Dios a entregarte a Él?».
Teodoro habló con el Padre esa misma tarde sobre su posible vocación. El fundador le sugirió que buscara el consejo de Nuestro Señor en la oración. «Mira —le dijo—, lo único que puedo hacer es encomendarte y pedir a Dios que te ilumine y te ayude a acertar. Si quieres, mañana asistes a mi misa y encomiendas el asunto; yo también lo encomendaré».
«Padre, estoy preparado para lo que haga falta», le dijo Teodoro después de misa.
Y ese día, 4 de marzo de 1940, pidió incorporarse al Opus Dei. Fue una de las primeras personas que pidieron la admisión en Valladolid. Escrivá le entregó un crucifijo para llevarlo siempre consigo en el bolsillo.
Llegó un momento en que ya no era posible reunirse en aquella pequeña habitación de hotel. Entonces, el Padre encargó a José Luis Múzquiz que buscara un piso en el que se pudiera realizar mejor la tarea apostólica que comenzaba. El padre de Teodoro Ruiz tenía un local sin alquilar: un piso vacío, pequeño y modesto, contiguo a su casa.
Según el testimonio de un amigo que conocía a la familia Ruiz Jusué, el padre de Teodoro había reservado ese piso para su hijo, que estaba terminando Derecho, con el deseo de que pronto contrajese matrimonio y viviera al lado —pared con pared— del domicilio paterno[7].
Pero entonces, Teodoro le propuso disponer de ese piso para instalar el Centro de la Obra. Su contestación fue lacónica: «¡De ningún modo!».
Era que había tenido una mala experiencia con los estudiantes que acababan de abandonarlo. Teodoro no replicó, pero acudió a los ángeles custodios, porque no veía otra salida para convencer a su padre. Inesperadamente, el mismo día, un rato después, le oyó decir: «Bueno, si se trata de unos chicos formales, adelante».
El Padre bendijo el piso el 2 de mayo de 1940, después de haber celebrado la Santa misa en una capilla de la Catedral. El espacio era mínimo; las circunstancias pusieron nombre al inmueble recién estrenado: “El Rincón”. Solamente tenían seis sillas por mobiliario. No había oratorio, pero pusieron una pequeña imagen de la Virgen en una repisa del cuarto de estar. Por las tardes, unos cuantos se reunían allí para estudiar. Interrumpían el estudio para hacer un rato de oración mental, sentados en torno a la imagen de Nuestra Señora, entre silencio y silencio uno de ellos iba leyendo puntos de Camino.
El 2 de octubre de 1940 hicieron la incorporación definitiva al Opus Dei Amadeo de Fuenmayor, José Orlandis, Fernando Delapuente, Francisco Ponz y Teodoro Ruiz, en presencia del Padre. En esa ocasión el Padre los sorprendió con esta pregunta: «Y si yo me muero esta noche, si os quedarais solos cualquier día, vosotros, ¿qué?, ¿seguiríais con la Obra?». Superada la sorpresa por lo inesperado de la pregunta, cuenta Francisco Ponz, «la respuesta emocionada y un tanto balbuceante —porque estábamos seguros de nuestra inutilidad, pero también de que por medio andaba el empeño de Dios— fue que sí, que haríamos desde luego cuanto estuviera en nuestras manos para que el Opus Dei siguiese adelante».[8]
Teodoro terminó sus estudios universitarios con brillantez, lo que le llevó, luego, al doctorado y a opositar a una cátedra universitaria. Se trasladó a Madrid a principios de 1941. Vivió con el fundador en el centro de la calle Diego de León. En el curso 1941-1942 fue Director de la residencia de Jenner. Entre los años 1941 y 1944 fue colaborador del Instituto СКАЧАТЬ