A la salud de la serpiente. Tomo II. Gustavo Sainz
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Название: A la salud de la serpiente. Tomo II

Автор: Gustavo Sainz

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Biblioteca Gustavo Sainz

isbn: 9786078312054

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СКАЧАТЬ con Lourdes por teléfono y se pasaban horas platicando, o tomaba un libro, Giles Goat Boy digamos, y trataba de leerlo, pero no pasaba de las primeras páginas, adonde los editores le decían a John Barth lo mal que escribía y la porquería de novela que había hecho, y el resto del tiempo se quedaba balanceándose en su mecedora, sin hacer nada, oyendo de vez en cuando a los Beatles y mirando hacia afuera, por las ventanas que daban a un patio amplio lleno de basura, escuchando a lo lejos el vocerío de los manifestantes que de vez en cuando, rítmicamente, frecuentemente, se organizaban, ponían de acuerdo y le mentaban la madre a los funcionarios públicos, luego otra imagen, como en los sueños, con luz crepuscular un anochecer en el Distrito Federal, es decir, nubes bajas, polvo, ruido, contaminación, Lourdes saliendo con su mamá a comprar el pan y al volver con la bolsa agradablemente caliente y olorosa a bolillos recién horneados en las manos fueron detenidas y subidas a un camión escolar (bueno, un camión pintado color naranja, pero utilizado para transportar parapolicías y llevarse a multitud de detenidos), que se puso en marcha poco después atiborrado de adolescentes azorados, de modo que no verían las señales luminosas en el cielo (como en Vietnam), ni a los soldados, ni a los miembros del Batallón Olimpia cargar contra la multitud tan desprevenida como desarmada, ni los tanques, ni los helicópteros, ni las ametralladoras, ni los guantes blancos, ni los gritos, ni la sangre, ni los heridos, ni los cadáveres, ni las carreras, ni las órdenes de exterminio, ni las caídas, ni los innumerables zapatos perdidos, ni las quejas, ni las mentadas, ni supieron adónde las habían llevado, una celda angosta que compartían con otras mujeres, de lejos venía cierto olor a establo y entendieron todavía menos cuando empezaron a pasar los días y no las dejaban salir, tampoco las enjuiciaban ni abusaban de ellas, la comida era mala y con un candor inigualable pensaron que una dieta no les vendría mal, pero empezaron a perder el equilibrio físico y mental cuando supusieron que habían estado allí, que las habían mantenido allí no dos o tres meses, sino quince o veinte meses, imposible saber qué día era, de qué mes, de que año, de qué planeta, de qué Historia, asimila tu largo latido óseo y desarticula el jadeo en sus detalles, decía Viviana, la tarde del pan caliente y la detención tan injusta como sorpresiva, el papá de Lourdes no podía llegar a su casa, los semáforos no funcionaban, estaba lloviznando, venció toda clase de dificultades, pasó barricadas, se identificó ante el cordón policial (¿o eran soldados vestidos de civil?), y empezó a sospechar algo malo cuando comenzó a subir los escalones llenos de agua, encharcados a cada paso (el elevador no funcionaba), y lo peor, cuando una luz de linterna eléctrica en el segundo piso lo llevó a dudar y alargó la mano para tocar el agua del suelo y era demasiado espesa y pegosteosa y sobre todo demasiado guinda ¿o roja?, y corrió hasta su departamento y encontró la puerta derribada, pedazos de estuco por todas partes, porciones de la pared desprendidas, como arrancadas con zapapicos, los muebles rotos, los vidrios rotos, todo revuelto como si hubieran ido a buscar algo, histéricamente hubieran buscado algo demasiado importante o valioso o peligroso, los cajones desprendidos de los armarios y los escritorios, volcados hacia abajo, y en el cuarto de baño, en el pequeñísimo cuarto de baño había sangre, una como mano de larguísimos dedos rojos embarrada en la pared y que al parecer pertenecía a un cuerpo que había sido arrastrado por la sala y el comedor y el quicio de la puerta y las escaleras afuera, y además el sonido de las sirenas policiales, o de las ambulancias, luces rotatorias, luces tintineantes, luces rojas y blancas y azules y blancas, y las órdenes allá abajo, varios pisos abajo, y los soldados en retirada, o reorganizándose a marchas forzadas, pateando con fuerza el suelo de su patria, los cláxones y él enmarañado, tratando de sentarse en el suelo de lo que había sido la recámara conyugal, y tratando de ponerse a llorar, de abandonarse a un llanto convulso y estéril, luego el insomnio y la búsqueda desesperada por hospitales y delegaciones y cárceles y cruces y cuarteles, hospicios, casas de beneficencia, asilos, clínicas privadas, casas de amigos y amigas, de conocidos, redacciones de periódicos, estaciones de radio y tv, las centenas, millares de llamadas de teléfono a otros amigos y otros conocidos, las visitas a funcionarios que podían ayudarlo, que prometían ayudarlo a encontrar a su mujer y a su hija, los anuncios ofreciendo recompensas por sólo datos sobre su paradero, las noches de insomnio y las llamadas equívocas, no se sabe si bien o mal intencionadas, pues lo arrojaban a nuevas esperanzas delirante y enloquecido, pero pasaron meses y meses, y entonces en la máquina del Personaje que no Escupía en las Escupideras ya era 1970 o 1988, había soñado con su vieja máquina mecánica y habían pasado 22 meses de la noche del 2 de octubre de 1968, y allí (arriba de esa página que estaba escribiendo dentro del sueño) estaba un padre desesperado porque ni su hija Lourdes ni su esposa Lourdes habían aparecido, y entonces él invitaba a una compañera de trabajo consoladora y de bonitas piernas para que vivieran juntos, y si todo funcionaba, que pronto se casaran, por qué no, y esa mujer tenía una hija, más o menos de la edad de Lourdes pero con los senos más grandes, y esta hija se quedó con la recámara de Lourdes y hasta empezó a usar ciertas prendas de ropa de Lourdes, de manera que la noche que Lourdes y su mamá regresaron, muchos meses después, probablemente 22, casi dos años después, con la sensación de haber resucitado pero más bien asustadas y desubicadas y anonadadas y estragadas, y encontraron a esa chica de senos desorbitados con una piyama de Lourdes que la tía de Lourdes le había regalado precisamente a Lourdes cuando cumplió dieciocho años (y la verdadera Lourdes no se inmutó)…, sí…, respondió Lourdes y trataba al mismo tiempo de no escuchar, vuelta hacia la pared, terminando de vestirse, el Personaje que no Escupía en las Escupideras abrazándola un poco por costumbre, un poco para impedir que se volviera, un poco porque sí, un poco por conmiseración y otro poco por complicidad y amor, ajustando su mano derecha a uno de sus senos suave y firme y denso, ¿quién dijo eso de que el amor se gasta y de que amamos para terminar con el amor?, no sé murmuró, pero ya no era Lourdes sino Viviana quien lo miraba escribir esa frase, la leía en voz alta y se respondía a sí misma, los ideogramas se dibujan tirando las brujas del sol sobre los apéndices con mayor o menor fuerza, y eso los hace colmar de sentido…, y él tenía que entender otra cosa, siempre así, porque de otra manera no podrían entenderse, entonces él rompía la página y ella lo miraba extrañada, un resoplido de envenenados poco ortodoxos sobre los dogmas fríos, sobre la fuente sagrada de lechería siseando, sellada, erígete sobre el periplo y separa en pulsaciones de doble esfera y arco porque ya nadie quiere saber las cuitas del infecto ingrato ínclito bucólico, y le arrebataba los pedazos y conminaba a distribuirlos por varias partes de la ciudad alborotada por las Olimpiadas, pero no era el relato de Lourdes el que quería contar, porque Lourdes al llegar el echeverrismo salió de la prisión (y por lo tanto el Personaje que no Escupía en las Escupideras lo supo mucho después, aunque ahora, después de tantos años, las fechas se fundían o confundían, y no sabía si estaba escribiendo una noche de invierno de 1968 en Iowa City, o si estaba reescribiendo otra noche de invierno en Albuquerque, New Mexico, 20 años después, o si volvía a reescribir todo otra mañana de invierno en Bloomington, Indiana, 32 años después), la mamá de Lourdes un poco jorobada y disminuida (por no decir desquiciada), Lourdes con una arruga en el entrecejo que antes no tenía, y un mechón de canas que le quedaba muy bien, en medio de su sueño, una vez Viviana le había enseñado viejas cartas que el Personaje que no Escupía en las Escupideras le había escrito a Lourdes y él las rompió en cuadritos más o menos de regular tamaño, y luego contaban que los habían ido a abandonar en distintos sitios, uno por ejemplo lo dejaron en las bodegas de Aurrerá por Ciudad Satélite, a la entrada, otro frente al restorán Passy, otro en un escalón del Hotel del Prado, otro frente al mural de Diego Rivera Un domingo en la Alameda, como si se le hubiera caído a la muerte catrina, otro en una butaca del cine Roble, otro en un sobre que membretaron y timbraron para The Interamerican Foundation for the Arts, 35 West 44 Street, New York, New York, y depositaron en el correo, otro en quién sabe dónde diablos, o en quién sabe qué apestosa cantina, burdel o miscelánea, y luego el caso es que trataron de recuperarlos y no encontraron ni dos, por lo que ya no pudieron reconstruir las cartas, algo indispensable para ese juego que apenas y rebasaba su nivel de pretexto para estar juntos y recorrer la ciudad, discutir su posible futuro, que Viviana declinaba “futuridad”, ¿es que no tenemos futuridad?, decía, y gozar a brazos abiertos su compañía, porque Viviana a veces hasta podía llegar a ser domesticable, o parecer, pero pasaba demasiadas horas dentro del volkswagen, como si fuera un cuerpo con cuatro llantas y dos portezuelas, que bebía gasolina y comía calles, avenidas, periféricos, pasos a desnivel, callejones, cerradas, glorietas, esto en otro lugar para seguir un СКАЧАТЬ