A la salud de la serpiente. Tomo II. Gustavo Sainz
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу A la salud de la serpiente. Tomo II - Gustavo Sainz страница 11

Название: A la salud de la serpiente. Tomo II

Автор: Gustavo Sainz

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Biblioteca Gustavo Sainz

isbn: 9786078312054

isbn:

СКАЧАТЬ que no podía jorobarse hediondo el gozo de alimañas, que avergüenza la jodida felpa cocopleonástica, las instancias del vértigo y el ascoplo de sorbentes abolladuras sin mí ni yo al después, y que apenas tú ya otro con su tú en ti o sinmigo se animisbiaban al soliloquio vértigo hasta morder la tierra, sin saber cómo, incurriendo en argumentos más vagos y dilatorios antes de entrar en una especie de somnolencia, porque alternaba así momentos de normalidad juvenil, de expresiones, emociones, pasiones, intereses, visión del futuro, conciencia de la situación, con un ausentismo tajante, denso, que la hacía semejante a una zombie, y del que salía preguntando si había terminado determinado tiempo, si habían transcurrido 24 horas, digamos, o tres semanas, o dos meses, porque si había transcurrido ese lapso entonces ya podía romper su voto de silencio o su voto de aislamiento y ya podía volver a su cotidianidad de lecturas y salidas y tardes frente a la máquina de escribir y películas o visitas a los amigos, sin ninguna duda y con furor discreto y disimulado el accidente del volkswagen, tratando de organizar su discurso sin ramificaciones innecesarias, con causas y consecuencias, acuérdate Balmori, porque te preocupaste y luego reíste a placer ¿y por eso se neurotizan?, gruñó Balmori, y fueron a su coche, un Mercedes del año del caldo, y mira, me pegó un tranvía y ¿sabes cuánto me dieron?, no ¿cómo voy a saberlo?, ¿cuánto te dieron por el golpe?, cien pinches pesos, y a Lourdes le describió la actitud de Viviana, entre balbuceos y meopas, que como siempre que estaba despierta era empecinadamente burguesa (porque dormida era igual que casi todas las mujeres), y ella aulló de berrinche, un lío, abrió la portezuela en plena marcha, el Personaje que no Escupía en las Escupideras frenó, y la pequeña Lourdes descendió, vio el golpe y se enojó aún más columpiando su cabeza de arriba a abajo al mismo tiempo que sujetaba sus anteojos (su hermosa cabeza), y entonces, ya como quien dice en Pleno Viaje hacia la Histeria, patearon (transeúntes azorados, ateridos, con los ojos frenéticos mirando ¿mirando qué?, mirándolos), todos los malditos volkswagens que estaban estacionados (inanes) en esa calle hasta abollarlos (joderlos) más o menos como el suyo, chíngale, y luego descansaron, el Personaje que no Escupía en las Escupideras la fue a dejar hasta Tlatelolco y la besó, pero después de todo ese desgaste físico no pudieron seguir (¿a qué podrían seguir?, ¿desnudarla allí en plena calle, aunque fuera dentro del coche?, y la calle no era precisamente solitaria, su calle estaba siempre llena de jóvenes que bebían cerveza o jugaban tochito o baraja o dados, y mecánicos haciendo talacha a media banqueta, y amas de casa camino de la panadería o de vuelta con sus botellas de leche, sin hablar de multitud de edificios con ventanas indiscretas y vecinas chismosas), y además era miércoles, había semanas llenas de miércoles y le tocaba pasar por Viviana a la escuela de danza atrás del Auditorio, pero curioso otra vez, curioso por tercera vez, porque no era de Lourdes de quien necesitaba hablar, no era del volkswagen del que quería hablar, sino de Viviana, sólo que era difícil hablar de Viviana, no había por dónde empezar, no había comienzo, era como si siempre hubiera estado a su lado, inadvertida, y de pronto hubiera empezado a notarla, hasta la víspera del viaje a Iowa, la noche que desapareció, o peor, como si su lenguaje fuera ineficaz para hablar de esa muchacha atlética y confusa, como si fuera insuficiente, o peor, todavía peor, como si fuera ajeno, como si el lenguaje no le correspondiera, las espaldas rotas por la plegaria catarro, empezaba Viviana por ejemplo, salazón infecta en lo vivo del caldero, la ruda melena de los acantilados es como si hubiera sellado mi entrada con rayas y nubes, una llama en cada dedo enmascarado, él tratando de reír, un poco por irresponsabilidad, un poco por cobardía (temía ponerse a tratar de entenderla), ahora sí que le gustaba cuando callaba porque estaba tan ausente, y se refugiaba escribiendo, y como no podía con la novela inició un guión de cine que podría llegar a vender, sobre todo si lo ayudaba su antiguo amigo Macotela, que estaba relacionado con productores particulares y estatales, Viviana tratando de corregir la primera versión, prometiéndole hacerla lucir, relucir, oigo el grito perdido del que vende silencio, decía, porque ahora el fulgor del instante, hay que conjugar acantilado hasta el fin de vocablo alrededor de las pagazas, ¿por qué sin estrofas de almíbar son músicos igual, tantos qués móviles que gravitar?, es lo único que me asemeja al quehacer imperecedero del Manco de Lepanto explicaba él, un poco harto de tanta faramalla, pero a la vez seducido por su amor surrealista, cortazariano, girondiano, paciente en su impaciencia, como esperando un entendimiento que si no estaba allí iba a llegar, seguro que iba a llegar, y ella reía, sí, reía cada vez que él hablaba, a lo mejor le resultaba incomprensible por compensación, demasiado escueto, desprovisto de retórica, de barroquismos, de churriguerías y sonreía, sí, reía, se rascaba, se levantaba, meneaba, inclinaba, hacía como si, repetía, iba, estornudaba, decía, bostezaba, farfullaba, alzaba los pies, tomaba asiento, bebía, se quejaba, cerraba los ojos, los guiñaba, pedía, sonreía, sacudía la cabeza, esbozaba una leve inclinación, levantaba el dedo meñique, jadeaba, estiraba las piernas, lo miraba, hacía un amago de caricia, replicaba, entretejía sus manos, chasqueaba los dedos, se enderezaba, gruñía, respondía puntualmente, estornudaba, se aquietaba, ceceó, ­consagró, cubileteó, volvió a toser y a estornudar, abría mucho los grandes ojos, se pasaba los dedos por un lado de su nariz, en fin, y por las noches acostumbraba hojear la libreta adonde el Personaje que no Escupía en las Escupideras llevaba el control del coche porque, de pronto, si Viviana se encontraba un espacio inesperado, un desliz, en cualquier parte de cualquier cuaderno o libro o margen, la sorpresa del poema, como si sólo pudiera ser coherente escribiendo,

      Prendidos de la mano corríamos

      y te veía

      entre ojo y mirada

      fugaz embebecida

      Andaba sola y te buscaba

      ayer en tu casa

      hoy en tu sonrisa

      es que sentía tus pasos en mis pies

      y tus dientes en mi boca…

      Te pedía la sed

      y lloraste el desierto

      comiendo tu hambre

      tragaba nuestras lágrimas

      Prendidos de la mirada

      la cambiamos

      y te fugabas

      ya no te veía

      entre ojos apretados

      Ahora queremos preguntarte

      si rechina mi carcajada entre tus dientes

      O

      si te reías con mi boca

      luego venía el cumpleaños de la hermana del Personaje que no Escupía en las Escupideras, la misma noche que bazuquearon la puerta de San Ildefonso, y entonces quedaba de nuevo enfrentado al estrépito de esos días, los granaderos a caballo saltando sobre su coche para ir a reprimir una manifestación, los eternos embotellamientos de tránsito, muchachos y muchachas asustadísimos, iracundos y asustadísimos, el desquiciamiento del orden, los gritos, las bardas pintadas, gente que corría, miedo, inscripciones sobre las bancas de Paseo de la Reforma, especialmente aquella que decía la juventud estará tranquila cuando esté colgado el último gra­nadero con las tripas del último gorila, a la mañana siguiente despertando con un tremendo dolor de cabeza y buena dosis de melancolía y confusión, o de confusión melancólica e ira sulfurante, no quería salir pero tampoco quería prestarle el coche a Viviana, era peligroso, de pronto se salía de sí misma y era capaz de soltar el volante y dejar que el volkswagen siguiera solo, aunque también le gustaba que Viviana saliera, que se enfrentara a los perdón y los compermiso y los buenos días y los ¿me da su hora por favor?, o ¿sabe dónde queda tal calle?, de todos los días, y la soledad realmente le gustaba, y le gustaba en aquella época aún más, pero ella mostraba el lado oscuro de su temperamento, la inconsistencia de СКАЧАТЬ