Cartas a Thyrsá. La isla. Ricardo Reina Martel
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Название: Cartas a Thyrsá. La isla

Автор: Ricardo Reina Martel

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Libro

isbn: 9788417334307

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СКАЧАТЬ a las cocinas y echando una mano en el montaje del comedor.

      Más tarde, ya al final del día, cuando todas se retiraban, solía quedarme a solas junto a la mudita Eleonora, como se le llamaba cariñosamente. Y entonces, envueltas en el silencio y la soledad de la noche, se nos solía hacer siempre muy tarde; intentando aprender el lenguaje de símbolos que había creado Eleonora. Arropadas ambas al amparo de los restos del carbón encendido, me contaba a través de sus gestos como era Puerto Hélice, la ciudad cercana a donde Ixhian recibía su formación. Lo que nos daba cierta complicidad en el juego y en la palabra. Pues a Eleonora le encantaba describirme con exagerados aspavientos, a los fornidos y fastuosos comandadores que recorrían a diario las calles de la ciudad, en busca de compañía femenina…

      Dichosos años de juventud, cuando todo se haya por llegar y una se mantiene en ese compás de espera, reteniendo el impetuoso recorrido de la sangre y uno sueños que siempre tiran hacia delante, sin mirar nunca atrás.

      [23] Jardín de Casalún.

      [24] Festividad importante que se celebra a primeros de Mayo.

      [25] Las culmens gestionan y dirigen Casalún, cada una de ellas lo hace en un área o círculo determinado.

      [26] Archa, Oráculo de Casalún, Culmen de las Hechiceras.

      XI - Thyrsá

      Asia

      Ha llegado una pequeña revoltosa, la he visto venir. Se me ha aparecido en sueños, junto a ella he vislumbrado mi futuro y ella siempre estaba allí.

      Es regordeta y de mofletes encendidos, se llama Anette y es hija de una familia del interior del bosque. Su padre es leñador y su madre costurera, se han despedido llorando y formando tal alboroto que ha llamado la atención de toda la comunidad. La florecita salvaje, le han apodado las más pequeñas, luego ha vuelto a liar tal algarabía en el dormitorio que nos ha sido imposible tranquilizarla. Teniendo que intervenir Arianna Clara que le ha cantado una nana, hasta conseguir que se durmiese entre mis brazos. A pesar de todo ha sido hermoso, muy hermoso. Mis sueños se consuman en este día que cumplo diecisiete años, la vida me sonríe y comienzo a respetarme.

      La Sunma Ana me ha llamado para que la visite en la tarde; ha pasado casi un año desde que llegué y cuando ella me recibiera por última vez, en sus aposentos.

      Ana es la madre de todas nosotras, ella es la regente de Casalún, por lo tanto se le ha de nombrar con el título de Sunma. Me ha pedido que le cuente como me encuentro tras los meses transcurridos en la comunidad. Y lo cierto es que me siento escudriñada tras su mirada complaciente, aunque a la vez tremendamente embaucadora, lo que hace sentirme molesta e inquieta a la vez. Parece que no ha cambiado nada en ella y eso que han pasado varios años, desde la muerte de la yaya. Apenas me ofrece tiempo para responder, es esquiva y no me deja enfrentar mi mirada con la de ella. Quiere saber de mí, mientras permanece callada como si estuviese ausente, jugando nerviosa con las tazas y cucharillas que se hallan sobre la mesa. Se limita a observarme y sonreírme suspicazmente. Supone este un primer encuentro bastante tenso por mi parte, hasta que al fin irrumpe en el aposento Asia, hermosamente ataviada con una única prenda amarilla salpicada de flores. Ojos oscuros y profundos, nariz menuda y rostro afable. Dotada de una mirada afilada capaz de despojar a una de secretos e intimidades. Se asegura que el encuentro transcurre correctamente; ella cuida y asiste celosamente de la Sunma. Le hace señas y esta, nos ofrece una bandeja plateada sobre la que descansan dos tazas de fina porcelana y una pequeña tetera humeante en su centro. Mientras me sirve, la Sunma Ana habla de las propiedades de las plantas, sus palabras componen un monólogo aprendido, recitándolas de memoria. Luego prosigue hablando de flores y más flores, imbuida en sí misma y como si yo no estuviese presente…

      La Sunma es de piel muy clara y limpia, de cierto toque sonrosado sus mejillas y huele siempre a primavera. Su cabello pelirrojo y rizado, oculta parte de un rostro parecido a una luna llena, donde collares y cadenas de todo tipo, decoran un pecho engalanado, desde donde cuelgan campanillas y esferas de plata que constantemente se balancean y tintinean. Se levanta con esfuerzo, acompañada por la sutil melodía que producen sus graciosos andares y movimientos. Ella sabe que he crecido entre hierbas y raíces, aunque tengo la plena certeza de que su conocimiento excede con diferencia al mío; aun así no para de examinarme. Conforme avanza la conversación, delata su pasión por el mundo vegetal, solicitándome que descienda hasta los prados y busque entre las hierbas, una pequeña flor que tan solo se abre a últimas horas del día. Es una embaucadora, lo percibo. Hace un gesto con los dedos y la puerta del aposento se abre al instante, en eso que vuelve a entrar Asia y la Sunma le susurra al oído. Esta me mira muy seria mientras recibe el encargo, abandonando a continuación la estancia. Pasado un tiempo regresa con un gran cesto de mimbre del que me hace entrega, invitándome la Sunma para que lo llene con flores de Atardecida, haciendo especial hincapié, en que se las acerque con premura, una vez recolectadas. Me explica de sus propiedades y su manera correcta de recogerlas.

      —Asia te enseñará a respetarlas y cómo debes caminar entre ellas. —Haciendo referencia a un arroyuelo que baja, protegido entre enormes pedruscos.

      —El Ambrosía, es como se llama el arroyo que cruza los prados. Busca entre las hierbas aromáticas que crecen en la otra orilla del riachuelo. Ya es hora de que percibas el esplendor del Valle y sus praderas. Asia te acompañará y te enseñará el lugar, ella será tu guía y asistenta.

      La bajada hacia los prados

      En la tarde del día siguiente y tras el almuerzo, descendemos hacia los prados. Asia no habla, apenas afirma o niega con un apagado hilo de voz que me cuesta de interpretar. Camina delante de mí, su túnica se mueve al mismo compás que las hierbas del prado. Sopla un viento agradable que acaricia mis cabellos, desmelenándolos. Asia me ofrece su mano para que la tome y acompañe el ritmo de sus pasos. Abajo percibo un pequeño arroyo que se oculta rodeando la hierba, siendo contenido su cauce por unas enormes piedras que resplandecen, como queriendo responder a los últimos rayos de la tarde. Asia me hace descalzar, no se debe de pisar la hierba del borde del arroyo sino es con la piel, me dice.

      —Habitan seres que no vemos en estos prados, debemos respetar el lugar —me habla murmurando.

      Al fin aparece el Zaibaq, la gran piedra blanca que se percibe desde lo alto de la colina y el Ambrosía, dejando vislumbrar una corriente rápida y transparente a pocos metros de nosotras. El lugar se vuelve generoso en desniveles y pequeños declives, Asia pone el dedo sobre sus labios, advirtiendo que guarde silencio e intente controlar mis torpes movimientos. Como si estuviese danzando, Asia conquista el Valle. Ahora el Ambrosía se ensancha convirtiéndose en un riachuelo que retoza y juguetea entre la dignidad de la tierra. Y en eso que Asia encuentra la primera silesia de Atardecida, la olfatea y ríe como si estas le contaran.

      —Me ha dicho la plantita que busquemos en la otra orilla.

      Indagamos por dónde cruzar el arroyo, hasta descubrir un paso conformado por cantos enmohecidos y resbaladizos, por lo que nos divertimos de lo lindo al intentar atravesarlo. Mis pies resbalan mojándome, haciéndome sobresaltar un agua tremendamente fría. Al otro lado nos espera una alfombra tejida de hierba, por lo que nuestros pies apenas se ensucian de barro. A la sombra del Zaibaq, se encuentra refugiada la hierba menuda. Con sumo cuidado Asia corta las flores, ayudándole y brindando por mi parte, cuanta delicadeza puedo ofrecer. En cuanto llenamos el cesto, Asia me hace señales para que regresemos. СКАЧАТЬ