Cartas a Thyrsá. La isla. Ricardo Reina Martel
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Название: Cartas a Thyrsá. La isla

Автор: Ricardo Reina Martel

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Libro

isbn: 9788417334307

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СКАЧАТЬ de contrastes y tonalidades se reflejan, originando que todas sus discordancias se perfilen y esbocen simultáneamente, brindándonos así un espectáculo visual irrepetible.

      Nos han dejado a solas por un breve intervalo de tiempo, retozando sobre la frondosa ladera. Abajo, aquellos que necesitan de calor y comida, rodean una pequeña hoguera, desde aquí arriba se les ven dialogar acaloradamente entre sí.

      ¡A quién le puede importar cuánto suceda en el mundo! Me quedaría aquí abrazada a mi amor por toda la eternidad, poco me importan las flores, ni la necesidad de alimentarme, ni los lugares hermosos de la tierra, ni siquiera era esta luz mortecina y brillante que se refleja con impertinencia sobre el lago; tan solo Ixhian me importa, tan solo Ví, mi amor.

      —¿Visteis un espectáculo semejante, Ví? —le pregunto abrazada a él, mientras las luces anaranjadas del ocaso se filtran entre las montañas.

      —No me preguntes eso Mó, tú sabes que viví desde pequeño entre luz y oscuridad, nunca estuvo al alcance de uno tanta abundancia y hermosura; ¿Y tú? —me devuelve la pregunta, mientras mantiene su mirada puesta en el ocaso.

      —Lo mismo te digo amor, ya lo sabes todo de mí. Siempre viví al borde del altozano en Vania, sobre sus viejas ruinas. Y mi único camino frecuentado, fue aquel que transita desde Vania hacia Jissiel.

      —¿No te preguntas quienes somos en realidad? ¿Por qué nos sucede todo esto? Jamás pensé que podría existir un lugar, donde uno mira al frente y no sabe el punto exacto donde poner su mirada.

      —Pues ponla en mí amor, mientras puedas dirígela hacía mí. —Y haciéndole girar el rostro, le besé con una pasión incontenida…

      El Caballero Gris y sus mil historias

      El Gris aprovecha para enseñarnos cómo levantar un refugio, tal como se hace en la tradición del Nómada, haciendo referencia sobre las largas estacas que porta a ambos lados, de su extraño caballo llamado Cabalganieblas.

      —Son las varas de Aral, es el signo de mi orden y de todo buen caballero errante. No significa más que aquel quien las carga, no posee hogar ni patria, y que en cierto modo se halla condenado a vagar de un lado a otro, sin destino ni rumbo fijo. Es y ha sido nuestro salvoconducto para poder caminar en libertad. Era la primera vez en todo el trayecto que el enigmático personaje se dirige a nosotros, obviando la figura de nuestros mentores.

      Sentándonos alrededor del fuego, la noche oscura y fría transcurre velozmente, escuchando viejas historias en boca del Gris, que no para de hablar en ningún momento. Departiendo con nosotros las maravillas y los prodigios vividos a lo largo del nómada, que era el nombre con el que se identificaba la orden y las experiencias percibidas en su camino.

      —El nómada no significa más que la sabiduría y cuantos conocimientos vamos atesorando a lo largo de nuestra vida —añade el abuelo.

      Y por primera vez oímos mencionar a las tribus del norte, la raza de los mowai y de los fieros abdul. Nos cuenta de una pradera donde una se pierde y halla el anhelo, llamada la Arami, la puerta de la esperanza; también de la selva del Urbian, el País del Quicio y de la singular Urshulá, la ciudad de Melodía, protegida por sus valerosas guerreras tukumanas. Dándonos la sensación de nacer en un mundo nuevo y distinto, que nada tenía que ver con la calma de Hersia ni su altozano.

      Junto a nosotros, disfrutan de lo lindo madre Latia y el abuelo Arón, que se les ve dichosos, oyendo las palabras surgidas en boca del Errante, dejándolo relatar a su aire. Sin apenas interrumpir su extensa y a veces cansina narración, oímos por primera vez hablar de las blancas arenas de playa Nardos y del mar del Estío en Mirás, y cruzamos nuestras miradas a un mismo tiempo, pues aunque siempre nos habíamos hallado cerca, nunca vimos el mar. Entonces Mó promete llevarme y descubrir juntos esa inmensa llanura de agua, donde según se cuenta; el horizonte se convierte en una elevación ondulante salpicado de espuma blanca. Luego, tras un inciso nos habla de la batalla en playa Arenas donde se sellaron las pautas que conforman el nuevo mundo, narrando este episodio con mucha pena en sus ojos. El Errante parece haber surgido de un cuento, su rostro es lánguido y caído, la dentadura algo notoria y sus cabellos dilatados se enmarañan como una selva. Es un Nómada y se encuentra aquí, en este mundo, principalmente para describir y dar testimonio.

      El abuelo aporta un cesto cargado de manzanas que devoramos con avidez, luego tumbados alrededor del fuego, pasamos la noche soñando que transitábamos por lugares lejanos e inhóspitos. Hasta que en un momento dado, siento a Ví abrazarme y refugiarse pegándose a mi cuerpo, quedando ambos enlazados y profundamente dormidos.

      El amanecer de ese día es sin duda el más hermoso de la tierra y entre las lejanas montañas se deja traslucir la luz dorada de la mañana. El abuelo Arón y madre Latia elevan sus plegarias a orillas del lago, sin advertir que desde el suelo y bajo las mantas, somos testigos del rito. Más tarde refrescamos nuestros rostros en el agua del lago, a la vez que desenredo mis cabellos, al resguardo de la hoguera que aún se mantiene encendida. El Gris me ofrece una infusión que según dice vigoriza el cuerpo y despeja la mente. Nace un día más y cierto tono purpúreo se refleja entre las grietas y escarpados de las altas montañas, matizando sombras y penumbras en algunas zonas del lago y sin embargo… sobre las cumbres más altas resplandece en lontananza, el esplendor de una limpia y blanca nevada.

      Pasados ya los tres meses de camino, al fin cruzamos El Cordón de la Díala, que no es más que una empalizada compuesta por una espesura retorcida. En principio, la carencia de espacio entre los árboles imposibilita un rápido avance, siendo realmente impracticable, abandonar la insignificante senda que retorcidamente se adentra en el bosque. Pasadas unas horas, los árboles negocian su propio espacio y poco a poco la floresta se va despejando. En un momento de la tarde, el grupo lanza un grito de sorpresa y asombro, ante la presencia de una manada de nóveles cervatillos que cruzan velozmente ante nosotros y en dirección hacia una loma elevada y abierta, desde donde se puede observar un cielo tremendamente azul.

      Al día siguiente el paisaje cambia considerablemente, alcanzando los llamados Campos de Daflor, siendo pues la bondad de la madre tierra y sus frutos, cuanto se nos revela ahora. Nada malo puede surgir de este lugar, la fragancia del tomillo anega la campiña, los retorcidos robles quedaron muy detrás y ante nosotros, se extiende una dehesa conformada por alcornoques y frutales, que hallándose en flor; muestran un estallido de variopintos colores. Todo reboza en piedad y misericordia; la primavera debería permanecer siempre sobre la tierra, pensé. Deberíamos reivindicarla para que pasase a ser la estación natural del hombre.

      A partir de ese momento del viaje, nadie se atreve en mencionar palabra alguna, ya que ninguno de nosotros desea interrumpir la magnitud que nos rodea. Era como si el sonido y la vibración que surgen del Valle lo envolvieran todo y no existiese la necesidad de comunicarnos. Bajo un roble milenario, encontramos diversos víveres y frutos a nuestra disposición, invitando a refugiarnos y a hacer un alto en el camino. Entre sus prominentes raíces, se levanta un pasillo que penetra hacia el interior del mismo. El abuelo nos recomienda pasar la noche bajo el árbol, que resulta ser como una pequeña caverna. Un manantial brota junto a sus raíces, por lo que aprovechamos madre Latia y yo para darnos un buen baño, en una cuba de madera que parece dispuesta para dicho menester. Entrada ya la noche recogemos el lugar, tan rápidamente como podemos, y entre risas y bromas dejamos entrar a los hombres que aguardan desesperados e impacientes, poder asaltar la sabrosa cena que nos aguarda.

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