Desconocida Buenos Aires. Escapadas soñadas. Leandro Vesco
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СКАЧАТЬ Matías Fegan se llama y cuando lo vemos sabemos que está en su lugar en el mundo. Su figura, su modo de moverse y de mirar, sus pilchas, las estanterías detrás y la decoloración propia del paso del tiempo de las paredes lo convierten en un personaje de alguna obra plástica gauchesca. Hay misterio y magia en estas orillas del mapa. Simpático, da la bienvenida. Una sonrisa en medio del océano de polvo es lo que necesitamos para sentir el rostro más amable de la humanidad.

      El boliche es perfecto. Un amplio mostrador, las mesas, una mesa de pool. Estanterías con botellas de siglos pasados, yerba, fideos, arroz, el sifón de soda y el mate. Matías nació aquí y desde chico venía al boliche. Comenzó a atenderlo los fines de semana y con los años se lo ofrecieron tiempo completo. Aceptó. Es lo que más le gusta hacer. “Yo me crie acá, para mí el almacén es lo más lindo que existe”, asegura Matías. Vive detrás del boliche. Lo siente así porque es su casa. Ese sentimiento se materializa en la manera de hablar, de destapar una cerveza, de cortar un chorizo seco.

      “Es un bar, un lugar tranquilo para juntarse con amigos y familia, pasar un día de charlas y tomar alguna copa. El paraje es mi vida, es todo. Yo nací y me crie acá. Es muy tranquilo y tiene mucha paz”, resume sus sentires camperos. Una amplia galería es el lugar ideal para sentarse y disfrutar de una postal de impactante belleza. El campo argentino en su intimidad. Pasaron siglos, pero el paisaje es el mismo. Los aromas, los silencios habitados por la presencia de vacas, cerdos y caballos. Las hojas que acaricia el viento. Todo este show natural se abre para los que visitan Beladrich. No es cualquier boliche.

      En una de las paredes está escrito en tinta negra que en 1813 estuvo sentado San Martín. Estos mitos criollos engrandecen el lugar.

      “La gente de acá, de la zona, viene a buscar lo esencial al almacén. O a pasar un rato de charlas y risas, jugar al truco o pool, siempre compartiendo alguna copa”, delata Matías desde la rendija por donde se asoma la felicidad. Placeres simples. Ocupaciones para llenar el tiempo libre entre las arduas tareas del campo. Ser testigo de esto es un privilegio.

      “Ofrezco algunas comidas si me avisan con tiempo y, si no, lo típico: pica­das”. Comida escudera de los caminos de tierra. Por lo general, en ho­ras de la noche alguna carne se está asando al rescoldo y siempre hay un plato de más. En el campo siempre hay un asado esperando. “Es importante que este boliche se mantenga abierto por la historia que transmite y porque es el único lugar que tienen los que viven en el campo para comprar comida”, resume Matías. Como si fuera un faro, El Beladrich es la única luz que se ve desde lejos en la noche. Las sonrisas también se oyen, al igual que las lechuzas que chistan cada vez que se acerca un gaucho. Sensores de movimiento de la naturaleza. + info: ir por ruta 9 hasta San Pedro, allí empalmar la ruta 191 hasta Pueblo Doyle. Se recomienda preguntar. Un camino de tierra lleva directamente a Beladrich. Está a 40 kilómetros de Ruta 9. A 20 kilómetros de Santa Lucía y a 10 kilómetros de Doyle.

      A un costado del almacén existe una construcción a la que se accede a través de una arcada. Es el Club Universal. Su interior es una de las entradas al paraíso. Desde el techo cuelgan infinitas guirlandas. La luz dorada del atardecer es ideal para acariciar la magia y la historia del lugar. Aquí, cuando el campo tenía gente, se hacían bailes multitudinarios y hasta se presentaban obras de teatro. El sueño de Matías es que todo esto renazca.

      La historia de esta esquina es interesante. Además de la visita sanmartiniana, recibió al pintor Florencio Molina Campos. Según dicen los que saben, se habría inspirado en los bohemios parroquianos del lugar para crear sus personajes criollos conocidos en el mundo entero. Otro de sus visitantes fue Vito Dumas, el navegante solitario. Por si algo le faltaba, un gaucho que llegaría a la inmortalidad, elegía estas sillas y este mostrador: don Segundo Ramírez, a quien Ricardo Güiraldes ficcionaría como don Segundo Sombra.

      Lo de hasna, comida árabe en la pampa bonaerense

       La Angelita. Partido de General Arenales

      

      ¿Qué sentís cuando preparás comida árabe?: “Que mi mamá me está mirando”, responde Jadiye Ahmad Selman (Marta Pepe), descendiente de sirios. Vive en La Angelita y durante 30 años fue la profesora de Idioma y Cultura Árabe Islámica en el pueblo. Desde hace tiempo cocina en su restaurante Lo de Hasna. Ofrece típica cocina árabe, “para mí es como rendirle tributo a mis padres, que me legaron una cultura tan rica y profunda”, afirma.

      “Siento la presencia de mi mamá. Que ella está feliz viendo todo lo que cocino, que es lo mismo que ella preparó durante tantos años. Desde que comienzo a reunir todos los ingredientes, lo hago con el mismo entusiasmo que ella. Sé que estoy cocinando para gente que no conozco, pero lo hago como si cocinase para mi propia familia, con el mismo respeto y cuidado”. Con estas palabras define Jadiye lo que significa la cocina. Un lugar de culto, su comedor. Un templo donde los aromas de su niñez renacen, los mismos sabores que atraen a descendientes de árabes que recuperan su identidad. La cocina de Jadiye es un puente cultural. Una experiencia emotiva donde es posible ver la materialización del amor.

      “Mi mamá, Hasna, siempre decía: todo lo que abandonas, te abandona. Por eso jamás abandoné sus recetas. La cocina es cultura y la cultura se traslada. Yo le enseñé a hacer el pan árabe a mi sobrina, y ella a su vez a su hija de 15 años. Esto lo vamos transmitiendo de generación en generación. Adultos y jóvenes ya saben hacer las recetas de nuestros mayores que llegaron de Siria”, cuenta Jadiye.

      En la alquimia de su cocina, cada plato lo prepara como si fuera único. Los kebbi llevan una nuez. “Si tengo que hacer 70, uno por uno, le pongo la nuez, me levanto al alba, madrugo para que todos tengan su nuez”, con esa paciencia crea comida sana, una comida que además cuenta una historia, la de sirios que se fueron de su patria escapando del hambre y de la guerra, llegando a un país lejano, como el nuestro.

      Nunca fue fácil. Sus abuelos paternos y maternos nacieron en Siria. Llegaron a Argentina cuando el país lo hacían los que bajaban de los barcos. Su madre vino muy pequeña y su padre era argentino, descendiente de sirios. Se casaron muy jóvenes. “Se socializaron con hermanos españoles, libaneses e italianos”, cuenta. La Angelita era el verdadero crisol de nacionalidades. El idioma español era una rareza. Un objetivo unía a todos: el trabajo. Y trabajando hicieron este pueblo, que hoy se rige con las mismas bases: la inclusión, el sentir comunitario y el respeto.

      “La vida transcurrió entre las duras tareas del campo, y el aprendizaje de dos culturas y dos idiomas: el español y el árabe. Mis hermanos mayores solo hablaban árabe y se les complicó en la escuela. La maestra y los compañeros no les entendían, fue muy difícil esa época. Pero aquí estamos, gracias a Dios y a nuestros padres, que nos inculcaron una cultura tan rica, como es la árabe”, afirma.

      La cocina siempre estuvo presente en su vida. Jadiye se emociona al nombrar las recetas que hacía su madre. Ese vínculo con la magia del proceso culinario la lleva a aquellos años. “Me levantaba muy temprano y oía el sonido de la Yarrah, ella la llenaba con 40 litros de yogur. Esa vasija la trajo mi abuelo de Siria y aún la tengo. En ella hacía la manteca, el yogur bebible y todos los derivados de la leche. Nada se compraba, mi mamá lo hacía todo”, recuerda. “Valoramos mucho que hiciera todos esos lácteos tan naturales”, confiesa con orgullo. La manteca, la crema, el queso: elementos que hicieron crecer a la familia.

      “Yo desperté a esos ruidos, a esos olores, aromas de la cocina árabe. Muchas cosas ricas, muchas palabras profundas”, manifiesta. La observación СКАЧАТЬ