Legado de mentiras. Barbara McCauley
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Legado de mentiras - Barbara McCauley страница 9

Название: Legado de mentiras

Автор: Barbara McCauley

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: elit

isbn: 9788413751924

isbn:

СКАЧАТЬ el perro dejó de ladrar–. ¿Cómo me has encontrado?

      Dudaba que a Dillon le interesara saber que ella había estado cotilleando con Dixie y Jennie la noche anterior. Rebecca no había especificado, pero había dejado entrever que ella y Dillon habían tenido algo entre ellos que no había acabado muy bien.

      Entre chupito y chupito, se había enterado por boca de Dixie y Jennie de que Dillon llevaba seis meses viviendo en Resolute, que trabajaba en la refinería y que, a pesar de ser un tanto ermitaño, había salido con Ilene Baker, una enfermera del hospital local. Había muchos rumores sobre él, pero ninguno había sido demostrado. Una de las historias era que había estado casado pero había pillado a su mujer engañándolo con otro y había pasado un tiempo en prisión tras darle una paliza al otro tipo. Otra de las historias era que tenía una familia, pero que habían muerto en un accidente de coche y, como era él quien conducía, se culpaba por ello.

      La historia que más le gustaba a Rebecca era la que contaba que había estado prometido con una rica heredera de Dallas, pero ella lo había plantado en el altar y Dillon nunca se había recuperado.

      Rebecca no creía que ninguno de esos rumores fuera cierto, pero suponía que cualquier cosa era posible. Había varios años en blanco desde que Dillon había abandonado Wolf River. Por lo que ella sabía, podía haber estado casado diez veces, podía haber estado en la cárcel e incluso podían haberlo dejado plantado en el altar. Ese rumor sí que era fácil de creer.

      El hecho era que no le importaba realmente.

      –Hay sólo dos mil personas en este pueblo, Dillon –dijo ella encogiéndose de hombros–. Podría haberte encontrado simplemente dando vueltas.

      –No me refiero a eso –dijo él frunciendo el ceño–. Quiero saber cómo me has encontrado desde el principio.

      –Digamos que no ha sido fácil –contestó ella, decidiendo que no sería el mejor momento para mencionar al investigador privado–. Te mueves mucho.

      –Eso es para que la gente como tú no me moleste.

      –¿Gente como yo? –repitió ella–. No sabes nada sobre mí.

      Un Taurus azul pasó por la calle y el hombre que conducía saludó a Dillon, que le devolvió el saludo con la cabeza.

      –Estoy seguro de que es todo fascinante pero estás interrumpiendo mi ejercicio matutino.

      –Si no quieres escucharme a mí, entonces habla con Henry Barnes. Él es el abogado de Wolf River que se encarga de esto. Deja que él te cuente lo que ocurrió con Rand, Seth y Elizabeth.

      –Sé lo que ocurrió –dijo él apretando los dientes–. Te lo dije. Estuve en el funeral. No sé que es lo que pretendéis conseguir Lucas y tú inventándoos todo esto y, francamente, no me importa.

      –Lucas no sabe que estoy aquí –dijo ella poniéndose frente a él al ver que empezaba a moverse–. Nadie lo sabe.

      –Estás empezando a enfadarme –dijo Dillon. Confía en mí, no es bueno que me enfade.

      –Me importa un carajo si te enfadas –dijo ella. Ya no le importaba lo que pudiera hacerle. Estaba demasiado cansada, le dolía la cabeza y se sentía tan frustrada que quería gritar, se apoyó contra la verja y cerró los ojos–. Puedes echarme a tu perro si quieres, pero no pienso marcharme hasta que me escuches.

      Rebecca se quedó de piedra cuando Dillon le colocó un brazo a cada lado y se inclinó hacia delante. Apenas podía respirar, no podía pensar, pero se negaba a echarse atrás. Tomó aliento y se enfrentó a su mirada.

      –Puedo demostrar que Rand, Seth y Elizabeth están vivos –dijo con toda la calma que pudo–. Tengo informes del hospital, pruebas de ADN y el informe de un testigo visual. Todos confirman, sin lugar a dudas, que tus primos no murieron aquella noche.

      –Ya te dije que estuve en el funeral –dijo él–. Lo vi con mis propios ojos.

      –¿Qué es lo que viste? –preguntó Rebecca–. ¿Qué viste exactamente?

      Dillon se transportó de vuelta a aquel día en el depósito de cadáveres, antes de que se cerraran los ataúdes para llevarlos al rancho. Era la primera vez que veía un muerto. El tío John, vestido con un traje gris y corbata negra, tumbado muy quieto sobre el blanco satén de su ataúd. La tía Norah, con su pelo negro y brillante resaltando sobre su piel blanca. Pensaba que, si la tocaba, sus ojos azules se abrirían y le sonreiría. Dillon apenas los conocía pero, en aquel momento, frente a sus ataúdes, los echaba terriblemente de menos. No quería que estuviesen muertos. No quería que se fueran.

      –Vi a mi tía y a mi tío –dijo Dillon–. Antes de que mi padre cerrara sus ataúdes, los vi a los dos.

      –Pero no a tus primos –dijo Rebecca–. No los viste, ¿verdad?

      Su madre le había dicho que era demasiado joven para ver a sus primos así, que sus almas se habían ido al cielo y que debía rezar por ellas. Cada domingo desde entonces, la madre de Dillon había ido al cementerio privado del rancho para depositar flores sobre las cinco tumbas.

      Dillon levantó la mirada y observó a Rebecca. Ella ni siquiera parpadeó. Si estaba mintiendo, lo hacía muy bien. Sus ojos verdes parecían más brillantes a la luz del día que la noche anterior. Entonces hubo algo, algo que no podría explicar, algo familiar en aquellos ojos.

      –¿Quién diablos eres? –preguntó él.

      –Nací siendo Rebecca Alexis Owens –dijo ella–. Hasta que volvió a casarse con mi padrastro, el nombre de mi madre era Rosemary Owens.

      –No me dice nada.

      –Tú llamabas a mi madre Rosie. Te encantaban los macarrones con queso que preparaba para ti los viernes.

      Rosie. Algo en su interior le hizo recordarla.

      Pelo pelirrojo, pecas y sonrisa fácil. Cuando cantaba, muy a menudo, tenía en la voz cierto deje irlandés. Recordaba que siempre olía a limón.

      Dillon nunca había averiguado el apellido del ama de llaves. Para él, era simplemente Rosie. La mujer no habría tenido más de veinticinco años cuando trabajaba en Circle B. Había vivido en la casa de invitados con su hija y, a veces, la pequeña de pelo castaño deambulaba por el granero, queriendo dar de comer a los caballos o jugar con los gatos.

      –Becky –murmuró Dillon.

      –Así solías llamarme, junto con «mocosa» y «enana». Una vez me subiste a tu caballo y me diste una vuelta alrededor del corral –dijo ella–. Me dijiste que me agarrara con fuerza a la silla de montar para no caerme.

      Dillon no recordaba qué había dicho exactamente, pero se acordaba a la perfección de las risas de la niña al subirla al caballo. Había sido una niña curiosa, con el pelo rebelde y agujeros en las playeras. Y unos ojos grandes y verdes. Los mismos ojos grandes y verdes que se encontraba mirando en ese momento.

      –¿Cómo puedes recordar eso? No tendrías más de cuatro años.

      –Acababa de cumplir cinco –dijo ella–. Y lo recuerdo porque tu padre salió del granero minutos después. Estaba tan furioso que pensé que iba a pegarte. Pensé que había hecho algo malo y supe que te había metido en problemas. СКАЧАТЬ