Название: Legado de mentiras
Автор: Barbara McCauley
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: elit
isbn: 9788413751924
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Capítulo Tres
Teresa Angelina Bellochio sintió la primera contracción cuando se bajó del autobús. No fue más que una pequeña punzada, pero suficiente como para hacerle contener el aliento. No estaba preocupada. Era demasiado pronto como para estar de parto. Sólo estaba de ocho meses y, el día anterior, el doctor de la clínica de San Antonio le había asegurado que todo iba bien y que no pasaría nada por recorrer distancias cortas.
No le había quedado más remedio que hacer el viaje de trescientos kilómetros en autobús. En San Antonio no le quedaba nada más que dolor. Su novio había negado que el bebé fuera suyo y sus padres le habían dado la espalda al negarse a abortar o dar el niño en adopción. Su padre la había insultado y le había dicho que era la vergüenza de la familia Bellochio.
Teresa se pasó la mano por la tripa preguntándose cómo podría ser una vergüenza algo tan preciado. No le importaba tener apenas dieciocho años, ni que tuviera que trabajar para mantenerse a ella y al niño. Sabía que sería duro, pero moriría antes que renunciar a su bebé. Había cometido errores, sí, pero decidir quedarse a su bebé no era uno de ellos.
Miró a su alrededor en la terminal de autobuses. Montones de personas se apresuraban de un sitio a otro con maletas y mochilas. Caras nuevas, lugar nuevo. Estaba nerviosa pero, al menos, tenía un trabajo allí. No estaba muy bien pagado, pero era la posibilidad de empezar una nueva vida. Nunca miraría atrás ni pensaría en lo que había dejado. No sabía el sexo del bebé. La única ecografía que se había hecho hacía tiempo no había sido precisa. Pero no le importaba que fuese niño o niña. Sólo rezaba para que estuviese sano. Incluso había elegido los nombres. Carissa si era niña, Cade si era niño. Pensaba que iban a ser felices allí, los dos juntos. Incluso aunque no pudiera darle a su hijo nada más que amor, por el momento, sería suficiente.
Sintió otra punzada en el estómago y dudó por un momento, pero se le pasó rápidamente. El doctor le había dicho que era muy normal experimentar contracciones ligeras en las últimas semanas del embarazo, pero no debía preocuparse a no ser que fueran fuertes o constantes, o a no ser que rompiera aguas. El doctor también había dicho que la mayoría de las madres primerizas se pasaban de la fecha prevista. Pero estaba ya tan gorda que Teresa deseaba que su hijo naciera el día que le habían dicho, el veintinueve de julio, en cuatro semanas.
Ya casi no podía esperar a tener a su bebé en brazos, a poder darle un beso en la mejilla. «Pronto, mi amor», pensó mientras agarraba su maleta. Se dirigió a una cabina de teléfono que había fuera de la terminal, sacó un papel de su cartera e introdujo unas monedas en el aparato. Al oír la señal, marcó el número que su nuevo jefe le había dado.
«Hoy es el primer día del resto de nuestras vidas», pensó mientras sonreía y volvía a acariciarse la tripa.
Una buganvilla de color rojo cubría el porche de la pequeña casa de ladrillo en el 324 de Via Verde Lane. El césped del jardín delantero, aún húmedo por el rocío de la mañana, estaba despejado y recién cortado, y montones de margaritas decoraban el lugar. En las ramas de la buganvilla, los gorriones revoloteaban y cantaban mientras un arrendajo abusón picoteaba las semillas del comedero de pájaros que colgaba de uno de los aleros del porche.
Aparcada al otro lado de la calle, con las ventanillas bajadas, Rebecca estaba sentada en el coche, esperando.
Excepto por el sonido de un aspersor lejano, había habido muy poca actividad en Via Verde desde que ella había llegado a las seis y media de la mañana. Al otro extremo del bloque, una mujer con bata blanca y zapatillas rosas había salido y recogido el periódico. Diez minutos después, en el lado contrario de la calle, un hombre con peto gris se subió a una furgoneta blanca y se marchó.
Era un vecindario antiguo y la mayoría de las casas eran de ladrillo. Las aceras estaban limpias pero agrietadas a causa de los árboles que, probablemente, habrían sido plantados hacía cuarenta años. Los buzones, todos ellos de metal y colocados sobre estacas de madera, se alineaban a los lados de la calle como centinelas silenciosos.
A Rebecca le costaba imaginarse a Dillon Blackhawk viviendo allí. En un apartamento quizá, o incluso en una cueva en la montaña, pero no en un tranquilo vecindario familiar. Si su furgoneta no hubiera estado aparcada fuera, habría pensado que le habían dado una dirección equivocada.
Volvió a mirar el número y la calle que había escrito en la servilleta en el Backwater Saloon. Había tenido que pagar por la información la noche anterior con chupitos de tequila con Dixie y su amiga, Jennie. Imitó a Dixie con el limón y la sal y se bebió el primer chupito. Le bajó por la garganta como una bola de fuego. Estuvo a punto de ahogarse y las dos mujeres se rieron y le sirvieron otro chupito. Ése le entró con más suavidad.
El tercero apenas lo sintió.
Hasta que esa mañana se había despertado sintiendo un taladro en la cabeza. Dos tazas de café y una aspirina habían conseguido mitigar el ruido que sentía en el cerebro, pero seguía sintiendo que los ojos iban a caérsele en cualquier momento. Por si acaso sucedía, Rebecca se había puesto unas gafas de sol.
Estaría agradecida si no volvía a ver una sola botella de tequila Jose Cuervo en su vida. Por suerte, Jennie había sido designada conductora; de otro modo Rebecca tendría que haber regresado al motel a gatas. Solamente imaginarse aquello le producía escalofríos.
Se sobresaltó al oír el ladrido de un perro; entonces levantó la cabeza y vio a Dillon salir por la puerta de madera que unía la casa con el garaje. Llevaba unos pantalones cortos deportivos azules oscuros, una camiseta blanca sin mangas y playeras de deporte. Tenía el típico aspecto de recién levantado. Llevaba el pelo recogido con una cinta de cuero y parecía tener los ojos hinchados. Incluso a la luz de la mañana, tenía un aspecto formidable y completamente inabordable.
También parecía tan guapo como un diablo.
Era fácil imaginarse a ese hombre a lomos de un caballo. Tenía el cuerpo de un guerrero. Músculos sólidos y miembros largos. Un cuerpo hecho para la velocidad, o para la portada de una revista. Incluso desde el otro lado de la calle, Rebecca pudo advertir una larga cicatriz en su muslo derecho.
Trató de controlar el torrente de lujuria que sintió, recordándose a sí misma que era estúpido y maleducado, y que prácticamente la había echado de su furgoneta la noche anterior. Ni toda la belleza del mundo podría superar aquello. Ella elegiría la educación y el sentido del humor en un hombre antes que la belleza sin pensárselo dos veces.
Aunque, viendo a Dillon apoyarse en la verja y estirar la espalda, se dio cuenta de que, en su caso, la belleza era lo que más resaltaba a todas luces.
Observó a Dillon y se dio cuenta de que se disponía a correr. Supo entonces que, si no se movía entonces, perdería la oportunidad. Abrió la puerta del coche, agarró su bolso y la carpeta que había llevado consigo y salió. Dillon la vio y frunció el ceño. Rebecca imaginó que se daría la vuelta y desaparecería por donde había salido pero, sin embargo, se cruzó de brazos y se apoyó contra la verja, observándola mientras se aproximaba. Rebecca trató de tragarse el nudo que sentía en la garganta. A pesar de llevar puestos unos pantalones caquis largos y una camiseta blanca de algodón, a juzgar por el modo en que la observaba, se sentía completamente desnuda.
–Te lo juro, no estoy aquí por el dinero –dijo ella.
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