La casa de Okoth. Daniel Chamero Martínez
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Название: La casa de Okoth

Автор: Daniel Chamero Martínez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Novelas con valores

isbn: 9788418263828

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СКАЧАТЬ Dos vacas y cinco ovejas. ¿Quién puede ofrecerte eso? –terminó preguntando el curandero.

      –Vaya, es un buen trato. Pero Nazima… –dijo Aba en voz baja.

      –No te preocupes por Nazima. Solo has de hacer todo aquello que yo te indique.

      –¿Y tú qué ganarás con esto? –preguntó Aba.

      –¿Yo? Vamos, Aba, eres mi amigo. Quiero tu felicidad; estoy seguro de que si en un futuro me fuera necesario, tú harías lo mismo por mí –contestó Jábilo.

      –¡Las tierras! –volvió a exclamar Aba.

      –¿Qué ocurre con las tierras? –preguntó Jábilo con interés.

      –Pertenecían al abuelo de Nazima. Se negará. Esa maldita mujer se opondrá a ello.

      –Ya te he dicho que no te preocupes por Nazima. Aceptará, te lo puedo asegurar –aseguró Jábilo.

      –Y yo te he dicho que no la conoces. Esa mujer es tozuda, no aceptará –advirtió Aba.

      –No entiendo el temor que le tienes. No te comportas como un hombre. Ella debe someterse a tus decisiones. Estáis enojando a los dioses –le reprendió Jábilo.

      –¿Los dioses? Ningún hombre podría con ella; ni siquiera los dioses podrían.

      –¡No blasfemes en mi casa! –exclamó Jábilo encolerizado.

      –Perdona, lo siento. No pretendía decir eso.

      –Pídeles perdón a ellos, no a mí; es a ellos a quien ofendes –dijo el curandero con severidad.

      Tras unos segundos de meditado silencio entre ambos, Aba dijo:

      –Hace dos días Nazima vino a hablar conmigo. Su intención es que Okoth vaya a la escuela. Todos los días.

      –¡¿Todos los días?! ¡¿No tiene bastante con los sábados?! ¡Las mujeres no deberían ir a la escuela nunca! ¿Qué le has dicho? –exclamó Jábilo indignado.

      –Hemos discutido. Yo en principio me he negado, pero ella me ha recriminado mi escasa afectividad con la niña. En su día la dejé a su cargo. Dice que la decisión no será mía. Si el profesor acepta, la niña irá a la escuela –acabó Aba derrotado.

      –¡Eso es una locura! –volvió a exclamar Jábilo.

      –Tiene razón; yo mismo le dije que no quería saber nada de esa niña. ¡Yo mismo la dejé a su cargo! ¡Maldita sea! ¡Voy a ser la vergüenza de la aldea! –gritó Aba.

      –Pero es tu hija, Aba. Nazima tendrá que aceptar tu voluntad.

      –No lo hará. Si ese maldito profesor acepta, la niña irá a la escuela –terminó sentenciando Aba.

      –En mis plegarias he hablado con los dioses. Me preocupa Nazima. Interviene en temas que no son de su incumbencia. Los dioses están disgustados con ella. Si no hacemos algo al respecto alguna desgracia caerá sobre todos nosotros pronto –razonó Jábilo.

      –¿Y qué podemos hacer? –preguntó Aba con atención.

      –Puede que por aquí tenga algo –dijo el curandero, a la vez que recogía la lámpara con sus manos.

      –¿Qué quieres decir? –volvió a preguntar Aba mientras Jábilo inspeccionaba su arsenal de pócimas.

      –Se trata de un pequeño brebaje –contestó Jábilo mientras escudriñaba las decenas de potingues enfrascados–; ha de estar por aquí –continuó–. Eso es, aquí está –dijo sonriendo mientras sostenía un minúsculo bote con un líquido incoloro en su interior.

      –¿Qué es eso? –preguntó Aba.

      –Es aceite de tármica, una planta medicinal. Con un adecuado tratamiento extraemos el aceite de las hojas de esta agradable y aromatizada flor. Entre otras facultades, este inofensivo aceite hará que Nazima entre en contradicción y cambie de opinión –explicó Jábilo.

      –¿Estás seguro? –preguntó dubitativo Aba.

      –Totalmente. Esto no fallará –sentenció el curandero con una sonrisa escabrosa.

      –¿No le hará ningún daño, verdad?

      –Oh, no te preocupes. Tan solo cambiará de opinión. Toma; has de dárselo esta misma noche, justo antes de que se duerma –dijo Jábilo mientras le transfería el pequeño frasco.

      –¿Yo? ¿Esta noche? ¿Y cómo quieres que lo haga?

      –Sí, tú. Has de mezclárselo en leche. No lo abras antes y asegúrate de que solo ella lo toma –dijo el curandero y prosiguió–. Podrías hablar con ella esta noche. Dile que estás de acuerdo con lo del colegio de Okoth. Dale un trato amigable y ofrécele un vaso de leche. Pero no lo olvides: debe ser justo antes de que se duerma.

      –¿Y qué pasaría si lo tomase otra persona? –le interrogó Aba.

      –Nada, pero no debe tomarlo nadie más. Los dioses solo me permiten usar estas pócimas con personas desmejoradas y no hay que encolerizar a los dioses, ¿verdad? –resolvió Jábilo.

      –No, no debemos –concluyó Aba temeroso.

      –Ahora márchate; tengo cosas que hacer. Y, recuerda, ha de ser esta noche. Tu boda con Inaya será dentro de tres semanas. El tiempo apremia.

      Aba envolvió el diminuto frasco entre sus ropas y se marchó. Jábilo le observó a través de la rendija de la puerta. Una vez se aseguró de su marcha se dispuso a ir al encuentro de los tres niños que minutos antes estaban espiándole. Comenzó la búsqueda de los pequeños por toda la aldea. Mientras andaba no paraba de darle vueltas a su plan. Había algo que le inquietaba. ¿Qué haría Aba cuándo Nazima despertase muerta al día siguiente? Seguramente le interrogaría por lo del aceite de tármica, y hasta podía ser que lo denunciase y descubrieran que lo que realmente le había dado era cianuro, un potente veneno que en una pequeña dosis provoca la asfixia de quien lo ingiere.

      –Necesito un acontecimiento mayor que nuble la razón de Aba –pensaba mientras caminaba cercano a la orilla del río Cross.

      De pronto unas risas centraron su atención. Provenían del río. No cabía duda, eran los niños.

      «Por fin di con ellos; esos mocosos me van a oír», se dijo a sí mismo Jábilo.

      Mientras se acercaba, el curandero escuchó la dulce voz de una niña. Jábilo, como encantado, se detuvo y se ocultó entre la maleza que rodeaba la ribera del río. Se trataba de la pequeña Okoth. –¿Por qué no te has bañado? –le preguntó Ekón a Okoth.

      –La abuela dice que no debemos bañarnos solos en el río –contestó la pequeña.

      Ekón y Adwim rieron a la par.

      –No pasa nada, Okoth –razonó Adwim.

      –Mi abuela dice que no debemos hacerlo.

      –¿Y por СКАЧАТЬ